Se murió Robert Redford y con él se va una época: la época en que el cine nos hacía creer que los hombres podían ser hermosos y buenos al mismo tiempo, que la justicia existía y tenía los ojos azules, que era posible salir del cine siendo mejor persona. Se murió hoy, en su casa de Utah, rodeado de esas montañas que fueron su verdadera patria, el paisaje que eligió para consolarse del mundo.
Tenía 89 años y llevaba décadas siendo una institución, pero había algo en él que resistía la institucionalización: quizás esa sonrisa medio torcida, quizás esa manera de caminar como si estuviera a punto de subirse a un caballo, quizás esa capacidad que tuvo siempre de parecer sorprendido por su propia belleza.

Robert Redford: Belleza Americana
Nació Charles Robert Redford Jr. el 18 de agosto de 1936 en Santa Mónica, California, hijo de un contador y una mujer que murió cuando él tenía 18 años. Esa muerte temprana de la madre, esa orfandad prematura, quizás explica muchas cosas: la búsqueda constante de paisajes que consolaran, la construcción minuciosa de un refugio en las montañas de Utah, la fascinación por las historias de hombres solitarios que encuentran en la naturaleza lo que no encontraron en los hombres.
Pero antes de ser el actor que fue, antes de ser el director que fue, antes de ser el activista que fue, Robert Redford fue un muchacho perdido que se escapaba a Europa con una mochila y volvía con ganas de contar historias. Estudió arte, quiso ser pintor, descubrió que tenía esa cara que la cámara ama, esa presencia que hace que todo lo que está alrededor parezca más real, más verdadero, más urgente.
Su primera película importante fue Barefoot in the Park en 1967, junto a Jane Fonda, pero el mundo lo conoció realmente tres años después, cuando Paul Newman lo eligió como compañero de aventuras en Butch Cassidy and the Sundance Kid. Ahí estaba todo lo que Redford sería después: la elegancia natural, el humor seco, esa capacidad de hacer que la violencia pareciera un juego y el juego pareciera violencia. El Sundance Kid era él, no un personaje que interpretaba: el forajido, el rebelde que roba bancos porque el mundo se lo debe, el hombre que muere joven y deja un cadáver prematuro.
Después vino El Golpe, otra vez con Newman, y después Nuestros Años Felices con Barbra Streisand, y después Todos los Hombres del Presidente con Dustin Hoffman, y cada película era como una carta de amor a cierta idea de Estados Unidos: el país de los buenos, de los que luchan contra el poder, de los que creen que la verdad importa más que el miedo.
Pero Robert Redford no se conformó con ser actor. En 1980 dirigió Gente Corriente y ganó el Oscar como mejor director, demostrando que detrás de esa cara había una inteligencia sutil, una sensibilidad para capturar la fragilidad de las familias norteamericanas, esa forma tan particular que tienen los estadounidenses de herirse con educación y con estilo.
Robert Redford y la revolución de Sundance
En 1981 fundó el Instituto Sundance, y después el Festival de Sundance, que se convirtió en la catedral del cine independiente. Redford entendió antes que todos que Hollywood estaba enfermando de sus propios excesos, que hacía falta un espacio para las historias pequeñas, para los directores jóvenes, para las películas que no aspiraban a la taquilla sino a contar algo verdadero sobre la condición humana.
Durante décadas, cada enero, Park City se llenaba de cineastas de todo el mundo que venían a mostrar sus películas. Y ahí estaba Redford, cada año, caminando entre la nieve con su campera de cuero y su gorro de lana, saludando a desconocidos como si fueran viejos amigos, defendiendo películas que nadie más defendía, apostando por historias que los grandes estudios consideraban demasiado pequeñas o demasiado raras o demasiado humanas.
Porque Redford fue, antes que nada, un defensor de lo humano, que entendió algo que Hollywood había olvidado: que el cine también podía ser una forma sutil de resistencia contra el cinismo. No hacía películas edificantes sino películas que respiraban de otra manera, que tenían otra temperatura emocional. En Memorias de África, donde enamoró a Meryl Streep en las sabanas de Kenia; El Señor de los Caballos, en la que curaba animales heridos con la paciencia de alguien que ha aprendido que algunas cosas no se arreglan, solo se acompañan; en El Río de la Vida convertía la pesca con mosca en un idioma secreto entre hermanos que no sabían hablarse de otra manera.

El activista
También fue un activista incansable. Luchó contra el cambio climático cuando todavía era políticamente incorrecto hacerlo, defendió las tierras públicas cuando el gobierno las quería vender al mejor postor, se opuso a la guerra de Vietnam cuando era joven y se opuso a la guerra de Irak cuando era viejo. Nunca fue un activista estridente: era más bien un activista elegante, que creía que los buenos también podían ganar de vez en cuando.
Su vida personal tuvo los altibajos de cualquier vida: se casó dos veces, tuvo cuatro hijos, perdió uno de ellos por una enfermedad súbita cuando tenía apenas dos meses. Esa pérdida lo marcó para siempre: después de eso, Redford se volvió más cuidadoso con las cosas que amaba, más protector, más consciente de la fragilidad de todo lo hermoso.
