El Conjuro 4: Últimos Ritos es la novena película del universo y la cuarta dentro de la serie principal. El escenario es conocido: un caso real de Ed y Lorraine Warren, la pareja que en los 60 se convirtió en rostro público de lo paranormal. La mecánica también es reconocible: una familia acosada por presencias, un hogar convertido la versión lumpen del infierno, la fe puesta a prueba. Sin embargo, esta vez, la maquinaria cambia de centro.
No hay un demonio reconocible, con nombre propio. Lo que hay es un espejo que se convierte en la verdadera fuente de poder, el dispositivo narrativo que ordena todo lo demás. El Conjuro había fabricado antagonistas memorables: Bathsheba en la primera, Valak en la segunda, la propia Annabelle como satélite de varias. Aquí la amenaza es distinta. El espejo y lo que contiene. El espejo y lo que sugiere.
El universo de James Wan siempre funcionó como un catálogo de terrores domesticados: cada entidad con su origen, su ritual, su resolución. El Conjuro 4 ensaya otra estrategia: no nombra, no muestra, no ofrece reglas claras. Su demonio no tiene rostro: opera desde los bordes, manipula reflejos, controla otras figuras. Un antagonista que elige la invisibilidad como su fuerza principal. ¿Qué pasa cuando el enemigo no se presenta en su forma pura, sino en reflejos que nunca coinciden?

El Conjuro 4 y el demonio del espejo
El Conjuro 4 se apoya en el caso de la familia Smurl, que en la vida real denunció durante años fenómenos extraños en su casa de Pensilvania. La vpelícula toma esa base y la transforma en una historia donde todo se origina en un espejo comprado como regalo. El objeto parece inofensivo, pero pronto se revela como la entrada de un demonio que nunca se deja ver por completo.
Ese demonio del espejo no se limita a atacar. Reconfigura la realidad. Derrumba una lámpara, hiere a una de las hijas, hace aparecer vidrio en gargantas y estómagos. Cuando el espejo es destruido, reaparece intacto en el desván. La lógica es circular, desesperante: lo roto vuelve a ser entero, lo descartado insiste en regresar.
Últimos Ritos convierte ese ciclo en metáfora narrativa: los Warren creen cerrar un caso, y el caso se multiplica. Creen haber identificado al enemigo, y descubren que el enemigo no es un rostro sino un reflejo. En ese gesto se juega su particularidad frente a las otras entregas.
El demonio manipula figuras intermedias: una anciana sonriente, su hija violenta, un marido armado con un hacha. Personajes que parecen autónomos pero son solo avatares. No hay confrontación directa con el mal, solo la persecución de sus máscaras. La ausencia de una figura central –como Valak en la segunda película– funciona como un gesto de extrañamiento dentro de una saga que amenazaba con repetirse a sí misma.

La conexión entre Judy Warren y el espejo
Si el espejo es el centro, Judy Warren (Mia Tomlinson) es su objetivo. La hija de Ed (Patrick Wilson) y Lorraine (Vera Farmiga) había sido apenas un testigo periférico en las tres películas anteriores. Aquí pasa a ser la pieza clave: la víctima que el demonio buscaba desde su nacimiento.
El Conjuro 4 abre un pliegue en la cronología: en 1964, Judy había nacido muerta, y fue devuelta a la vida por la oración de su madre. Ese instante quedó marcado por la presencia del espejo en la sala de parto. Desde entonces, las visiones y terrores de Judy pueden leerse como rastros de esa conexión nunca disuelta.
El demonio del espejo no busca a los Smurl como fin último, sino como medio. La familia es un rodeo narrativo para llegar a Judy, la deuda pendiente de más de veinte años. En ese giro, la película encuentra un centro emocional distinto: no es solo la lucha de los Warren contra fuerzas externas, sino la defensa de su hija contra un mal que había estado acechando desde siempre.
El clímax de El Conjuro 4 la coloca en posesión directa, con el espejo como arma y escenario. Allí convergen los temas de la saga: la fe de Lorraine, la obstinación de Ed, la herencia que pesa sobre Judy. Últimos Ritos propone que, más que cazadores de lo paranormal, los Warren siempre estuvieron defendiendo a su propia familia.
El espejo, además, funciona como síntesis. A lo largo de la saga vimos objetos cargados de poder –la muñeca, la caja de música, los crucifijos quebrados–. Todos tenían una materialidad fuerte, algo que podía mostrarse en un plano corto. El espejo condensa esa tradición: es objeto y es superficie, es reflejo y es trampa. Es la pantalla dentro de la pantalla, donde la amenaza no se ve de frente, solo a través de lo que devuelve.
En ese sentido, El Conjuro 4 parece más consciente que otras entregas de su lugar dentro de una franquicia que había perdido frescura. El espejo no solo aterroriza: también reflexiona sobre el propio dispositivo del cine de terror. ¿Qué es un demonio sin rostro? Una proyección. ¿Qué es un espejo? Una pantalla que devuelve imágenes alteradas. El terror, entonces, no está en lo que aparece, sino en lo que puede devolver.

Judy Warren, el futuro de El Conjuro
El Conjuro 4 no ofrece un desenlace definitivo. El demonio es derrotado, pero queda la sensación de que su vínculo con Judy no se ha quebrado del todo. Ese resquicio funciona como garantía narrativa para un regreso, pero también como un gesto de ambigüedad: en el espejo siempre puede quedar algo, esperando ser liberado.
El universo de El Conjuro había construido su fuerza en la materialización de lo sobrenatural. Últimos Ritos propone lo contrario: un antagonista sin rostro, un mal que nunca se muestra, una amenaza que se mide en reflejos. Puede que algunos lo consideren una carencia. Puede también que sea la única manera de mantener viva una saga que empezaba a mirarse demasiado a sí misma en el espejo.



