Crítica Godland: Donde la fe se hunde en el barro

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En Godland, Hlynur Pálmason convierte la misión de un sacerdote danés en una crónica sobre la fragilidad, la resistencia y la incomunicación.

La historia de Godland, tercer largometraje de Hlynur Pálmason, es la historia de un viaje que se anuncia como una expedición religiosa y termina convertido en algo más viejo y más violento: una lucha por imponer un orden en un lugar que no lo había pedido.

A finales del siglo XIX, un joven sacerdote danés llamado Lucas (Elliott Crosset Hove) recibe una misión: viajar a Islandia para construir una iglesia en un asentamiento perdido junto al mar. Lleva una Biblia, una cámara fotográfica y la convicción de que trae luz y civilización a un territorio que todavía no sabe que la necesita. Islandia es entonces una tierra bajo dominio danés, pero su lengua, su orgullo y su silencio ya trabajan en otra dirección.

Pálmason divide Godland en dos mitades. La primera sigue la travesía de Lucas desde su partida en Dinamarca, el cruce del mar del Norte y la marcha a caballo a través de ríos, glaciares y tierras baldías. El sacerdote elige la ruta más dura, como si buscara convertir el esfuerzo en prueba de carácter. La naturaleza no es un adversario romántico: es un terreno que desgasta, enferma y rompe a los hombres con indiferencia.

En ese recorrido aparece Ragnar (Ingvar Sigurðsson), el guía islandés que acompaña al grupo. Ragnar no cree en la misión ni en el misionero: ve en Lucas a un extranjero que no entiende la tierra que pisa. Lucas ve en Ragnar a un hombre que necesita su doctrina. Entre ambos se instala una tensión que crece a fuerza de pequeñas humillaciones, crece en los silencios y en las miradas que se prolongan más de lo necesario, en las lluvias que parecen no terminar y en el peso de la traducción que a veces suaviza y a veces empeora las cosas.

La segunda mitad de Godland llega con el mar: el asentamiento danés, la iglesia que todavía no existe, las casas dispersas, la convivencia forzada. El clima cambia: el aire abierto de la ruta se convierte en el encierro del poblado, y la amenaza de la naturaleza es reemplazada por la fricción entre personas. El sacerdote se integra mal: su fe es rígida, su trato distante, y su idioma no alcanza. El islandés y el danés se alternan en las conversaciones, pero nunca se funden. Esa incomunicación constante, incluso en los momentos de celebración, adelanta que no habrá un verdadero encuentro entre el enviado y los locales.

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Ingvar Sigurdsson como Ragnar en Godland

Godland: El enfrentamiento entre un sacerdote danés y la Islandia del siglo XIX

El formato 1:33, con bordes redondeados que evocan las placas fotográficas encontradas que sirvieron de inspiración para la película, encierra a los personajes en un espacio limitado, mientras el mundo que intentan abarcar se extiende mucho más allá del encuadre. Los planos son largos, estáticos, y Pálmason se detiene en lo mínimo: una mosca posada en las pestañas del sacerdote dormido, las ondas de la lluvia en un charco, un gusano rosado sobre el estiércol.

Porque Godland es también un ensayo sobre la fotografía y el control. La cámara que Lucas carga no es un simple accesorio: es su herramienta de poder, la manera de fijar una imagen del territorio y de sus habitantes bajo sus propias reglas. Retratar a alguien es otorgarle –o negarle– un lugar en su archivo personal. El momento en que se niega a fotografiar a Ragnar resume toda la tensión entre ambos y confirma que, para Lucas, el lente no es solo un testigo: es un filtro ideológico.

En ese cruce entre lo natural y lo impuesto, Godland funciona como una crónica de la arrogancia colonial. Lucas llega convencido de que lleva la verdad y el orden, pero lo que encuentra es resistencia, indiferencia y una naturaleza que no se pliega a su misión. Su progresiva degradación física y espiritual no es producto de un único evento, sino de la acumulación de pequeños fracasos: la pérdida del traductor, la enfermedad, el rechazo, la incapacidad de adaptarse.

Godland es al mismo tiempo un viaje físico, un retrato de personajes y una reflexión sobre los límites del dominio. En la mirada de Lucas, Islandia es un paisaje que debe ser registrado, ordenado y sometido. En la mirada de Pálmason, es un territorio que se resiste, que desborda el marco, que impone su escala a cualquier intruso. Entre esas dos miradas transcurre la película: un viaje que no conduce al éxito de la misión, sino a la constatación de que hay lugares –y personas– que no se dejan atrapar por el encuadre.

Tráiler de la película:

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