En sus últimos años, siguió actuando esporádicamente –Todo Está Perdido, donde pasaba casi toda la película solo en un barco naufragando, fue como una metáfora perfecta de la vejez, Kill Them Softly, en la que Brad Pitt decía esa frase que resume una época: “Estados Unidos no es un país: es un puto negocio“– pero se dedicó sobre todo a cuidar su refugio en Utah, a caminar por esas montañas que lo consolaron durante décadas, a ver crecer los árboles que él mismo plantó.
El hombre privado
Se murió como había vivido: sin grandilocuencia, sin drama, rodeado de las cosas que amaba. Se murió siendo todavía hermoso, siendo todavía bueno, siendo todavía ese hombre que nos hizo creer que los héroes existían y que podían tener nuestros miedos, nuestras ganas de hacer lo correcto incluso cuando lo correcto era lo más difícil.
Queda su cine, quedan sus montañas, queda Sundance como catedral del cine independiente. Pero sobre todo queda esa imagen: Robert Redford corriendo por las praderas de Utah, con el pelo al viento y esa sonrisa que prometía que todo iba a salir bien, que los buenos iban a ganar, que la belleza iba a salvarnos a todos. Era mentira, por supuesto. Pero qué mentira tan elegante.
Las 15 películas esenciales de Robert Redford
Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969)
La película que lo convirtió en leyenda, donde junto a Paul Newman redefinió el western convirtiéndolo en algo más cercano a una road movie existencial, con diálogos que sonaban como conversaciones reales entre amigos que se quieren y se conocen demasiado bien.
El Golpe (1973)
El reencuentro con Newman en una comedia de estafadores que funcionaba como una sinfonía perfectamente orquestada, donde cada personaje entraba en el momento exacto y Redford demostraba que podía ser gracioso sin dejar de ser peligroso.
Nuestros Años Felices (1973)
Junto a Barbra Streisand, una historia de amor imposible que era también un retrato de dos Americas que no logran entenderse: la del idealismo político y la de la belleza descomprometida, con esa escena final que todavía duele cuarenta años después.
El Gran Gatsby (1974)
Su interpretación de Jay Gatsby fue controvertida pero fascinante: demasiado hermoso para ser el nuevo rico desesperado de Fitzgerald, demasiado elegante para la vulgaridad del personaje, pero adecuado para mostrar cómo el sueño americano era una bella mentira de ojos azules.
Los Tres Días del Cóndor (1975)
Como analista de la CIA convertido en fugitivo, Redford navegó por un thriller paranoico sobre las conspiraciones del poder con una década de adelanto, demostrando que la elegancia podía convivir perfectamente con el terror de Estado.
Todos los Hombres del Presidente (1976)
Como Bob Woodward, el periodista que ayudó a derribar a Nixon, Redford logró que el periodismo de investigación pareciera tan emocionante como una película de espías, convirtiendo la búsqueda de la verdad en el más noble de los entretenimientos.
Un Puente Demasiado Lejos (1977)
En el reparto coral de esta épica bélica sobre el desastre de Arnhem, Redford era el mayor estadounidense que mantenía la compostura mientras Europa se desangraba, una lección magistral sobre cómo la presencia puede ser más poderosa que los diálogos.
Memorias de África (1985)
Dirigido por Sydney Pollack, Redford era el cazador que enamoraba a Meryl Streep en las sabanas africanas, pero también el hombre que entendía que algunos amores son demasiado grandes para ser poseídos, demasiado salvajes para ser domesticados.
Gente Corriente (1980)
Su debut como director, un Oscar que se ganó explorando los silencios de una familia de clase media estadounidense después de una tragedia, demostrando que sabía dirigir actores porque había sido dirigido por los mejores.
El Río de la Vida (1992)
Como director, convirtió la pesca con mosca en una metáfora sobre las formas del amor familiar, sobre cómo los hermanos pueden quererse sin entenderse, sobre cómo la naturaleza enseña lo que las palabras no logran explicar.
Propuesta Indecente (1993)
Junto a Demi Moore y Woody Harrelson, exploró los límites del amor y el dinero en una premisa que podría haber sido vulgar pero que Redford convirtió en una reflexión sobre el precio de la dignidad y la complejidad del deseo.
El Señor de los Caballos (1998)
Se dirigió a sí mismo en una historia sobre la curación, sobre hombres que hablan con los animales porque han perdido la capacidad de hablar con los humanos, sobre paisajes que consuelan mejor que cualquier terapia.
Quiz Show (1994)
Como director, diseccionó los inicios de la corrupción televisiva americana para mostrar cómo el entretenimiento puede convertirse en el más sutil de los venenos.
Todo Está Perdido (2013)
Su última gran actuación, casi en soledad absoluta, luchando contra el mar y la vejez con la dignidad de quien ha vivido bien y no le teme a morir igual, una película que funcionaba como testamento artístico sin saberlo.
Truth (2015)
En su papel del periodista Dan Rather, Redford cerró el círculo iniciado con Todos Los Hombres del Presidente: otra vez el periodismo como forma de resistencia, otra vez la búsqueda de la verdad como el más noble y peligroso de los oficios, pero esta vez desde la perspectiva de quien ha visto demasiado para mantener intactas las ilusiones.



