Una camioneta está estacionada en un páramo en el medio de la noche. Su ocupante permanece inmóvil, como si la canción que suena en la radio le recordara algo. Quizás sea su único momento de tranquilidad en mucho tiempo. Está esperando que amanezca para matar a su hermano. Comienza a cantar, casi si voz, como si fuera la primera vez que canta: Don’t hate me ‘cause i’m beautiful. La civilización colapsó 10 años atrás y solo se puede aspirar a un poco de dignidad. Ya no hay gente hermosa, sólo sobrevivientes. La canción es Pretty Girl Rock, de Keri Hilson, la película es The Rover y el actor es Robert Pattinson.
Una escena que busca estar más allá del relato, como si Pattinson dejara el personaje para recordarse a sí mismo qué está haciendo ahí, en un desierto inhóspito de Australia, haciendo una película a la que probablemente pocos prestarán atención. La respuesta es contundente: está ganándose el título de actor.
A Robert Pattinson le llegó la fama antes que el instinto. La saga Crepúsculo (2008-2012) fue una bomba pop, la fórmula química del éxito. Uno de esos triunfos instantáneos y vacíos que se terminan pareciendo a un estigma.
Pattinson buscó en el cine indie lo que el mainstream nunca le había dado: reconocimiento. Un millonario autodestructivo, un delincuente traicionado y otro adrenalínico, un pastor con exceso de testosterona, un condenado a muerte en el espacio, un marinero en un tour de force hacia la locura: las mejores actuaciones de su carrera están hechas de talento en toda su materialidad.
Personajes que se encuentran al borde de algún abismo mental y físico, cuya fragilidad emocional se traduce en excesos vitales o irreflexivos, en un nihilismo que será aplicado hasta el final. Figuras implosivas, en su camino de dejar de ser nadie, para empezar a ser nada.
Las primeras películas de Robert Pattinson
Sus comienzos como actor fueron toscos, unidimensionales: un chico lindo haciendo de chico lindo. Melancolía adolescente para consumo infanto-juvenil. Su debut como actor fue un debut fantasma: la única escena que rodó para Vanity Fair (Mira Nair, 2004) fue eliminada en el montaje final de la película. La edición en DVD fue más amable: se lo ve en pantalla, pero su nombre no figura en los créditos. Fue el púber-mago rival de Harry Potter (Globe of Fire, 2005, Order of the Phoenix, 2007), el vampiro lúbrico de Crepúsculo (Twilight), el músico fracasado de How To Be (Oliver Irving, 2008), un joven lleno de ira y tragedia en Recuérdame (Remember Me, Allen Coulter, 2010).
Robert Pattinson en las sagas Crepúsculo y Harry Potter
La saga Harry Potter le dio a Robert Pattinson lo que necesitaba: visibilidad. Crepúsculo le dio lo que no pidió: el apodo de RPatz, persecuciones de paparazzis y un ejército de fans.
El Cedric Diggory de Pattinson era una nota al pie en una historia que no le pertenecía. Un muchacho noble, lindo y valiente que moría para confirmar lo que ya sabíamos: que nadie está a salvo de Lord Voldemort. Su muerte prematura sirvió como profecía invertida de la carrera del actor: morir en un papel secundario para renacer como protagonista.
En Crepúsculo, Robert Pattinson construyó un vampiro salido del manual del romanticismo juvenil: un ser torturado por su propia naturaleza, incapaz de materializar su deseo. Edward Cullen era el descendiente pálido de Heathcliff o Rochester, un Byron para millennials que nunca leyeron a Byron. Pero Pattinson, entre esas insípidas líneas de diálogo, dejaba ver algo más: el tedio existencial de quien lleva cien años repitiendo el instituto.
Lo que podría haber sido el epitafio de la carrera de Robert Pattinson –cinco películas interpretando al mismo adolescente–, él convirtió Crepúsculo en un laboratorio de gestos mínimos. Un catálogo de frustraciones amorosas para uso de generaciones futuras. Mientras Hollywood lo convertía en una moda pasajera, él trabajaba en perfeccionar la mecánica de la contención: un actor aprendiendo a actuar dentro de una jaula contractual.
Robert Pattinson en Sin Límites (2008): Salvador Dalí, entre la atrofia cerebral y el deseo reprimido
Cuando Pattinson quiso hacer algo diferente lo hizo mal. Mientras la primera Crepúsculo estaba en postproducción, viajó a España para interpretar a una de las personas con más genio y carisma de la historia del arte: Salvador Dalí. Pattinson no desentona con lo que fue Sin Límites (Little Ashes, Paul Morrison, 2008), un film que quiso ser provocador y resultó un melodrama kitsch sobre tres de los personajes que marcaron la cultura española del siglo XX: Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca.
