Rob Reiner murió este domingo en Los Ángeles junto a su esposa Michele Singer y murió de una manera que contradice toda la lógica narrativa que él mismo había construido durante décadas: violentamente, en su propia casa, en lo que las autoridades investigan como un aparente homicidio. Tenía 78 años y había pasado más de cuatro décadas enseñándole a Hollywood que se podía hacer cine popular sin renunciar a la inteligencia, que se podía cambiar de género sin que pareciera oportunismo, que se podía confiar en el público sin subestimarlo. Pero la vida, como suele pasar, no tiene guionista.
Nació en el Bronx en marzo de 1947, hijo de Carl Reiner –uno de los pioneros de la comedia televisiva estadounidense– y de Estelle Reiner, actriz y cantante que protestó contra la guerra de Vietnam mientras su marido se oponía al macartismo. Rob creció rodeado de comediantes, guionistas y actores en New Rochelle, Nueva York, en una casa donde la política y el humor eran parte de la misma conversación. A los trece años la familia se mudó a California y Reiner estudió en Beverly Hills High School junto a Richard Dreyfuss, Bonnie Franklin y Albert Brooks. Después entró en la UCLA para estudiar cine, pero su carrera empezó del otro lado de la cámara.
En 1968 comenzó a escribir para The Smothers Brothers Comedy Hour, un programa de comedia que desafiaba al establishment y que terminó cancelado por presiones políticas. Era la época en que la televisión estadounidense todavía creía que podía cambiar algo, y Reiner aprendió temprano que contar historias también era una forma de intervenir en la realidad.
Pero fue en 1971 cuando encontró su sitio público: Norman Lear lo eligió para interpretar a Michael “Meathead” Stivic en Mi Familia (All in the Family), el yerno liberal del protagonista Archie Bunker, un obrero racista y reaccionario que representaba a la mayoría silenciosa de Nixon. La serie fue un fenómeno cultural, el programa más visto de la televisión estadounidense durante toda la década, y Reiner ganó dos premios Emmy por ese papel. El sobrenombre “Meathead” se convirtió en una referencia de la cultura popular, pero Reiner nunca se quedó cómodo ahí. Sabía que la actuación no era su destino final.

Rob Reiner: El director que redefinió el cine popular
Cuando decidió dirigir, en 1984, lo hizo con This Is Spinal Tap, un falso documental sobre una banda de rock británica en decadencia que inventó un lenguaje cinematográfico que todavía hoy se cita, se imita y se estudia. La película fue un fracaso de taquilla pero se convirtió en objeto de culto inmediato: cada diálogo es memorable, cada escena es una clase de timing cómico, cada detalle está pensado para que funcione tanto si entendés la referencia como si no.
Reiner dirigió y actuó como Marty DiBergi, el documentalista que sigue a la banda, y demostró que entendía la parodia no como burla sino como homenaje. Norman Lear, su mentor televisivo, puso siete millones y medio de dólares de su propio bolsillo para financiar su siguiente película: Cuenta Conmigo (Stand by Me), la adaptación de una novela corta de Stephen King sobre cuatro chicos que buscan el cadáver de un niño desaparecido en el verano de 1959.
La película se estrenó en 1986 y se convirtió en un clásico instantáneo sobre la amistad, la infancia y el momento exacto en que uno deja de ser niño. El propio King elogió la adaptación, cosa rara en un escritor que suele desconfiar de Hollywood.
Con su reputación en ascenso, Rob Reiner se dedicó a adaptar La Princesa Prometida, una novela de William Goldman que su padre le había regalado años atrás y que él adoraba. Todos –desde François Truffaut hasta Robert Redford– habían intentado llevarla al cine sin éxito. Reiner lo logró en 1987 con un tono que mezclaba la ironía, el romance y la aventura sin que ninguno de esos elementos traicionara a los otros.
La película tuvo un éxito modesto en su estreno, pero con los años se convirtió en un clásico intergeneracional: padres que se la muestran a sus hijos, que luego se la muestran a los suyos, en una cadena que no se rompe. Las frases se citan sin pensar, los personajes se recuerdan con cariño, la historia funciona porque confía en el espectador.
