Un restaurante lleno de espejos, copas, gente que se aplaude a sí misma. Jake Friedkin, dueño del lugar y de la ilusión de tenerlo todo bajo control, pronuncia un discurso de pertenencia, de comunidad, de familia. Un instante después, dos encapuchados entran con armas y convierten el lugar en el escenario de una pesadilla. Entre la celebración y el desastre no hay transición. La escena inicial de Black Rabbit –la miniserie de 8 episodios de Netflix– condensa lo que viene: nadie manda del todo en Nueva York. Ni siquiera en su propia vida.
La estructura de la serie es conocida: empezar por el final, volver atrás y dejar que la narración complete los huecos hasta alcanzar otra vez el punto de partida. La pregunta ya no es qué va a pasar, sino cómo se llega hasta ahí. La tensión está en el camino. Y es un camino lleno de mentiras, traiciones y miserias personales.

Black Rabbit: Un thriller familiar en el corazón de Nueva York
En el centro, los hermanos Friedkin: Jude Law como Jake, el emprendedor obsesivo que administra, atiende y duerme en su bar/restaurant Black Rabbit –”Los restoranes son la discotecas de los adultos”–, esperando que la reseña del New York Times determine su futuro. Su objetivo es transformar su nombre en marca, en escalar en la jerarquía de una ciudad que nunca perdona. Frente a él aparece Vince, el hermano pródigo que regresa arruinado de Reno, cargado de deudas y de cinismo. Jason Bateman lo construye como un estafador encantador, una mezcla de resentimiento y labia, alguien que puede arruinarte mientras te convence que te está haciendo un favor.
Dos hermanos que compartieron sueños y fracasos, que construyeron juntos el Black Rabbit y se separaron por razones que ya no importan. Jake lo recibe, lo aloja, lo reincorpora. La necesidad de personal en el bar sirve de excusa, pero lo que se activa es algo más viejo: la imposibilidad de cortar con el lazo de sangre, aunque ese lazo te arrastre siempre hacia abajo. La serie juega con esa adicción mutua: Vince no sabe vivir sin la contención de su hermano; Jake no sabe negarle nada aunque le cueste todo.
El mundo alrededor funciona como coro. El personal del restaurante, los inversores, los clientes que encarnan la fauna de Manhattan, las redes del juego y las apuestas clandestinas. Aparecen figuras laterales que abren posibilidades –la bartender desaparecida, el socio desplazado, la hija tatuadora, mafiosos liderados por un mudo–, pero todo gira en torno a los hermanos Friedkin. La pregunta es cuánto pueden resistir antes de hundirse juntos.
En la superficie, Black Rabbit repite la fórmula del antihéroe. La televisión de las últimas dos décadas construyó un panteón de personajes moralmente ambiguos, de Tony Soprano a Walter White, de Marty Byrde a Dexter Morgan. Lo que los diferenciaba era la capacidad de generar fascinación incluso en medio de sus miserias. Aquí, la balanza se inclina demasiado hacia el rechazo. Vince es aprovecha cada debilidad ajena y cualquier intento de redención llega tarde. Jake oscila entre el sacrificio y la corrupción, sin que quede claro si es un oportunista más o un hombre desbordado.
Lo que tiene Black Rabbit es atmósfera. La dirección de Jason Bateman, Laura Linney y Justin Kurzel aporta climas tensos, oscuros, casi pegajosos. El restaurante es un microcosmos: empleados que confunden lealtad con supervivencia, inversores que creen comprar amigos, clientes que se convierten en decorado de un espectáculo social. Nueva York aparece filmada como un territorio peligroso, donde todo resplandece antes de hundirse en para siempre en las sombras.
Jude Law aporta solidez. Su Jake nunca termina de definirse. Su arco oscila entre el empresario ambicioso y el padre agobiado, entre el seductor y el hombre común que sobrevive como puede. Nuca sabemos si es un egocéntrico disfrazado de líder generoso o una víctima de las circunstancias. Bateman, por su parte, encuentra un territorio cómodo: Vince es un catálogo de defectos, mentiras y compulsión destructiva.
El título, Black Rabbit, remite tanto al bar como a la metáfora del agujero por el que los personajes caen sin remedio. El nombre promete un descenso, una transformación, una mirada a lo oculto. Lo que se ofrece es un bucle de excesos, deudas y traiciones. El conejo negro es el reverso de Lewis Carroll: no conduce a un plano psicodélico, sino a la realidad intensificada de los callejones laterales de Nueva York.
Black Rabbit se sostiene por la solidez de su elenco, por la densidad visual que imprimen sus directores, por algunos diálogos que muerden. La serie no fracasa, pero tampoco se anima a ser más y se desgasta cuando confunde oscuridad con profundidad, cuando cree que repetir el desastre lo hace más trágico. La pregunta que queda flotando no es quién sobrevivirá al asalto inicial, sino por qué seguimos atrapados en este agujero.
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