Pattinson confunde timidez con hipertrofia cerebral: su Dalí de 18 años es un ser al borde de la idiotez, un inadaptado social que mantiene un affaire secreto con el poeta mientras descubre su sexualidad errática y reprimida. Una actuación brusca e inexperta, mal trabajada, que borra los matices para dar un retrato deslucido de la personalidad compleja del pintor en su educación sentimental, en su incipiente carrera de freak profesional y talento desmedido.
Robert Pattinson en How to Be (2008): El manual del perdedor
Entre la fama naciente de Harry Potter y la explosión definitiva de Crepúsculo, Robert Pattinson hizo una pequeña incursión en el cine independiente británico que pasó desapercibida. How to Be (2008) es el eslabón perdido en su filmografía, el prototipo de lo que serían sus personajes futuros: hombres inseguros al borde de una crisis nerviosa.
Como Art, un músico frustrado que vive con sus padres y está convencido de que el mundo lo desprecia sistemáticamente, Pattinson se adelantó a su tiempo. Su personaje es el antecedente directo de lo que ahora llamaríamos un “doomer”, un joven paralizado por la ansiedad social y la certeza de su propia insignificancia.
La interpretación de Pattinson está construida desde la incomodidad física: Art nunca parece encajar en su propio cuerpo. Su postura es una continua disculpa por existir, sus brazos penden como apéndices inútiles, su rostro se contrae en muecas involuntarias. No habla; murmura. No camina; se arrastra. No mira; espía. Es la encarnación perfecta del fracaso como condición existencial.
Art es egocéntrico, autocompasivo, pasivo-agresivo, incapaz de asumir responsabilidades. Pattinson podría haber caído en la caricatura del inadaptado, pero nos muestra los momentos de lucidez entre crisis, los destellos de autoconciencia que hacen más dolorosa su parálisis vital.
How to Be fue ignorada por el público y recibida con frialdad por la crítica, pero vista hoy representa un experimento valioso en la carrera de Pattinson. Entre la sobreactuación y la sinceridad absoluta, entre el patetismo y la ternura, el actor encontró un tono que recuperaría años después en trabajos más maduros. Si en Good Time o El Faro exploraría los extremos de la desesperación masculina, aquí ensaya su versión más cotidiana y gris: la del hombre común que no encuentra su lugar en el mundo.
Robert Pattinson en Recuérdame (2010): Rebelde sin causa
Recuérdame (Remember Me) es la película que intentó demostrar que Robert Pattinson podía ser más que un vampiro adolescente. El resultado fue un melodrama donde el actor interpretó a Tyler Hawkins, un joven rebelde neoyorquino marcado por el suicidio de su hermano y la disfuncionalidad familiar derivada de esa tragedia.
Pattinson construye a Tyler desde lo físico: la postura ligeramente encorvada, los ojos siempre buscando el suelo, la sonrisa contenida que parece pedir disculpas por existir. Es un joven que vive en la cuerda floja emocional, entre la rabia hacia su padre –un Pierce Brosnan que representa el capitalismo deshumanizado de Wall Street– y el amor incondicional por su hermana menor.
El Tyler de Pattinson es una colección de clichés del cine indie que el actor logra elevar por momentos: fuma cigarrillos con intensidad dramática, escribe en un diario pensamientos que parecen aforismos de adolescente perturbado, se enamora de la hija de un policía que lo arrestó para completar su rebeldía. Pero hay algo auténtico en su dolor, en la forma en que cada interacción social parece costarle un esfuerzo sobrehumano.
La película culmina con una coincidencia histórica tan manipuladora como innecesaria que convierte lo que pudo ser un drama sobre el duelo en un espectáculo emocional de gusto dudoso. Pero incluso allí, en ese final tan Hollywood, Pattinson mantiene la dignidad de su personaje: un joven común atrapado en una fecha que la historia convertiría en extraordinaria.
Recuérdame fue el primer intento de Pattinson por escapar de la jaula del blockbuster, una transición necesaria hacia papeles más complejos. Como su personaje, el actor parecía estar buscando algo que aún no podía nombrar, pero que definiría su carrera posterior: la autenticidad en la interpretación del malestar contemporáneo.
Robert Pattinson en Agua Para Elefantes (2011): La mirada compasiva
En el circo de la Gran Depresión americana, entre la miseria dorada de los espectáculos itinerantes y la crueldad como sistema de supervivencia, Robert Pattinson encontró un personaje distinto: un hombre decente. Agua Para Elefantes (Water for Elephants, Francis Lawrence, 2011) fue el interludio romántico que el actor necesitaba después de la saga vampírica, una producción mainstream donde interpretar a un héroe convencional sin perder la dignidad interpretativa.
