Crítica Belén: Un país en el cuerpo de una mujer

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La película de Dolores Fonzi reconstruye el caso Belén como una historia que empieza antes del juicio: en un cuerpo que duele, en un sistema que desconfía y en una justicia que condena antes de preguntar.

Belén no empieza en un hospital. Empieza mucho antes: en cualquier baño, en cualquier mujer que siente un dolor que no entiende, en cualquier guardia donde alguien te mira la ropa antes que los síntomas. Empieza en la cadena de prejuicios que decide quién merece ser escuchada y quién será culpable. En la idea de que una mujer debe haber hecho algo, incluso cuando no hizo nada.

La película de Dolores Fonzicandidata argentina al Oscar 2026– está construida sobre un caso real: en la Argentina de 2014, Julieta ingresa a un hospital tucumano con dolores agudos, con la respiración partida, sin saber que está embarazada. Sufre un aborto espontáneo. Pero lo que debería ser un procedimiento médico se convierte en un operativo policial. Belén se instala en esa zona donde las preguntas no buscan respuestas sino culpables, donde el sistema no busca justicia sino pobres a quienes castigar.

El cuerpo de Julieta (Camila Pláate) –Belén para preservar su identidad cuando el proceso se convierte en causa pública– es el campo de batalla donde se decide una versión de la historia: no importa lo que dice, no importa lo que siente, no importa que esté sangrando. Importa lo que creen de ella. Y lo que creen es que mintió, que ocultó, que quiso matar a su bebé. Y aunque no haya evidencia, aunque nada tenga sentido, la lógica es la de siempre: la que transforma la ignorancia en culpa, el dolor en delito, la pobreza en prontuario. Esa lógica que conoce bien este país: la que no necesita pruebas porque ya tiene a Dios de su lado.

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Camila Pláate en Belén de Dolores Fonzi

Belén: Dolores Fonzi y el caso que marcó la lucha por el aborto legal

Lo que sigue no es un thriller judicial. Es un país. Uno donde la presunción de inocencia funciona como un lujo: disponible para algunos, inaccesible para otras. Durante dos años, Julieta se convierte en un número. Un expediente. Una foto de carnet en un archivo. Cuando aparece Soledad Deza (Fonzi), no aparece un ángel justiciero sino una mujer cansada, harta de ver decisiones tomadas por hombres que nunca se preguntan por qué tienen tanto miedo a un cuerpo que no es el propio.

Soledad mira el expediente, se enoja, llama, revisa, discute, vuelve a enojarse. Parece la abogada, pero en realidad hace el trabajo de detective, de terapeuta, de ser humano. No defiende solo a Julieta: defiende la idea de que una mujer que sangra no tiene que explicar su sangre.

Dolores Fonzi filma todo eso sin retórica, sin golpes de efecto. Pero no con frialdad. Filma como quien cuenta algo que todavía le duele. Lo que Deza dice en el juicio –“Belén nunca fue considerada inocente”– no suena a frase construida: suena a una certeza física. La actuación de Camila Pláate, entre rejas durante casi toda la película, sostiene la dimensión humana del caso. No es una víctima traducida en símbolo, sino una mujer que transita el miedo, la confusión y la espera sin saber cuánto de su vida quedará después.

Belén tiene esa cualidad rara de las historias reales que todavía no terminaron de cerrarse en el mundo: una textura viva, incompleta, como si las escenas siguieran respirando después de terminar. Fonzi no convierte a Julieta en mártir: la muestra como una chica que se quebró cuando la quebraron, que lloró cuando la asfixiaron, que se mantuvo entera como pudo. Cada vez que la vemos en la cárcel, el tiempo se detiene. No porque esté deprimida o rota, sino porque la espera es la forma más silenciosa de la violencia.

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Cuando el cuerpo se vuelve sospecha: Belén de Dolores Fonzi

Belén: Crónica de una condena anunciada

El procedimiento judicial, la investigación, las marchas, las amenazas, los titulares, el juicio: todo eso Fonzi lo filma como lo que es, no como lo que debería ser en el cine. Nada tiene brillo. Nada tiene un arco heroico. Y sin embargo, en esa austeridad aparece lo esencial: una multitud de mujeres sosteniendo a una que cayó primero. Belén es una mirada que comprende la manera en que el caso Belén se vuelve el nombre propio de algo que les pasaba a muchas sin nombre.

Si alguna vez acompañaste a alguien en un pasillo de hospital, si alguna vez escuchaste comentarios que no deberías escuchar, si alguna vez sentiste que un médico hablaba con la policía como si fueran de la misma profesión, Belén te golpea sin necesidad de explicarse. Porque no habla de una injusticia excepcional, sino de una cadena de gestos cotidianos que pueden destruir una vida.

La película no intenta convertir la sentencia en un triunfo. No le borra a Julieta los años perdidos. No tapa las grietas. No promete que todo saldrá bien para las que vengan después. Pero en esa negativa a edulcorar la historia, encuentra algo mejor: dignidad. La dignidad de una mujer que no eligió ser símbolo, pero a la que transformaron en uno. La dignidad de una abogada que trabaja aunque tenga miedo, que insiste aunque nadie la felicite, que entiende que la justicia es un ejercicio hecho de obstinación más que de gloria.

Belén es el registro de un país que, entre miedos, resistencias y avances, aprendió a nombrar lo que antes se ocultaba. Podría haber sido una película correcta, necesaria, pedagógica. Pero Dolores Fonzi prefiere otra cosa: contar una historia que podría haber sido la tuya. Y ahí, justamente ahí, es donde la película saca su fuerza. No en el veredicto. No en los títulos del final. Sino en esa idea que queda girando cuando todo termina: que Belén pudo haber sido cualquiera.

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