La ciudad imposible y el director lisérgico: Venecia y Álex de la Iglesia parecían el match perfecto para hacer una puesta en escena del terror. Con Veneciafrenia, el director español inscribe a la ciudad en el zeitgeist contemporáneo para hacer una reflexión sobre la depredación humana, que bajo la forma del turismo amenaza una de las maravillas de la civilización.
Un grupo de jóvenes españoles llega en un crucero de 9 pisos a una Venecia que se prepara para el carnaval. Es una imagen que parece sacada de alguna película sci fi de invasiones extraterrestres: el barco, un imponente monumento moderno al lujo y la ostentación, llega a esa ciudad surrealista, antigua y frágil para depositar en ella al contingente que será el dueño de la ciudad por unos días. No son bien recibidos: un grupo de habitantes locales está en pie de guerra contra esa colonización silenciosa que hace que Venecia esté cada vez más deteriorada, más hundida en sus propias aguas.
Susana (Silvia Alonso), Isa (Ingrid García Jonsson), Arantza (Goize Blanco), Javi (Nicolás Illoro) y José (Alberto Bang) no están ahí para absorber la belleza decadente del lugar: quieren irse de fiesta. Cuando después de una noche sexy y psicodélica de música electrónica en un sótano –y Venecia no tiene sótanos–uno de ellos desaparece, comienza a revelarse la conspiración de una especie de secta o de guerrilla local que quiere salvar a su ciudad del estupro turístico.
Veneciafrenia: Álex de la Iglesia entre el giallo y el slasher
En los antológicos créditos iniciales De la Iglesia homenajea al cine giallo italiano, y plantea un escenario repleto de efectos especiales artesanales, personajes extravagantes y referencias a Argento, Bava y Fulci. La primera parte de la película es surreal, con esa fiesta con algo de ceremonia sexual en un lugar imposible, un elixir que hace cientos de años se dejó de fabricar, extraños símbolos en las paredes, un Rigoletto violento, una isla a donde mandaban a las víctimas y enfermos de una epidemia y la desaparición de un joven que nadie parece haber visto excepto sus amigos.
Pero Veneciafrenia termina cayendo en los lugares comunes del slasher norteamericano, con una historia que va perdiendo su espesor ficcional y su psicodelia hasta convertirse en lo que parece estar establecido para el género: una historia básica que sirve para presentar a jóvenes excitados como víctimas propiciatorias para el gore.
De la Iglesia no logra tomarle el pulso a sus personajes: son demasiado estúpidos, egocéntricos y despreocupados. Figuras mal delineadas que el cast no mejora con sus interpretaciones histriónicas y artificiales. Aún así hay momentos sublimes, cuando la película alcanza un estilo operístico sostenido por la maravillosa dirección de arte, el vestuario y la música de Roque Baños que hacen de las locaciones de Venecia una topografía de los siniestro.
En Don’t Look Now (1972), Nicholas Roeg ya había visto que detrás de la imagen de postal idílica, de paraíso romántico, Venecia escondía en sus callejones la pulsión de muerte que carga erotismo y duelo. Luchino Visconti hizo allí un estudio sobre la belleza y la decadencia de la carne en Muerte en Venecia (1971).
Veneciafrenia no aporta demasiado a la historia cinematográfica de la ciudad. Presenta a rústicos psicópatas disfrazados con un background artístico, cultural e histórico en su batalla contra la banalidad y la superficialidad de un mundo donde la violencia es un espectáculo masivo y que no distingue la crueldad asesina y paranoica de los habitantes de la puesta en escena de un folklórico teatro callejero.