Como Jacob Jankowski, un estudiante de veterinaria que lo pierde todo y termina saltando a un tren de circo, Pattinson despliega una variante contenida del galán clásico. Su Jacob es un hombre entre dos mundos: la educación universitaria y el nomadismo circense, la moral de clase media y la ética ambigua de los espectáculos ambulantes. Entre esas tensiones, Pattinson construye un personaje que observa antes de juzgar, que absorbe el mundo extraño al que ha sido arrojado.
La clave de su interpretación está en la mirada. Jacob es, ante todo, un testigo. Sus ojos registran la magnificencia quebrada del mundo circense: la crueldad rutinaria de August (Christoph Waltz), la belleza triste de Marlena (Reese Witherspoon), y sobre todo, la dignidad imposible de Rosie, la elefanta maltratada que se convierte en eje emocional de la película. Sus escenas con Rosie tienen una ternura que contrasta con la rigidez emocional de sus papeles anteriores, como si el actor hubiera encontrado un personaje cuya sensibilidad no necesita ser reprimida.
El romance con Marlena podría haber sido el centro de su interpretación, pero Pattinson elige un camino más sutil. Su Jacob no es un seductor, sino un hombre que descubre el amor como se descubre una verdad científica: con asombro, con rigor, con cierta incredulidad. Frente a la volatilidad explosiva de Waltz, Pattinson opta por una presencia estable, casi telúrica, anclada en una bondad que el circo no logra corromper.
Es quizás su papel menos arriesgado, el más convencional en términos narrativos, pero también el que demuestra que Pattinson podía ser el centro de una producción romántica sin caer en los tics que lo habían hecho famoso en Crepúsculo.
Robert Pattinson en Bel Ami (2012): El seductor sin alma
La adaptación de la novela de Maupassant prometía la metamorfosis definitiva: Robert Pattinson, el vampiro romántico, convertido en Georges Duroy, el seductor amoral que trepa por la escala social parisina usando el cuerpo y la inteligencia de las mujeres que lo rodean. Una transformación que debía liberarlo del fantasma adolescente y confirmarlo como actor adulto. El resultado fue una criatura incómoda, atrapada entre la frialdad del cálculo y el fuego que el papel demandaba.
Duroy es un ex soldado colonial sin talento ni educación, pero con un instinto animal para detectar el poder. Con su belleza como única moneda de cambio, seduce y abandona mujeres cada vez más influyentes. Pattinson interpreta a este antihéroe con trazos inseguros, como si él mismo dudara de la credibilidad del personaje. Su Georges no es el depredador social que Maupassant describió, sino un oportunista desconcertado por su propio éxito, un extranjero perpetuamente incómodo en los salones parisinos que poco a poco conquista.
Cuando su personaje debería emanar el magnetismo irresistible que justifica su ascenso, Pattinson opta por una presencia casi fantasmal, como si Georges Duroy fuera un espectro que observa su propia vida desenvolverse según un plan que apenas comprende.
Frente a actrices del calibre de Uma Thurman, Kristin Scott Thomas y Christina Ricci, Pattinson parece por momentos un aprendiz. Su expresión perpetuamente asombrada, incluso cuando maquina sus traiciones, le da a Duroy una dimensión inesperada: la del impostor que teme ser descubierto en cualquier momento.
La transformación del personaje, de soldado hambriento a manipulador exitoso, no termina de completarse. El Bel Ami de Pattinson nunca llega a disfrutar plenamente del poder conquistado, como si el actor hubiera decidido cargar al personaje con un peso que la novela no contemplaba: la conciencia de su propia vacuidad.
En la escena final, cuando Duroy se casa con la hija de su antigua amante para sellar su triunfo social, Pattinson mira a cámara con una sonrisa que debería ser triunfal pero que resulta inquietante en su ambigüedad. ¿Es la satisfacción del arribista o la mueca desesperada de quien ha vendido cada gramo de su humanidad para llegar a la cima?
Bel Ami fue un experimento fallido en la carrera de Pattinson, pero revelador de sus limitaciones y virtudes como actor. Incapaz de encarnar la seducción cínica sin fisuras, logró darle a un personaje desalmado algo que no estaba en el guion: la sombra persistente de una conciencia infeliz. Un ejercicio imperfecto que, visto en perspectiva, anticipa lo que sería su especialidad futura: personajes que viven en el límite entre la monstruosidad y la redención imposible, seres cuya belleza exterior esconde un paisaje interior devastado.