En 1989 llegó Cuando Harry Conoció a Sally, escrita por Nora Ephron y protagonizada por Billy Crystal y Meg Ryan. La película redefinió la comedia romántica moderna con una pregunta sencilla: ¿pueden ser amigos un hombre y una mujer sin que el sexo se interponga?
La respuesta, por supuesto, es complicada, y Rob Reiner la filma con una naturalidad que hace que los diálogos suenen improvisados aunque estén milimétricamente calculados. Fue durante el rodaje de esta película que conoció a Michele Singer, fotógrafa, y se casaron ese mismo año. Ella aparece brevemente en el filme, en una de esas escenas de parejas mayores contando cómo se conocieron que funcionan como contrapunto emocional a la historia principal.
Misery llegó en 1990, otra adaptación de Stephen King, esta vez un thriller psicológico sobre un escritor secuestrado por una fan obsesiva. Rob Reiner demostró que podía tensar el suspense sin perder el pulso narrativo, y Kathy Bates ganó el Oscar a mejor actriz por su interpretación de Annie Wilkes, la enfermera que rescata al escritor solo para convertirse en su carcelera. La película es claustrofóbica, incómoda, brutal en su simplicidad, y Reiner la dirige como si estuviera filmando teatro: pocos escenarios, dos personajes, tensión acumulada hasta que algo tiene que romperse.
En 1992 cerró esa racha con Algunos Hombres Buenos, un drama judicial militar protagonizado por Tom Cruise, Jack Nicholson y Demi Moore. La película fue nominada al Oscar como mejor filme y consolidó a Reiner como uno de los directores más versátiles de su generación. El monólogo de Nicholson –”You can’t handle the truth!”– se convirtió en otra de esas frases que la cultura popular absorbe sin recordar de dónde vienen. Ocho años, ocho películas, ocho géneros distintos. Una anomalía feliz en un Hollywood que ya empezaba a exigir especialización.

Rob Reiner: Castle Rock, o cómo construir un estudio sin traicionar el oficio
En 1987, en medio de esa racha, Rob Reiner cofundó Castle Rock Entertainment junto a Martin Shafer, Andy Scheinman y Glenn Padnick. El nombre venía de una ciudad ficticia en las novelas de Stephen King, un homenaje al escritor que le había dado dos de sus mejores películas.
Castle Rock produjo no solo los filmes de Reiner sino también Seinfeld, Cadena Perpetua y decenas de títulos que marcaron los 90s. Era un estudio independiente con distribución de Columbia Pictures primero, y de Warner Bros después, que apostaba por historias originales y directores con voz propia. En 1994 fue adquirido por Turner Broadcasting System, que luego se fusionó con Time Warner, pero Reiner siguió vinculado a la productora hasta el final.
Después de 1992 su relación con la taquilla se volvió más irregular. North (1994) fue un desastre crítico y comercial. Mi Querido Presidente (The American President, 1995) funcionó bien pero no alcanzó el impacto de sus trabajos anteriores. Fantasmas del Pasado (Ghosts of Mississippi, 1996) fue un drama racial bien intencionado que no encontró público. Hollywood había cambiado: ya no se premiaba la versatilidad sino la especialización, ya no se confiaba en los directores sino en las franquicias, ya no importaban las historias sino los universos expandibles.
Rob Reiner siguió dirigiendo –The Bucket List (2007), Mi Primer Amor (Flipped, 2010), Juntos… Pero no Tanto (And So It Goes, 2014)– pero ninguna de esas películas tuvo el impacto cultural de su trabajo de los 80s y 90s. No porque fueran malas sino porque el mundo había cambiado y él no estaba dispuesto a cambiar con él.

Rob Reiner, el activista
Rob Reiner nunca ocultó sus convicciones políticas. Fue cofundador de la American Foundation for Equal Rights, que lideró la lucha judicial contra la Proposición 8 de California, la norma que prohibía el matrimonio entre personas del mismo sexo. También presidió la campaña para la Proposición 10, una iniciativa para financiar servicios de atención temprana para niños mediante un impuesto al tabaco.
