Diane Keaton (1946-2025): El arte de ser rara | 10 películas esenciales

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Murió Diane Keaton a los 79 años. Dejó atrás cincuenta películas, un Oscar, tres nominaciones más y la prueba de que se puede ser ícono sin dejar de ser rara.

Murió Diane Keaton, y con ella murió esa idea de que una mujer podía ser nerviosa y brillante y torpe y seductora todo al mismo tiempo, sin que ninguna de esas cosas cancelara a las otras. Tenía 79 años, vivía en California rodeada de sus hijos adoptivos y sus fotografías y sus colecciones de sombreros imposibles. Pero más allá de las películas y los premios y los amores famosos, Diane Keaton fue una actriz única porque logró algo que pocas logran: inventar una forma de ser mujer en el cine.

La conocimos en 1972, cuando Francis Ford Coppola la puso a hacer de Kay Adams en El Padrino, la chica rubia y WASP que se enamora del hijo del mafioso y termina descubriendo que el amor también es complicidad. Era joven entonces, muy joven, se podría pensar que ese papel la definió, pero no: Diane Keaton pasó su carrera entera escapándose de las definiciones. Porque lo que Diane Keaton hacía mejor que nadie era eso: ser varias cosas a la vez, ser contradictoria, ser imposible de encasillar en las categorías que Hollywood tiene preparadas para las mujeres.

Diane Keaton y la sociedad con Woody Allen

Después vino Woody Allen. Se conocieron en Broadway en 1968, haciendo Sueños de un Seductor, y empezaron esa cosa que fue relación amorosa y sociedad creativa y neurosis compartida durante años. Allen escribió para ella, la dirigió, la convirtió en su musa en siete películas. Annie Hall, 1977, la película que inventó toda una estética: los pantalones anchos, las corbatas, los chalecos, los sombreros. Pero no era desprolijidad: era decir yo no me voy a poner lo que ustedes esperan que me ponga. Era rareza hecha estilo.

Annie Hall era Diane y Diane era Annie, aunque después Keaton dijera que no, que era personaje y ficción y todo eso que dicen los actores cuando no quieren admitir que dejaron su sangre en la pantalla. Allen la filmó con esa mezcla de adoración y crueldad que caracterizó su cine, captó su forma de hablar atropellada, su risa nerviosa, sus inseguridades convertidas en encanto. Y ella ganó el Oscar –Mejor Actriz, 1978– por hacer de sí misma, o de una versión idealizada de sí misma, o de esa cosa rara que pasa cuando un director obsesivo encuentra a su doble femenino.

Pero lo interesante de Diane Keaton es que no se quedó ahí, atrapada en el universo de neuróticos neoyorquinos. Siguió trabajando con Allen –Manhattan, Interiores, Días de Radio– pero también se fue, se escapó, probó otras cosas. Hizo comedias románticas en los 80s cuando las comedias románticas todavía no eran el género menor que después se convirtieron. Hizo Baby Boom, donde era una ejecutiva que hereda un bebé y tiene que elegir entre la carrera y la maternidad. Hizo El Padre de la Novia con Steve Martin y demostró que podía ser la mamá perfecta de clase media alta sin perder ese aura freak que la hacía distinta.

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Diane Keaton y Woody Allen en Annie Hall

Diane Keaton después de Annie Hall

Y después, cuando ya estaba cerca de los cincuenta, cuando Hollywood suele decidir que las mujeres dejaron de existir como seres sexuales y las convierte en abuelas o brujas o desaparecidas, Diane Keaton hizo Alguien Tiene Que Ceder con Jack Nicholson y fue una mujer de su edad enamorándose de un tipo de su edad y teniendo sexo y siendo deseada.

Nunca se casó. Tuvo dos hijos adoptados –Dexter y Duke–. Dirigió películas, aunque nadie las recuerda. Fue fotógrafa, aunque nadie habla de eso. Escribió sus memorias, aunque la gente la sigue recordando más por sus personajes que por sus palabras. Porque eso es lo que pasa con los actores: se vuelven sus papeles, se quedan atrapados en esas dos horas de celuloide.

Pero Diane Keaton fue más que Annie Hall y más que Kay Adams. Fue una mujer que entendió que podía ser rara en una industria que premia la belleza, que podía ser inteligente en un lugar que desconfía de la inteligencia femenina, que podía envejecer sin pedir disculpas.

Ahora se murió en California, a los 79, y su familia pidió privacidad, que es esa cosa que pedimos cuando ya no queda nada más que pedir. Hay una pregunta que aparece cuando una actriz se muere: qué queda de todos esos personajes que interpretó, de todas esas versiones de sí misma que puso en la pantalla. Quedan las películas, claro. Queda esa certeza de que hubo alguien que hizo las cosas de otra manera, que no se conformó con el molde, que se vistió raro y habló raro y vivió raro y nos demostró que raro también puede ser una forma de belleza.