Robert Pattinson encuentra su estilo actoral
Robert Pattinson en Cosmópolis (2012): El rostro del capitalismo terminal
El estilo expresivo lacónico y minimalista de Crepúsculo y Recuérdame funcionó con un director kamikaze y con una filmografía perturbadora como David Cronenberg. En Cosmópolis (2012) Robert Pattinson es Eric Packer, un genio del mundo de la tecnología y las finanzas que ve cómo el sistema se derrumba a su alrededor. Ha apostado todo su capital a la suba del Yen, y a pesar de las amenazas y las protestas callejeras, Packer tiene un objetivo: cortarse el pelo.
Para eso recorre una ciudad caótica que arde de descontento mientras tiene reuniones en su limusina con su amante, con su jefe de programación, de inversiones, con su esposa, con su médico -que le hace un examen de próstata ambulante-, hasta el encuentro final con un ex empleado resentido que quiere asesinarlo.
Pattinson hace un papel tan hermético como la película, otorga imprevisibilidad a un personaje con motivaciones poco claras pero definidas. Una crónica del fin de una era, en la que demuestra que puede actuar con solo una máscara de sobriedad cuando lo irracional es el fundamento de todo lo que acontece en el film.
Robert Pattinson en Polvo de Estrellas (2014): El testigo silencioso
Cronenberg volvió a llamarlo para Polvo de Estrellas (Maps to the Stars, 2014), en la que invierte su rol: Jerome es un chofer de limusinas que conoce en uno de sus recorridos a una esquizo que vuelve a Los Ángeles para redimir su pasado, cuando prendió fuego a su casa en una ceremonia incestuosa con su hermano menor. Un ácido retrato de Hollywood, de sus obsesiones por la fama y el cuerpo, en el que Pattinson, en su papel secundario, repite un gestualidad cercana a la inexpresión, pero capaz de demostrar ingenuidad y ambición de un outsider que busca su lugar en un ambiente perverso, que devora toda inocencia para mantener su mito.
Para 2014, Robert Pattinson todavía no es un actor completo. Un mismo molde interpretativo para personajes que a su vez tienen cosas en común: se desarrollan en un ambiente hostil, tienen secretos que guardar, viven en una marginalidad viscosa y juvenil.
El vampiro contranatura que no mata personas de Crepúsculo, el pintor en la España conservadora de los años ’20 de Sin Límites, el bohemio enfrentado a su padre corporativo de Recuérdame, el cirquero veterinario de Agua Para Elefantes, el multimillonario aislado del mundo exterior de Cosmópolis, el escritor que vive la cultura de la celebridad desde el volante de un auto de lujo en Polvo de Estrellas.
Robert Pattinson en The Rover (2014): Fragmentos de humanidad en el fin del mundo
Esa experiencia es llevada al extremo en The Rover (David Michôd, 2014), un western post apocalíptico en el que Robert Pattinson interpreta a Rey, un delincuente que es abandonado por sus compañeros tras un intento de robo. Pattinson amplía su registro con un personaje embotado y algunos tics, que no es muy lúcido, está malherido y quiere darle sentido a una vida que ha perdido todo significado. Ese sentido se lo da Eric (Guy Pierce), que lo manipula para que lo ayude en una venganza personal, entre los que se encuentra el hermano de Rey.
Si con Dalí había llevado este recurso hasta lo grotesco, aquí encuentra un equilibrio que hace creíble el desorden sináptico y emocional de Rey y que se traduce en desesperación y torpeza. Funciona como complemento de Pierce, pura determinación y racionalidad, una figura paterna para un Rey que es un sobreviviente a la segunda potencia: al crack económico que hizo desaparecer a la civilización y a la traición de su familia, y que necesita un guía en la nada de lo que queda del mundo: ser el perro de alguien.
Robert Pattinson en Life (2015): Retrato de una obsesión
Si en Recuérdame había sumado simpatía a un personaje marcado por la tragedia y en The Rover había crecido como actor al mostrar una figura desesperada y en estado salvaje, en Life (Anton Corbijn, 2015) Robert Pattinson vuelve a su marca registrada: la mirada baja, la sonrisa forzada de la timidez de alguien que se siente incómodo fuera de su hábitat privado.
Life parece una biopic sobre el ícono juvenil de los 50’s, James Dean, pero es otra cosa: la relación entre el arte y la vida. Pattinson es Dennis Stock, un fotógrafo free lance que vive en Los Ángeles haciendo fotos de estrellas de cine. Alfombra roja y conferencias de prensa. Tiene un hijo en Nueva York y una idea fija: la exhibición de su trabajo en una galería de arte.