Fundó I Am Your Child (luego Parents’ Action for Children), una organización que producía videos educativos sobre desarrollo infantil protagonizados por celebridades. Fue un crítico vocal de Donald Trump, igual que su padre había sido crítico del macartismo y su madre de la guerra de Vietnam. Para Reiner, la política y el cine eran parte del mismo compromiso: contar historias que ayudaran a la gente a entender el mundo y, si era posible, a cambiarlo.
En los últimos años siguió actuando en papeles secundarios: El Lobo de Wall Street (2013), donde hacía del padre de Jordan Belfort; apariciones en series como New Girl o The Bear. Presencias breves, a veces irónicas, casi siempre cómplices con su propia imagen pública. Este año había terminado Spinal Tap II: The End Continues, la secuela de la película que lo lanzó como director cuarenta años atrás. Estaba pendiente de estreno. Rob Reiner tenía 78 años y seguía trabajando porque para él el cine no era un oficio sino una forma de estar en el mundo.
Estuvo casado con la actriz y directora Penny Marshall entre 1971 y 1981, durante los años de All in the Family. Ambos se convirtieron en directores exitosos, ambos encontraron un legado más duradero detrás de la cámara que delante de ella.
Con Michele Singer tuvo tres hijos, uno de los cuales –Nick Reiner– fue mencionado por algunos medios como posible sospechoso en las muertes, aunque las autoridades no han confirmado oficialmente ningún arresto. Nick había hablado públicamente sobre su lucha contra la adicción a las drogas, que comenzó en la adolescencia y lo llevó a vivir en la calle durante años.
En 2015, Rob dirigió Being Charlie, una película sobre la rehabilitación que Nick coescribió basándose en su propia experiencia. Era, como todo lo que Reiner hacía, un intento de convertir el dolor en relato, de encontrar sentido donde solo había caos.
La muerte de Rob Reiner
Murió en Brentwood, Los Ángeles, en la casa donde había vivido las últimas décadas. Las autoridades investigan las circunstancias como un aparente homicidio. No hubo señales de ingreso forzado. La noticia generó un luto unánime en Hollywood, ese lugar que lo había celebrado en los ochenta, ignorado en los dos mil y redescubierto tímidamente en los últimos años cuando la nostalgia por el cine que él representaba se volvió más fuerte que el desprecio por su falta de adaptación a los nuevos tiempos.
Quedan las películas, claro. Quedan esos chicos caminando por las vías del tren en Cuenta Conmigo. Queda Íñigo Montoya prometiendo venganza en La Princesa Prometida. Queda la escena del orgasmo fingido en Cuando Harry Conoció a Sally. Queda Annie Wilkes rompiendo los tobillos de Paul Sheldon en Misery. Queda Jack Nicholson gritando que no podemos manejar la verdad en Algunos Hombres Buenos. Queda Spinal Tap y sus amplificadores que llegan hasta once.
Quedan películas que la gente cita sin recordar quién las dirigió, lo cual tal vez sea el mayor cumplido que se le puede hacer a un cineasta: haber hecho algo que se siente tan natural, tan parte del aire que respiramos, que parece que siempre estuvo ahí.
Rob Reiner fue el último director al que Hollywood le permitió ser versátil sin castigarlo. Después de él, la industria decidió que los cineastas debían tener una marca reconocible, un sello autoral evidente, una manera de filmar que los definiera de inmediato. Reiner no tenía nada de eso. O mejor dicho: su marca era no tener marca. Su sello era la ausencia de sello. Su método era confiar en la historia, en los actores, en el público. Y durante una década, eso fue suficiente. Después dejó de serlo, pero las películas quedaron, y siguen funcionando, y seguirán funcionando cuando nadie recuerde ya las circunstancias de su muerte.
Porque al final, lo que importa no es cómo se muere sino qué se deja. Y Rob Reiner dejó un cine que no pedía disculpas por ser popular, que no confundía accesibilidad con simpleza, que trataba al espectador como a un igual. Un cine que hoy parece imposible, pero que durante unos años fue la norma. Y eso, en un Hollywood que ya no cree en nada de eso, es un legado que vale la pena defender.