Diane Keaton se murió y Hollywood perdió a una de las últimas actrices que entendían que actuar era parecerse a una persona de verdad, con todas sus contradicciones. Ahí vamos nosotros, viendo sus películas otra vez, tratando de atrapar ese fantasma luminoso que ya no está pero que sigue ahí, en la pantalla, riéndose nerviosa, usando corbata, tomando vino con hielo, recordándonos que siempre se puede elegir ser uno mismo, incluso cuando nadie entiende muy bien quién es ese uno mismo que elegimos ser.

Las diez películas esenciales de Diane Keaton

1. El Padrino (1972) y El Padrino II (1974)

Kay Adams, la chica protestante que se enamora del hijo del mafioso. Diane Keaton tenía 26 años y Coppola la puso ahí, rubia y perfecta, como el símbolo de ese Estados Unidos limpio y legal que Michael Corleone quiere alcanzar pero nunca puede. En la primera película es la inocencia, la que pregunta y no entiende, la que cree que su novio no es como su familia.

En la segunda, siete años después en la historia, es la desilusión hecha carne: la mujer que ya sabe todo, que perdió la batalla, que mira a su marido y ve al monstruo en que se convirtió. Ese plano final de El Padrino II, cuando la puerta se cierra en su cara y Michael se queda adentro con sus capos, con sus secretos, con su poder –ese plano es Keaton entendiendo que el amor también puede ser una forma de morir.

No tiene mucho diálogo, no hace grandes escenas, pero está ahí como testigo moral de la tragedia, como el espejo en el que Michael podría verse si quisiera verse. Coppola entendió que necesitaba a alguien así: alguien que representara todo lo que los Corleone no son, todo lo que destruyen con sus manos ensangrentadas.

2. Annie Hall (1977)

La película que la convirtió en ícono y en un problema para el resto de su carrera, porque después de Annie Hall todos esperaban que Diane Keaton fuera Annie Hall para siempre. Allen la filmó con esa mezcla de amor y neurosis que caracterizaba su relación, escribió para ella los mejores diálogos que jamás le escribió a nadie. Annie es adorable y torpe y brillante y perdida, canta mal en un club nocturno, se viste como si no le importara la moda pero en realidad está inventando una moda nueva, dice “la-di-da” como tic nervioso.

Es la comedia romántica perfecta que se niega a ser perfecta, que termina en ruptura porque así terminan las cosas en la vida real, porque no todos los amores duran para siempre aunque sean intensos y verdaderos. Keaton ganó el Oscar a la Mejor Actriz y quedó atrapada en ese personaje durante décadas. Pero qué personaje: la mujer moderna que no sabe muy bien cómo ser moderna, que lee libros de autoayuda y va a terapia y sigue sin entender nada de nada. Todos conocemos a alguien así. Todos somos alguien así.

3. Manhattan (1979)

Allen otra vez, pero esta vez en blanco y negro y con Gershwin de fondo y con Nueva York filmada como si fuera la ciudad más hermosa del mundo. Diane Keaton hace de Mary, la intelectual pretenciosa que colecciona amantes casados y opina sobre todo con esa seguridad insoportable de quien cree que tiene razón. Es el contrapunto perfecto para el personaje de Allen, menos adorable que Annie Hall, más filosa, más complicada.

Hay una escena en el museo donde discuten y se enamoran al mismo tiempo, y Diane Keaton está impecable ahí, con su tono mordaz y su forma de caminar como si siempre estuviera apurada para llegar a algún lugar importante. La película es el último gran momento de la colaboración Allen-Keaton, el cierre de una etapa. Después seguirían trabajando juntos pero nunca más con esa química, con esa comprensión mutua de dos neuróticos que hablan el mismo idioma.

4. Reds (1981)

Warren Beatty la dirigió en esta épica de tres horas sobre John Reed, el periodista americano que fue a Rusia a cubrir la revolución bolchevique. Keaton hace de Louise Bryant, escritora y feminista y rebelde, la mujer que eligió la revolución pero también eligió el amor, que quiso cambiarlo todo pero terminó perdiendo al hombre que amaba en las estepas rusas. Es un papel enorme, ambicioso, muy lejos de las comedias nerviosas de Allen.

Diane Keaton está magnífica, con ese pelo corto y esos vestidos de los años diez y esa mirada de quien cree que el mundo puede ser mejor. Fue nominada al Oscar –no ganó, perdió contra Katharine Hepburn en La Reina de África– pero demostró que podía hacer drama histórico con la misma convicción con la que hacía comedia urbana. Beatty estaba obsesionado con ella en esa época, la filmó como se filma a alguien a quien se ama, con esa atención a los detalles que solo da el deseo.

5. Buscando a Mr. Goodbar (1977)

La película oscura, la que nadie esperaba. Diane Keaton hace de Theresa Dunn, maestra de niños sordos de día, cazadora de sexo anónimo en bares de noche. Es la cara oculta de Annie Hall, la que muestra que detrás de la adorable torpeza puede haber desesperación y autodestrucción. Theresa tiene una escoliosis que la hace sentir deforme, fea, indigna de amor, entonces sale a buscar validación en los cuerpos de hombres que la usan y la descartan.