Cuando conoce a un desconocido Dean (Dan DeHann), que está a punto de estrenar su primera película –Al Este del Edén (Elia Kazan, 1955)-, Stock ve algo: una figura trágica, la próxima revelación de Hollywood, una oportunidad. De allí en más tienen una relación que oscila entre la amistad y la sospecha, entre el perseguido y su perseguidor, entre el fotógrafo y su objeto.
La película funciona como un tándem: Dean es demasiado artista como para tomarse en serio, Stock se toma demasiado en serio su faceta de artista. Robert Pattinson hace el retrato de una obsesión, con la sensibilidad suficiente como para mostrar a un hombre que se mueve entre la seguridad y la duda, la intensidad y la resignación, pero siempre transitando lo indecible de la mirada.
Robert Pattinson como actor secundario
En sus papeles de relleno cumplió con el trabajo aunque sea poco, aunque no aporte nada a la trama y sí a la taquilla. Un nombre en un afiche.
Robert Pattinson participó como el mítico Lawrence de Arabia en La Reina del Desierto (Queen of the Desert , 2015), de un irreconocible Werner Herzog intentando una épica feminista en el exotismo de Egipto; como un proto nazi en la oscura La Niñez de un Líder (The Childhood of a Leader, Brady Corbet, 2015); como el ingenioso heredero del trono de Francia, de muerte prematura en el duelo entre caballeros más triste de la historia del cine en The King (David Michôd, 2019); en Esperando a los Bárbaros (Waiting for the Barbarians, Ciro Guerra, 2019), como un militar colonialista opacado por el sadismo del general de Johnny Depp.
Robert Pattinson en La Reina del Desierto: Lawrence de Arabia revisitado
En Queen of the Desert, Werner Herzog intentó capturar la épica feminista de Gertrude Bell en el desierto con un reparto estelar. Robert Pattinson aparece brevemente como T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, una figura que Peter O’Toole había elevado a nivel de icono pop.
Lejos de imitarlo, Pattinson opta por un Lawrence más contenido, casi irónico. Su interpretación es un boceto rápido pero efectivo: un hombre que se siente cómodo en el desierto y en la piel de un extranjero. En las pocas escenas que comparte con Nicole Kidman, Pattinson demuestra una química peculiar, como si ambos personajes compartieran un secreto sobre el desierto que los demás occidentales jamás comprenderían. Un trabajo menor en su carrera, pero que anticipa su capacidad para trabajar en figuras históricas sin caer en la caricatura.
Robert Pattinson en La Niñez de un Líder: El fascista emergente
Brady Corbet (que en 2025 se consagraría con El Brutalista) dirigió La Niñez de un Líder, una oscura fábula sobre el nacimiento del fascismo europeo, y Robert Pattinson interpretó un papel doble: el amigo del padre del protagonista y, en un giro final, el mismo dictador en que se convertirá el niño.
Su presencia es mínima pero perturbadora. Como amigo de la familia, es un diplomático enigmático, posiblemente amante de la madre, una figura que contamina la inocencia del hogar con su mera presencia. Como dictador adulto, en los minutos finales, Pattinson ofrece una transformación física sorprendente: su rostro anguloso se torna más duro, sus ojos más fríos. Sin apenas diálogo, es la mirada del totalitarismo: vacía de empatía, llena de certezas absolutas.
Robert Pattinson en El Rey: La provocación aristocrática
Robert Pattinson convirtió un papel menor de El Rey en un ejercicio de exceso calculado: un futuro rey francés que parece sacado de un cuento gótico.
El Luis de Pattinson es una creación desconcertante. Con una peluca rubia, el acento francés exagerado hasta el absurdo y una gestualidad que se mueve entre la amenaza y la parodia, es un antagonista que no necesita ganar batallas porque ya ha ganado la guerra de la provocación.
En su confrontación verbal con el joven Enrique V (Timothée Chalamet), Pattinson despliega un arsenal de insultos shakespearianos modernizados, pronunciados con un deleite casi sensual. Su Luis es un ser que convierte la diplomacia en teatro y la amenaza en seducción.
Una interpretación de deliberada artificialidad. Mientras el resto del elenco trabaja en clave de realismo histórico, Pattinson parece haber escapado de otra película, quizás de un universo donde la Historia es contada por un bufón. Pero este anacronismo quizás no sea un error, sino una elección que subraya la naturaleza construida de la monarquía y el poder.
El destino de su personaje es tan extravagante como su presentación: morir en el barro de Agincourt, humillado en un duelo que podría ser la antítesis de cualquier ideal caballeresco. Pattinson transforma esa muerte deslucida en un momento de extraña intimidad, como si el Luis, en su último aliento, entendiera finalmente la broma cósmica de la que ha sido parte.
