El Conjuro 4 llega con la solemnidad de un funeral anunciado y la certeza de que ningún entierro en Hollywood es definitivo. Últimos Ritos promete cerrar la historia de Ed y Lorraine Warren, pero no disimula su verdadera intención: relanzar la saga desde la herencia familiar, con Judy –la hija clarividente– y Tony, su novio incrédulo, como relevo de la franquicia de terror doméstico más rentable de la última década. La película se disfraza de despedida mientras prepara la próxima resurrección.
Doce años pasaron desde que James Wan convirtió a dos estafadores de Connecticut en los héroes del paranormal norteamericano. Michael Chaves –director de El Diablo Me Obligó a Hacerlo y La Monja 2– cierra el ciclo con el caso Smurl. La premisa es conocida: posesiones múltiples, objetos malditos y una familia atrapada entre fantasmas que no se van y vivos que no se quedan. Lo que cambia es que esta vez los Warren también son las víctimas, y su hija Judy (Mia Tomlinson) está lista para continuar el negocio familiar de conversar con muertos.

El Conjuro 4: Últimos Ritos | El legado como clausura
El comienzo de El Conjuro 4 vuelve al punto de origen. 1964: un espejo maldito, el parto prematuro de Lorraine, un bebé a punto de no sobrevivir. La secuencia funciona como prólogo del verdadero centro de El Conjuro 4: el pasado siempre vuelve bajo otra forma, preferentemente más espeluznante. Dos décadas después, en 1986, ese espejo reabrirá una herida que parecía cerrada.
Los Warren han envejecido y se encuentran en Connecticut, intentando llevar una vida normal mientras su hija Judy (Mia Tomlinson) lucha contra las visiones que heredó de Lorraine y su novio Tony (Ben Hardy) intenta demostrar que merece un lugar en esta extraña dinastía de cazadores de fantasmas. La tranquilidad doméstica se interrumpe cuando los Smurl, una familia de ocho personas hacinadas en una pequeña casa a la sombra de una refinería de carbón de Pensilvania, descubren que no están solos. Que viven en la versión inmobiliaria del infierno.
Pero esta vez, los demonios se enfocan en los Warren mientras los Smurl se vuelven presencias cada vez más periféricas. El clímax combina tensión sobrenatural con calidez familiar: la película cree genuinamente en la idea de que las familias unidas pueden derrotar al mal. El punto no es solo vencer a lo infernal sino reunir a los Warren como los fanáticos raros que siempre fueron, nueva incorporación incluida.
Si fuera posible diseñar una película de terror en un laboratorio, El Conjuro 4 sería el resultado. Chaves no tiene la brutalidad sensorial de Wan, pero entiende la geometría del miedo. Sabe que una puerta entreabierta es más aterradora que una cerrada, que los pasillos largos y estrechos crean ansiedad, que los sótanos húmedos son pesadillas esperando ser activadas.
La película es un manual de instrucciones para crear jumpscares efectivos: la casa de los Smurl es un laberinto de espacios claustrofóbicos, la cámara se mueve de izquierda a derecha mientras esperamos que algo aparezca del lado equivocado, los personajes exploran casas oscuras con linternas que fallan, los espejos reflejan cosas que no deberían estar ahí.
El Conjuro 4 también juega con su propia mitología. Hay cameos de personajes secundarios, frases repetidas palabra por palabra, guiños a Annabelle y a La Monja. La película es como un álbum de fotos viejas que no ya sorprende, pero activa la memoria afectiva. La tensión funciona, pero el verdadero centro está en la familia Warren, luchando junta contra el mal como si fueran un bloque indestructible. El mensaje no es tanto que el demonio puede ser vencido como que el matrimonio puede resistir cualquier tormenta, incluso la del tiempo.

El Conjuro 4: El mito del matrimonio Warren
Wilson y Farmiga han perfeccionado a estos personajes hasta convertirlos en arquetipos cinematográficos. Wilson le da a Ed la masculinidad contenida de su generación. Farmiga hace de Lorraine una mujer que irradia una intensidad vital específica que hace creíble su papel de médium: ve, siente y comprende más que el resto, logra convertir lo sobrenatural en verdad dramática. Juntos han creado el retrato de matrimonio más aspiracional del cine de terror: dos personas que se entienden sin palabras y que enfrentan el mal como si fuera un trabajo ordinario particularmente peligroso.
Últimos Ritos convierte el matrimonio Warren en metáfora de la saga misma. Ed, con su corazón debilitado, representa una franquicia exhausta; Lorraine, con su clarividencia, encarna la fe en que todavía queda material para seguir. Y Judy, con sus poderes en formación, es la excusa para que todo continúe bajo otro nombre.
Lo problemático –y fascinante– es cómo El Conjuro 4 reescribe a los Warren. En la vida real, sus métodos fueron cuestionados y sus vidas privadas estuvieron rodeadas de acusaciones turbias. En la pantalla, son un modelo de devoción mutua, una pareja que atraviesa sin grietas lo imposible. Cuanto más polémica la biografía real, más perfecta la versión cinematográfica. Lo que se ofrece la saga es un mito: son los padres cazafantasmas que todos quisiéramos tener.
La franquicia se despide de ellos mientras les construye un mausoleo. Y como todo mausoleo, no busca albergar vida, sino preservar la memoria. El Conjuro 4 es menos una conclusión que un espejo roto donde se reflejan las contradicciones de la saga: lo que muere en la vida real siempre puede revivir en la pantalla. Y en ese espejo todavía queda espacio para otra aparición.