La película termina mal –muy mal, violentamente mal– y Diane Keaton está inquietante en cada escena, con esa sonrisa forzada de quien finge estar pasándola bien cuando en realidad está cayendo al vacío. Richard Brooks la dirigió sin piedad, sin protegerla, exponiéndola de una manera que pocas actrices hubieran aceptado. Es la prueba de que Keaton podía hacer de todo, incluso de mujer rota y perdida en la noche neoyorquina.

6. Baby Boom (1987)

La comedia de los 80s por excelencia. Diane Keaton es J.C. Wiatt, ejecutiva exitosa que hereda un bebé de unos primos lejanos y tiene que decidir entre su carrera y la maternidad. Es el dilema que Hollywood le pone a las mujeres cada década con distinto envoltorio, pero la gracia es que Keaton lo hace creíble, hace que nos importe esa yuppie estresada que descubre que los bebés no entienden de reuniones de directorio. Se muda a Vermont, compra una casa destartalada, inventa una empresa de comida para bebés, se enamora del veterinario local.

Es fantasía pura, claro, pero fantasía bien hecha, con Diane Keaton usando esos trajes con hombreras gigantes que se usaban entonces y después cubierta de puré de manzana casero. La película es una declaración conservadora disfrazada de feminista –la mujer que lo quiere todo pero termina eligiendo la familia– pero Keaton le da suficiente humanidad para que funcione.

7. El Club de las Divorciadas (1996)

Diane Keaton, Goldie Hawn y Bette Midler como tres amigas que se vengan de sus ex maridos que las dejaron por mujeres más jóvenes. Es comedia de revancha, terapia colectiva, fantasía de justicia para todas las mujeres que fueron descartadas cuando cumplieron cuarenta.

Keaton hace de Annie, la insegura del trío, la que sigue enamorada de su ex psiquiatra manipulador. No es la mejor actuación de su carrera pero es una de las más divertidas, y la película se convirtió en himno generacional para las mujeres de cierta edad que están hartas de que Hollywood las ignore. Las tres actrices tienen química perfecta, se roban escenas entre ellas con generosidad, entienden que la gracia no está en brillar individualmente sino en brillar juntas. Y esa escena final, las tres cantando You Don’t Own Me en el club, es puro placer culposo convertido en arte popular.

8. Alguien Tiene Que Ceder (2003)

La película que demostró que Keaton seguía siendo estrella a los 57 años. Nancy Meyers la dirigió con cariño y la puso a enamorarse de Jack Nicholson –playboy sesentón que tiene un infarto en la casa de playa de Keaton– y también del médico joven que lo atiende, interpretado por Keanu Reeves. Es comedia romántica para adultos, con sexo y desnudos y conversaciones sobre el envejecimiento.

Diane Keaton está maravillosa, con ese pelo blanco plateado y esos suéteres de cuello alto y esa risa que sigue siendo la misma de Annie Hall veintiséis años después. Hay una escena donde llora y se ríe y llora otra vez mientras escribe una obra de teatro sobre su relación con Nicholson, y es Keaton haciendo lo que hace mejor: convertir la vulnerabilidad en fortaleza, la torpeza en gracia. La película fue un éxito enorme y obligó a Hollywood a reconocer lo obvio: que las mujeres mayores de cincuenta también tienen historias que contar, que también son deseables, que también merecen ser protagonistas.

9. La Sangre Que Nos Une (1996)

Drama puro, sin concesiones. Diane Keaton hace de Bessie, una mujer que pasó veinte años cuidando a su padre enfermo y a su tía con problemas mentales. Ahora tiene leucemia y necesita un trasplante de médula, entonces llama a su hermana Lee –Meryl Streep, en modo madre negligente– para pedirle ayuda. Es actuación sin maquillaje, sin glamour, todo interno y contenido.

Bessie es una santa laica que nunca se queja, que encuentra belleza en el sacrificio, que dice que ha sido muy afortunada en su vida mientras limpia el orinal de su padre. Keaton está contenida, silenciosa, dejando que todo pase por los ojos. No ganó el Oscar –otra vez nominada, otra vez perdiendo– pero dio una clase magistral de cómo hacer menos para lograr más, de cómo la verdadera actuación está en lo que no se dice.

10. Amor y Muerte (1975)

Amor y Muerte es teatro del absurdo disfrazado de comedia de época. Una parodia de las novelas rusas del siglo XIX con Woody Allen y Diane Keaton corriendo por las estepas mientras discuten sobre Dios y la muerte y el sentido de la existencia. Hay un monólogo sobre la naturaleza del amor que es pura poesía, y Keaton está perfecta en su timing cómico. No es la película más conocida de la dupla, pero es una de las más divertidas, la prueba de que Diane Keaton podía hacer comedia física y verbal con la misma destreza, que podía ser Groucho Marx con falda del siglo XIX.

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