Robert Pattinson en Esperando a los Bárbaros: El militar implacable
En esta adaptación de la novela de J.M. Coetzee, Robert Pattinson interpreta al Oficial Mandel, un militar colonialista al servicio del Imperio innombrado. A pesar de compartir pantalla con el Coronel Joll de Johnny Depp –un villano de crueldad refinada–, Pattinson consigue hacer memorable a Mandel como una versión joven del imperialismo.
Su Mandel es un burócrata de la tortura, un hombre que ejecuta órdenes con la frialdad de quien ha interiorizado la deshumanización del otro. Hay algo en su postura militar, en la rigidez de sus movimientos, que contrasta con la fluidez de sus trabajos anteriores. Pattinson compone a Mandel como una máquina perfectamente calibrada para la violencia institucional, un engranaje pulido del sistema colonial que solo al final, ante la resistencia ética del Magistrado (Mark Rylance), muestra un atisbo de duda. Un papel secundario que confirma su capacidad para despojarse de cualquier rastro de vanidad actoral cuando el personaje lo requiere.
Robert Pattinson se reinventa como actor
Robert Pattinson en Z, la Ciudad Perdida (2016): El científico fiel
Robert Pattinson brilla en Z, la Ciudad Perdida (The Lost City of Z, James Grey, 2016), un viaje al corazón de las tinieblas del Amazonas a principios del siglo XX. Es la historia del coronel británico Percy Fawcett (Charlie Hunnam), un explorador al servicio de la corona que deja de estarlo para ponerse al servicio de sí mismo, de su obsesión: encontrar la ciudad perdida, cuna de la cultura originaria de América del Sur. Pattinson interpreta a Henry Costin, un científico medio alcohólico que es contratado por Fawcett como asistente.
Pattinson llena de humanidad a Costin, un hombre perdido que encuentra lo que necesitaba: un ideal. Funciona como contrapunto a la rigidez tan british de Hunnam, dando flexibilidad a las emociones en el vaivén existencial de la travesía. Z, la Ciudad Perdida es una épica sin la locura megalómana de Aguirre o Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1972, 1982) o la entropía de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), pero que en su sobriedad llega a mostrar lo desmesurada que puede llegar a ser la ambición humana.
Robert Pattinson en Good Time (2017): La adrenalina desesperada
Festival de Venecia, 2014. Luego de ver el estreno de Heaven Knows What (Ben y Josh Safdie) -una estética documental cercana al primer Casavetes, al Dogma 95, a los hermanos Dardenne: puro realismo sucio sobre la decadencia yonki en la Nueva York contemporánea-, Robert Pattinson no lo dudó. Se contactó con los directores para que lo tuvieran en cuenta para su siguiente proyecto. Tres años después estaba interpretando a Connie Nikas, el primer trabajo en el que está inmenso, en el que desborda la pantalla con el pulso anfetamínico de un delincuente en el límite de todo, en un viaje a lo profundo de la marginalidad.
Good Time (Ben y Josh Safdie, 2017) es tensión a 24 fotogramas por segundo. Una película punk, llena de ansiedad, en la que Pattinson se pone la máscara de sordidez que la falta de sueño, las drogas caseras y las malas decisiones provocan en los expulsados del sistema. Connie es una figura paterna impulsiva, que cuida a su hermano Nick (Ben Safdie), que tiene problemas mentales.
El tratamiento psicológico pone nervioso a Nick, pero Connie tiene su propio método terapéutico para el narcisismo deprimido de su hermano: robar un banco. No hay planificación, solo actitud. El robo es bizarro -con guiños a Dog Day Afternoon (Sidney Lumet, 1975)-, y Nick termina en el hospital herido y arrestado. Su hermano va a intentar rescatarlo, pero libera a otro internado por accidente, mientras es buscado por la policía.
Un ejercicio fílmico nervioso, sin centro de gravedad, pero con el alma puesta en un Connie arrebatado, que conjuga toda su torpeza y lealtad en un coctel de autoconfianza, paranoia y exaltación. Una versión urbana y desacomplejada del Rey de The Rover: el mismo instinto de supervivencia, el mismo camino a la perdición, pero con una seguridad en sí mismo a prueba de toda racionalidad.
Robert Pattinson en High Life (2018): El condenado espacial
La versión espacial y anestesiada de Rey la hace en High Life (Claire Denis, 2018), un film extraño, de una serenidad inquietante, que transcurre en en el vacío infinito del universo. Si Good Time era una onda expansiva que buscaba el vértigo de la experiencia cinematográfica, High Life es todo lo contrario: un film sci-fi de engañosa pasividad, lleno de preguntas sin respuesta sobre el acto de vivir, la reproducción de la especie y la búsqueda de perpetuidad.