Las 10 películas esenciales de Rob Reiner
This Is Spinal Tap (1984)
El debut. El falso documental que inventó un género y fijó un tono que todavía hoy se cita. Reiner dirige y actúa como Marty DiBergi, el cineasta que sigue a una banda de heavy metal británica en decadencia durante su gira estadounidense.
This Is Spinal Tap es una clase de improvisación controlada: los actores crearon sus personajes durante meses de ensayos, y Reiner los filmó como si estuviera haciendo un documental real. Cada detalle es perfecto: los amplificadores que llegan hasta once, el escenario de Stonehenge que sale del tamaño de un pan, el baterista que explota espontáneamente.
Fue un fracaso comercial en su estreno pero se convirtió en objeto de culto inmediato. Christopher Guest, Michael McKean y Harry Shearer componen a los miembros de Spinal Tap con una seriedad que hace que la parodia funcione: nunca rompen el tono, nunca guiñan el ojo, nunca piden permiso para ser ridículos. Reiner entendió que la mejor sátira es la que se toma en serio a sí misma.
Cuenta Conmigo (1986)
Cuatro chicos de doce años caminan por las vías del tren en busca del cadáver de un niño desaparecido. Es el verano de 1959 en Castle Rock, Oregon, y lo que empieza como una aventura se convierte en un viaje de iniciación. Reiner adapta la novela corta de Stephen King con una sensibilidad contenida que evita el sentimentalismo fácil.
Los niños hablan como niños, se insultan, se protegen, se hieren sin darse cuenta. Wil Wheaton, River Phoenix, Corey Feldman y Jerry O’Connell componen un grupo que se siente auténtico porque Reiner les permitió ser vulnerables. La película es un ajuste de cuentas con la nostalgia: el narrador adulto (Richard Dreyfuss) recuerda ese verano como el momento en que todo cambió, pero la película no idealiza la infancia sino que la muestra tal como fue, con su crueldad y su belleza.
La frase final –”Nunca tuve unos amigos como los que tuve cuando tenía doce años”– es devastadora porque es cierta. Stephen King elogió la adaptación, y viniendo de un escritor que suele desconfiar de Hollywood, eso es casi un milagro.
La Princesa Prometida (1987)
Un cuento de hadas que no necesita ironía para ser inteligente. Rob Reiner adapta la novela de William Goldman con un tono que balancea el romance, la aventura y el humor sin que ninguno de esos elementos traicione a los otros.
La historia es sencilla: Westley, el pirata Roberts, debe rescatar a la princesa Buttercup de un matrimonio forzado con el príncipe Humperdink. Pero lo que importa no es la trama sino la forma en que está contada: con personajes memorables (Íñigo Montoya y su búsqueda de venganza, Fezzik el gigante bondadoso, Vizzini el siciliano arrogante), con diálogos que se citan sin pensar (“Inconceivable!”, “As you wish”, “Hello, my name is Íñigo Montoya…”), con una estructura narrativa que enmarca todo como un libro que un abuelo le lee a su nieto enfermo.
Rob Reiner entiende que los cuentos de hadas funcionan porque confían en las emociones básicas: el amor, la lealtad, la venganza justa, el bien que triunfa sobre el mal. No necesita subvertir nada porque la historia ya es perfecta. La película fue un éxito modesto en su estreno pero creció con los años hasta convertirse en un clásico intergeneracional. Todo el mundo la vio de niño. Todo el mundo la recuerda con cariño.
Cuando Harry Conoció a Sally (1989)
La comedia romántica que redefinió el género. Nora Ephron escribió el guion basándose en conversaciones reales con Rob Reiner sobre las relaciones, y el resultado es una película que se siente honesta incluso cuando es calculada. Harry y Sally se conocen en un viaje en auto de Chicago a Nueva York y pasan los siguientes doce años encontrándose casualmente, discutiendo si un hombre y una mujer pueden ser amigos, enamorándose sin darse cuenta.
