Jennifer Lawrence se arrastra por el piso como una leona herida y Robert Pattinson la mira con la sonrisa de un tipo que acaba de entender que se equivocó de vida. En Matate, Amor (Die My Love), Lynne Ramsay no filma una historia de amor: filma su hemorragia. Cada plano es una descarga eléctrica, cada gesto un intento de escapar del cuerpo. El resultado es una película en estado de combustión permanente: el retrato de una mujer que se niega a desaparecer, que muerde, grita, sangra y respira como si amar fuera una declaración de guerra.
Matate, Amor adapta la novela de Ariana Harwicz, cambia la campiña francesa por el oeste norteamericano y convierte el flujo de conciencia literario en un huracán sensorial de 35 milímetros. Ramsay filma en formato 1:33:1, ese cuadrado claustrofóbico que Polanski usó para Repulsión o Żuławski para Possession, y que acá también funciona como una trampa visual de la que nadie va a salir entero.

Matate, Amor: Jennifer Lawrence, maternidad y locura
Matate, Amor empieza en silencio, y ese silencio es una amenaza. En una casa vacía, una pareja recorre los ambientes como si estuviera midiendo su propio destino. Grace (Lawrence) y Jackson (Pattinson) acaban de llegar desde Nueva York para instalarse en el campo. Todavía creen que el amor y el sexo salvaje alcanzan para construir una vida. Pero lo que parece un nuevo comienzo es, en realidad, una cuenta regresiva. Ella es escritora, él músico. Ninguno de los dos va a escribir ni a tocar nada. Lo que sí van a hacer es casarse, coger, tener un bebé y matarse lentamente.
Ramsay no narra una caída sino la experiencia física de caer. La directora escocesa convierte el relato en una espiral de imágenes, de sonidos, de respiraciones descompasadas. Grace y Jackson se aman, se desean, se odian. Con el hijo llega el apocalipsis doméstico. No es solo depresión posparto sino algo más oscuro, más grande, más atávico. La película no está interesada en explicar lo que le pasa a Grace porque Grace misma no puede explicarlo. El cuerpo que cambia, el deseo que se apaga, la sensación de estar atrapada en una vida que ya no le pertenece.
Matate, Amor se instala en el límite entre el drama y la pesadilla. Ramsay trabaja con los restos de lo real: fragmentos, saltos, pensamientos. No hay continuidad, hay pulso. Cada plano parece girar sobre sí mismo, como si la cámara también estuviera perdiendo el equilibrio. Grace se desarma frente al espejo y frente a su deseo. Masturbarse, beber, gritar, meterse en ropa interior en una pileta llena de niños son gestos de supervivencia, pequeñas formas de decir que todavía está viva.
Con Matate, Amor, Ramsay deconstruye el mito del “drama femenino” del cine sobre la esposa que se deprime, la madre que se culpa, la mujer que necesita ser salvada. Grace no quiere salvación. Su locura es una manera de existir. Jennifer Lawrence es la crisis en forma de mujer. No hay control ni distancia: su cuerpo es el guion. Se mueve como si cada gesto fuera una forma desesperada de volver a sentir.

Robert Pattinson: La pasividad como forma de violencia
Jackson es la otra cara del encierro. Robert Pattinson sostiene todo el peso del hombre que no está a la altura. Su personaje es encantador, guapo, sonriente, completamente inútil. No es un monstruo sino un hombre que no sabe qué hacer con el deseo de su esposa ni con su propio agotamiento. Él también está perdido, también está tratando de sobrevivir, también está aterrado por lo que está pasando. La diferencia es que él puede escaparse, salir, tomarse una cerveza en un bar.
En su pasividad, Jackson revela la otra violencia del matrimonio, la del que no ve, la del que no puede nombrar lo que ocurre frente a él. Entre ambos se despliega una coreografía de desgaste: se buscan, se evitan, se hieren, se perdonan. Te amo, te odio, dame más.
La madre de Jackson, Pam –Sissy Spacek breve, filosa–, tampoco ayuda. Es la matriarca de una familia rota que crió a un hijo incapaz de hacerse cargo de nada y ahora mira el colapso de Grace con la distancia de quien ya pasó por su propio infierno privado y no tiene energía para otro.
Matate, Amor también tiene momentos de ternura mínima: una mirada compartida de Grace con el suegro con demencia (Nick Nolte), una canción que bailan con Jackson como si no hubiera mañana. Pequeñas pausas que no alivian sino que hacen más evidente la distancia. Grace no está sola, pero no pertenece a nadie. La maternidad la devora. Su lucidez es insoportable, porque entiende demasiado bien lo que está perdiendo. Ramsay evita la trampa del diagnóstico –no habla de depresión posparto ni de enfermedad mental– para centrarse en la vivencia: el desmoronamiento como estado del cuerpo.

Matate, Amor: Lynne Ramsay y el fuego de la conciencia
La fotografía de Seamus McGarvey encierra a los personajes en un formato cuadrado que muestra un mundo sin horizonte, una casa que se convierte en prisión. La naturaleza, en lugar de ofrecer escape, devuelve su propio reflejo: el bosque, los animales, la tierra se vuelven extensión del cuerpo de Grace.
El sonido es otra forma de descontrol. Zumbidos, respiraciones, ruidos domésticos amplificados hasta la distorsión. La banda sonora –en la que se cuela John Prine, Joy Division y un country melancólico que parece venir de otra vida– funciona como un diario emocional. Ramsay no busca belleza sino intensidad. En esa insistencia, el film se vuelve físico.
Matate, Amor se inscribe en una genealogía del cine sobre la locura femenina, pero desde otra perspectiva. No es Betty Blue ni Blue Valentine ni Mother!: es otra cosa, más física, más sucia, más feroz. Es Possession sin Lacan, Repulsión con dientes y furia. Ramsay tampoco erotiza el sufrimiento ni lo convierte en símbolo. Lo deja ser: incómodo, contradictorio, animal.
En un cine saturado de explicaciones, Matate, Amor apuesta por el exceso. Es una película que se expone y se quema. Lawrence y Ramsay trabajan con la misma energía: la del cuerpo en erupción. Grace imagina, recuerda, delira. Un amante, una fuga, un incendio. Todo es posible, todo puede ser alucinación. No hay retorno a la razón porque la cordura nunca fue el punto de partida. Ramsay filma la continuidad entre el deseo y la violencia, entre la vida y la destrucción. Lo que queda es el eco de una voz que no puede callarse, una mujer que se niega a obedecer.
En definitiva, lo que arde en Matate, Amor no es el fuego de la locura, sino el de la conciencia. Esa lucidez insoportable de quien entiende que el amor, cuando deja de ser elección, se vuelve una forma sofisticada de prisión. Y que a veces, para sobrevivir, hay que prender fuego a todo –incluso a uno mismo.