A un grupo de presos condenados a muerte se les cambia la silla eléctrica por una nave espacial: un escuadrón suicida con la misión de extraer energía de un agujero negro. No hay pasaje de vuelta, pero ellos no lo saben. Robert Pattinson interpreta a Monte, el único sobreviviente de la tripulación, que resiste el tiempo por un motivo: su hija Willow, nacida en el espacio por los experimentos de inseminación artificial de la mad doctor de Juliette Binoche.
Pattinson logra una conexión emocional con la niña que sostiene toda la película, le da un aura de tranquilidad frágil a un personaje que pelea en una batalla perdida y hace de esta oscura odisea espacial una reflexión sobre las fronteras del cuerpo, un retrato de la conservación bajo la amenaza del olvido.
Robert Pattinson en Damisel (2018): Parodia del héroe romántico
Damisel (David y Nathan Zellner, 2018), es un evidente western y una dudosa comedia, en la que Robert Pattinson hace nuevamente pareja con Mia Wasikowska -con la que había trabajado en Maps to the Stars-. Samuel Alabaster es un cowboy intolerante al whisky y un pony como caballo. Quiere rescatar a su prometida de un supuesto rapto, que es menos un secuestro que una escapada con un polvoriento bad boy.
Pattinson exagera el acento sureño hasta deformarlo -el antecedente desprolijo del tono perfecto del pastor de The Devil All the Time (El Diablo a Todas Horas)– pero parece amenazante en su enamoramiento y obstinación. Una papel deslucido, en el que no queda claro dónde termina la parodia y comienza la sobreactuación.
La consagración de Robert Pattinson como actor
Robert Pattinson en El Faro (2019): Descenso a la locura
Como había ocurrido con los Safdie, Robert Pattinson llamó al director Robert Eggers después de ver The Witch (La Bruja, 2015) en el Festival Sundance. El resultado es un monumento al terror psicológico: The Lighthouse (El Faro, 2019).
Si Willem Dafoe como Thomas Wake es una fuerza viva que conjuga superstición, alcohol y desprecio, Pattinson como Ephraim Winslow hace una actuación de combustión lenta, en el gradual descenso a la locura de un hombre que solo quiere hacer su trabajo. Winslow huye de su pasado, Wake está atrapado en él. El joven aprendiz es humillado una y otra vez por el viejo marinero. Y el ron -y luego el querosene- como único remedio para anestesiar la soledad.
Eggers hace de su película un teatro de la crueldad asfixiante. Pattinson y Dafoe aumentan el coeficiente de rareza del film, en el duelo de dos almas rotas en la no man’s land de una isla desierta. Los intercambios confesionales, las explosiones de camaradería alcohólica, las fantasías masturbatorias, son solo la superficie de un clima de amenaza inminente que se filtra por los agujeros del relato, que Pattinson traduce en agonía mental, en violencia resentida, en el viaje sin retorno a la nada de la razón.
Robert Pattinson en Tenet (2020): El agente imposible
Christopher Nolan necesitaba un rostro que no traicionara al tiempo, que pudiera ser futuro y pasado en el mismo instante, una máscara de elegancia británica con conocimientos del fin del mundo. Así llegó Neil, el personaje de Robert Pattinson en Tenet (2020).
Neil es Virgilio en el infierno cuántico: un guía que sabe más de lo que cuenta y que conoce el final antes del principio. La cámara lo sigue mientras él conduce a John David Washington por un juego de espejos donde el efecto precede a la causa. Y Pattinson logra hacer creíble la psicodélica trama de Nolan con una naturalidad que desafía la complejidad del guion.
Hay algo en su Neil que recuerda a la sobria eficiencia de Costin en The Lost City of Z: ese compañero de aventuras que conoce mejor el mapa que el protagonista. Pero Pattinson añade capas: la certeza de quien tiene información privilegiada, la melancolía de quien conoce el desenlace trágico de su propia historia, la lealtad inquebrantable que trasciende la línea del tiempo.
En medio de una película donde los autos se desplazan marcha atrás y las balas regresan a las pistolas, Pattinson es el ancla emocional. Sus breves sonrisas, sus miradas prolongadas, la calma con que explica lo inexplicable: todo en él está calculado para humanizar lo inhumano.
Robert Pattinson en El Diablo a Todas Horas (2020): El pastor depredador
El Diablo a Todas Horas (The Devil All The Time, Antonio Campos, 2020), es un gótico ubicado en el sur profundo de Estados Unidos, habitado por personajes perturbados por la fe en un Dios silencioso que hace lo que toda superstición: fingir que permite lo que no puede evitar. Robert Pattinson es Preston Teagardin, un joven reverendo que llega a Ohio para guiar la moral del pueblo, pero prefiere guiar a las púberes a tener línea directa con el Creador a través de él.