Billy Crystal y Meg Ryan componen a estos personajes con una química que parece natural pero que es producto del trabajo: Reiner los dejó improvisar, los filmó en escenas largas sin cortes, confió en que encontrarían el tono justo. La escena del orgasmo fingido en el restaurante es famosa, pero lo que hace que la película funcione es todo lo demás: las conversaciones en la cama después del sexo, las caminatas por Central Park, las llamadas telefónicas a medianoche.
Rob Reiner entiende que el romance no está en los grandes gestos sino en los pequeños momentos de conexión. Y entiende también que la comedia romántica puede ser inteligente sin dejar de ser emocional. La película fue un éxito comercial y crítico, y convirtió a Reiner en el director de referencia para cualquiera que quisiera hacer una comedia romántica con cerebro.
Misery (1990)
Un escritor de novelas románticas exitosas choca su auto en una tormenta de nieve y es rescatado por Annie Wilkes, una enfermera que resulta ser su fan más obsesiva. Cuando descubre que el escritor ha matado a Misery, el personaje de sus novelas, Annie lo secuestra y lo obliga a resucitarla.
Reiner adapta la novela de Stephen King con una economía narrativa que convierte la película en un duelo psicológico entre dos personas. James Caan es Paul Sheldon, el escritor atrapado, y Kathy Bates es Annie, la carcelera que oscila entre la ternura maternal y la violencia brutal.
Bates ganó el Oscar por esta interpretación y se lo merece: hace de Annie alguien aterrador no porque sea un monstruo sino porque es humana, porque sus motivaciones son comprensibles aunque sean dementes. Reiner filma la película como si fuera teatro: pocos escenarios, dos personajes, tensión acumulada hasta que algo tiene que romperse. La escena donde Annie le rompe los tobillos a Paul con un mazo es una de las más brutales del cine de los noventa, pero lo que realmente duele es la impotencia, la certeza de que no hay escape posible. La película funciona porque Reiner entiende que el terror no está en los gritos sino en los silencios.
Algunos Hombres Buenos (1992)
Dos marines son acusados del asesinato de un compañero en la base de Guantánamo. Los abogados militares que deben defenderlos descubren que la muerte fue resultado de una orden no oficial de castigo conocida como “Code Red”. Reiner adapta la obra de teatro de Aaron Sorkin con un ritmo que nunca decae: la película es un thriller judicial que funciona porque los personajes están bien escritos y los actores están a la altura.
Tom Cruise es el abogado arrogante que debe aprender humildad. Demi Moore es su colega idealista. Jack Nicholson es el coronel que ordenó el castigo y que defiende su decisión con una lógica militar implacable. El monólogo de Nicholson –”You can’t handle the truth!”– se convirtió en una de esas frases que trascienden la película, pero lo que hace que la escena funcione es todo lo que viene antes: la construcción del caso, la tensión entre los personajes, la certeza de que alguien está mintiendo y de que la verdad va a costar cara.
Rob Reiner dirige con pulso firme y sin aspavientos: deja que los actores hagan su trabajo, confía en el guion, no se interpone entre la historia y el espectador. La película fue nominada al Oscar como mejor filme y perdió frente a Los Imperdonables de Clint Eastwood, pero quedó como uno de los dramas judiciales más efectivos de los noventa.
Mi Querido Presidente (1995)
Un presidente viudo se enamora de una activista medioambiental y debe enfrentarse a las consecuencias políticas y personales de esa relación. Reiner dirige este drama romántico escrito por Aaron Sorkin con la misma confianza con la que había dirigido Cuando Harry Conoció a Sally: deja que los diálogos brillen, confía en los actores, no subraya las emociones.
Michael Douglas es el presidente Andrew Shepherd, un hombre que descubre que el poder no lo protege de la vulnerabilidad emocional. Annette Bening es Sydney Ellen Wade, la activista que se enamora del hombre antes de entender completamente las implicaciones de amar al presidente.
