La Isla de Bergman: Gritos y Susurros

la isla de bergman 2021 critica
En La Isla de Bergman, Mia Hansen-Løve interroga al maestro sueco .

No es la isla lo que importa sino el viaje. O quizá sí: quizá el viaje sea la isla. O quizá la isla sea el pretexto para disfrazar lo que no queremos mirar de frente. En La Isla de Bergman (Bergman Island), Mia Hansen-Løve hace de la isla de Fårö un escenario subjetivo en el que la crisis creativa equivale a una crisis de la relación del individuo con el mundo. Una película atmosférica, reflexiva, llena de matices, que pone en escena dos maneras de ver y sentir la realidad, el proceso creativo y el amor. 

Fårö existe: 113 kilómetros cuadrados de piedra y viento, costas escarpadas donde el mar parece una bestia vieja, cansada de golpear sin descanso. Ingmar Bergman también existió: 89 años de obsesiones, 59 películas, 5 matrimonios, 9 hijos, cientos de fantasmas persiguiéndolo sin tregua. De la combinación de ambos –Fårö y Bergman, la isla y el hombre– surge un mito. Y los mitos atraen peregrinos.

Chris (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth) llegan a Fårö como quien va a un santuario. Él, director consagrado que acaba de recibir un premio en honor a su trayectoria –ese tipo de reconocimientos que confirman que tu momento ya pasó. Ella, directora emergente, atrapada en la escritura de un guion que no termina de fluir.

La pareja se instala en la casa que fue de Bergman. Duermen en la cama de Bergman. Ven las películas de Bergman en el proyector de Bergman. Tony participa de un seminario sobre Bergman. Chris camina por los senderos que caminó. La presencia del maestro sueco lo inunda todo. Pero La Isla de Bergman esto no es una película sobre Bergman. Es una película sobre la creación y sus costos personales.

La cámara de Hansen-Løve se mueve por La Isla de Bergman como si no quisiera molestar. Hay algo en su forma de filmar que recuerda a Eric Rohmer: esa atención microscópica a los gestos pequeños, a las palabras que se dicen sin decirse, a los silencios que pesan más que los diálogos. La directora francesa va construyendo una estructura que parece simple pero que esconde pliegues: la pareja que llega, la separación física cuando él se va a su seminario y ella queda sola vagando por la isla, y luego el relato dentro del relato –la película que Chris imagina escribe mientras camina por Fårö.

Es ahí, en ese segundo nivel narrativo, donde Hansen-Løve despliega su verdadero tema. La historia de Amy (Mia Wasikowska) y Joseph (Anders Danielsen Lie) es y no es un espejo de Chris y Tony. Es y no es autobiográfica. Es y no es una respuesta a Bergman.

“Bergman tuvo nueve hijos con seis mujeres diferentes, y apenas los veía. Decía que necesitaba aislarse para crear”, comenta alguien en el seminario. Y ahí está, expuesta con brutal sencillez, la pregunta que sobrevuela toda la película: ¿cuánto hay que sacrificar para crear? ¿Cuánto de la vida hay que inmolar en el altar del arte?

La respuesta de Bergman fue clara: todo. La de Hansen-Løve parece más ambigua, más contemporánea quizás: busca equilibrios imposibles, negociaciones constantes entre la vida y la obra. Las respuestas nunca son claras en este universo donde los sentimientos se expresan a media voz, donde el deseo y el miedo conviven en un equilibrio precario. Como precario es el equilibrio de los personajes en esta isla donde el viento parece llevarse las palabras apenas pronunciadas.

la isla de bergman mia hansen love
Mia Wasikowska como Amy en La Isla de Bergman

La Isla de Bergman: La isla de los fantasmas propios

¿Y Bergman? Su presencia es fantasmal pero constante. No hace falta que aparezca en pantalla –de hecho, solo vemos fotografías, locaciones de sus películas, objetos que le pertenecieron. Su ausencia es más poderosa que cualquier presencia. “A Bergman no le importaba ser cruel si eso servía a su arte”, dice alguien en la película. Y esa frase queda resonando mientras vemos a Chris luchar con su guion, mientras observamos a Tony intentando reconectar con su creatividad perdida.

La Isla de Bergman reflexiona la crueldad como precio de la creación. O como excusa para el egoísmo. Hansen-Løve no juzga, pero tampoco romantiza. Su mirada es lúcida, a veces implacable: nos muestra los fantasmas bergmanianos –esos espectros de culpa, obsesión y miedo– pero también nos recuerda que cada uno debe encontrar su propia relación con ellos.

Cuando Chris finalmente logra avanzar en su guion, cuando la película dentro de la película comienza a tomar forma, entendemos que ha encontrado una forma de dialogar con esos fantasmas sin dejarse poseer por ellos. A diferencia de Bergman, no necesita aislarse completamente. A diferencia de Tony, no necesita la validación constante.

Hansen-Løve evita la tentación de la postal –tan fácil cuando se filma en lugares así. Su Fårö no es bonito: es verdadero. Los interiores austeros, las maderas gastadas, las ventanas que enmarcan fragmentos de paisaje como si fueran cuadros vivos: todo contribuye a esa sensación de realidad suspendida, de tiempo que transcurre a otra velocidad.

Vicki Krieps (El Hilo Fantasma, Corsage) y Tim Roth (Perros de la Calle, Los 8 Más Odiados) conforman un matrimonio creíble a fuerza de pequeños gestos, miradas oblicuas, silencios compartidos. No hay grandes explosiones dramáticas entre ellos –Hansen-Løve es demasiado sutil para eso. Hay conversaciones inconclusas, caricias a medias, preguntas que quedan flotando en el aire como la bruma matinal sobre las rocas de Fårö.

La pregunta es universal: ¿vale la pena? ¿Vale la pena sacrificar tanto –relaciones, estabilidad, certezas– por algo tan efímero como una película? ¿O un libro? ¿O una obra de teatro? Bergman respondería que sí sin dudar. En La Isla de Bergman, Hansen-Løve parece sugerir que la respuesta es más compleja, más personal. Que cada creador debe encontrar su propio equilibrio, su propia negociación con los demonios y los ángeles.

Tráiler de la película:

NOTAS RELACIONADAS