Pattinson llena de perversión, desprecio e hipocresía a un personaje que causa rechazo desde su primera aparición, cuando da un encendido sermón sobre la dignidad de la pobreza que se parece mucho a la humillación.
Robert Pattinson en The Batman (2022): El detective nocturno
Robert Pattinson llegó a The Batman cuando nadie lo esperaba. Entre el Caballero Oscuro y Pattinson había una distancia que parecía insalvable: el primero, un millonario con complejo de dios; el segundo, un actor que había dedicado una década a interpretar a seres frágiles e implosivos. Pero Matt Reeves vio lo que otros no: que el mismo actor que podía romperse en cámara lenta en Good Time podía cargar con el peso mitológico del vigilante de Gotham.
El Bruce Wayne de Pattinson no es el playboy millonario que finge ser irresponsable. Es un recluso que escribe en un diario como si fuera un adolescente gótico. Un hombre que apenas puede soportar las obligaciones sociales de su apellido, que prefiere la oscuridad de la noche y el contacto con el submundo de su ciudad.
Pattinson encarna a un Batman en su segundo año como vigilante, todavía torpe, todavía imperfecto. Un detective novato que tropieza y sangra, que se lanza desde edificios con torpeza controlada. Su interpretación recupera lo que el mito original tenía de perturbador: un hombre vestido de murciélago que procesa el trauma a través de la violencia ritualizada.
Lo notamos desde los primeros minutos. La mirada febril debajo del maquillaje negro, como si Bruce Wayne fuera el disfraz y Batman la verdadera identidad. El cuerpo contraído, siempre tenso, como si cada músculo estuviera preparado para el golpe inevitable. La voz modulada en un registro grave pero contenido, sin caer en la caricatura.
Robert Pattinson añade a Batman lo que nadie antes había logrado: el aura de un adicto: a la adrenalina, a la venganza, al miedo que provoca. Y también, un hombre al borde de un colapso, que apenas puede contener sus demonios internos. En esa línea fina entre la heroicidad y la patología, Pattinson construye un Batman para el siglo XXI: un héroe que duda de sus propios métodos y cuya única salvación parece ser abandonar la venganza y abrazar la esperanza.
Robert Pattinson en Mickey 17 (2025): Variaciones sobre la muerte y la identidad
Con Mickey 17, Robert Pattinson vuelve a demostrar su talento para elegir proyectos donde la identidad se diluye. Bajo la dirección de Bong Joon-ho, el actor interpreta a un “prescindible”, un empleado contratado para morir en misiones suicidas cuya conciencia es transferida a un nuevo cuerpo. Cada versión de Mickey tiene los recuerdos de sus predecesores, un archivo vivo de muertes que solo él conoce.
En esta fábula disfrazada de sci-fi, Pattinson multiplica por diecisiete lo que ya había ensayado en El Faro o High Life: la fragmentación mental de un hombre atrapado en circunstancias extremas. Pero lo hace con ligereza, como si hubiera aprendido que el horror existencial puede coexistir con el humor negro.
Pattinson utiliza sutiles variaciones performativas. Cada Mickey tiene un rasgo distintivo, una cicatriz emocional diferente. Hay un Mickey cobarde, otro temerario, uno estratega, otro impulsivo. Todos conviven en una coreografía interpretativa que consolida la reputación de Pattinson como uno de los actores más versátiles de su generación.
En Mickey 17, Pattinson logra hacer que nos preguntemos si la humanidad reside en el cuerpo o en la conciencia que lo habita.
Como Robert Redford, Leonardo DiCaprio o Brad Pitt, Robert Pattinson pudo salir de las etiquetas fáciles y la subestimación general del cine mainstream eligiendo papeles exigentes, ampliando su registro actoral y mostrando gran sensibilidad para interpretar todo un inventario de figuras de distinto calibre. De vampiro a murciélago, de chico lindo a experimento genético, Pattinson es un actor que aprendió a hacer de la fragilidad su fuerza y que ha transformado el estigma inicial en un sello personal.
En una industria obsesionada con los cuerpos perfectos y los gestos grandilocuentes, Pattinson representa la anomalía necesaria: un intérprete que confía en el silencio y en la incomodidad como materiales de construcción. Un hombre que hace del extrañamiento su método y del riesgo una constante. Robert Pattinson es uno de los actores contemporáneos más interesantes de Hollywood, uno de los pocos capaces de entregarse por completo al personaje, buscando en él una sombra de eternidad.