La película es un ajuste de cuentas con el idealismo político: Shepherd es un presidente progresista que debe elegir entre sus convicciones y su reelección, entre hacer lo correcto y hacer lo conveniente. Sorkin escribió el guion como un borrador de lo que luego sería The West Wing: los mismos diálogos rápidos, la misma fe en que la política puede ser noble, la misma nostalgia por un Estados Unidos que tal vez nunca existió. Reiner filma con elegancia pero sin pompa, y convierte lo que podría haber sido un panfleto en una historia de amor creíble.
Antes de Partir (2007)
Dos hombres terminales –un mecánico de clase obrera y un millonario empresario– comparten habitación en un hospital y deciden hacer una lista de cosas que quieren experimentar antes de morir. Reiner dirige esta comedia dramática con la delicadeza de quien sabe que está pisando terreno peligroso: el tema podría derivar en sentimentalismo barato, pero Jack Nicholson y Morgan Freeman le dan peso emocional a sus personajes sin caer en la autocompasión.
La película es un road movie sobre la muerte, una meditación sobre qué significa vivir bien cuando sabés que el tiempo se acaba.
Nicholson es Edward Cole, el millonario cínico que descubre demasiado tarde que el dinero no compra lo que importa. Freeman es Carter Chambers, el mecánico sabio que siempre soñó con viajar pero nunca tuvo oportunidad. Juntos recorren el mundo tachando ítems de su lista: saltar en paracaídas, ver las pirámides, conducir un Shelby Mustang. Reiner filma estos momentos con una ligereza que contrasta con la gravedad del tema, y el resultado es una película que funciona porque no intenta ser más de lo que es: dos hombres enfrentándose a la muerte y descubriendo que lo único que importa son las relaciones que dejamos atrás.
Mi Primer Amor (2010)
Dos vecinos de trece años se enamoran y se desenamoran y se vuelven a enamorar durante varios años, contando la misma historia desde perspectivas opuestas. Rob Reiner adapta la novela juvenil de Wendelin Van Draanen con una estructura que alterna entre los puntos de vista de Juli y Bryce: lo que para uno es un momento romántico para el otro es una incomodidad, lo que para uno es rechazo para el otro es liberación.
La película es una meditación sobre cómo el amor depende del tiempo y la madurez, sobre cómo los mismos eventos pueden significar cosas completamente distintas según quién los viva. Madeline Carroll y Callan McAuliffe interpretan a Juli y Bryce con una honestidad que evita los clichés del romance adolescente.
Rob Reiner filma con nostalgia los años sesenta suburbanos, pero no idealiza la época: muestra las desigualdades de clase, los prejuicios, las heridas familiares que marcan a los personajes. La película fue un fracaso comercial pero encontró una segunda vida en streaming, donde nuevas generaciones la descubrieron y la adoptaron como propia. Es una de las películas más subestimadas de Reiner, una demostración de que incluso en sus trabajos menores nunca perdió la capacidad para contar historias con empatía y precisión.
Juntos… Pero no Tanto (2014)
Un agente inmobiliario viudo y amargado descubre que tiene una nieta de diez años cuando su hijo drogadicto va a la cárcel. Reiner dirige esta comedia dramática con Michael Douglas y Diane Keaton como protagonistas, y el resultado es una película pequeña, modesta, que funciona porque los actores entienden a sus personajes sin juzgarlos.
Douglas es Oren Little, un hombre que ha convertido el cinismo en armadura después de perder a su esposa. Keaton es Leah, la vecina cantante que se convierte en su confidente y eventualmente en algo más. La película es un ajuste de cuentas con el envejecimiento: estos son personajes que ya vivieron sus grandes historias y ahora deben conformarse con los restos, con las segundas oportunidades que llegan tarde.
Rob Reiner filma sin sentimentalismos pero con ternura, y convierte lo que podría haber sido un melodrama en una historia honesta sobre la soledad, la paternidad tardía y la posibilidad de empezar de nuevo cuando ya creías que todo estaba terminado. No es una gran película, pero es una película decente hecha con profesionalismo y respeto por los personajes, que tal vez sea lo mejor que se puede decir del último cine de Rob Reiner: nunca traicionó su oficio, incluso cuando Hollywood dejó de prestarle atención.



