Armand empieza con un conflicto mínimo, en un espacio único, con personajes que se miran como si en el otro se escondiera la única prueba de su inocencia o su culpa. Dos niños, un colegio noruego de pasillos infinitos, y un incidente que nadie vio, pero que los adultos parecen saber cómo castigar. Lo que empieza como una reunión entre padres y autoridades se transforma en algo más tenso, más extraño, más físico. Algo que se mueve entre la venganza, el deseo y la fragilidad de las normas.
Renate Reinsve interpreta a Elisabeth, la madre de Armand, un niño acusado por su compañero Jon de haberlo tocado en el baño. No hay testigos. No hay pruebas. Solo lo que Jon dijo, lo que la escuela repite, y lo que Elisabeth no puede aceptar. El guion no se interesa por el incidente, sino por su reverberación: en cómo la sala de reuniones de una escuela moderna, funcional, blanca, se vuelve un escenario teatral donde se desarrolla una coreografía de poder, lenguaje e incomodidad. Donde una acusación es suficiente para hacer caer toda forma de comunicación humana.

Armand: Renata Reinsve y el teatro institucional
Halfdan Ullmann Tøndel –nieto de Ingmar Bergman y Liv Ullmann– filma su película como si estuviera filmando el colapso de la civilización. No solo hereda el apellido, sino una fe absoluta en el rostro humano como campo de batalla donde se juega la vida humana. A veces la cámara se aleja como si buscara aire en esa atmósfera asfixiante. Otras veces parece querer atravesar la piel. La luz no cambia. Lo que cambia es la respiración de los cuerpos. El silencio se vuelve parte del diálogo.
Elisabeth no quiere defender a Armand con argumentos: quiere desactivar la acusación antes de que crezca. Intenta tranquilizar, justificar, explicar, hasta que algo en su interior se rinde. Entonces aparece otra versión de ella misma: más física, más urgente, más inestable. Su cuerpo se sacude, se mueve, transpira. Es una madre que no sabe cómo proteger a su hijo.
Frente a ella, los padres de Jon (Ellen Dorrit Petersen y Endre Hellestveit) representan lo opuesto: cortesía, frialdad, contención. Cargan con cierta superioridad moral. Hablan sin levantar la voz. Pero cada palabra es una amenaza disfrazada de diplomacia. Elisabeth no encaja. Su ropa, su tono, su manera de sentarse. Todo en ella incomoda. No porque sea agresiva, sino porque es imprevisible.
Armand funciona mejor cuando se queda en ese plano. Cuando observa sin intervenir. Cuando deja que los personajes se contradigan, se incomoden, se revelen. Pero en el último tercio, la película empieza a ceder a la tentación de la estilización. Aparecen la música, los movimientos de cámara más elaborados, la performance. El registro se vuelve onírico. Y aunque esos recursos buscan reflejar el estado mental de Elisabeth, también desvían la atención de lo importante: el vínculo con su hijo, el lenguaje que no alcanza, la ansiedad que crece en su cuerpo.
Renate Reinsve (La Peor Persona del Mundo, Se Presume Inocente) está inmensa. Su actuación es una acumulación de tensiones mínimas que encuentran una forma en lo corporal. No interpreta a una madre ideal, sino a alguien que se quedó sin herramientas e igual resiste. Su dolor no busca comprensión: busca una salida. Su risa incontrolable es un quiebre en la narración: es la risa de quien sabe que todo lo que diga será usado en su contra.
Tøndel construye su película como una trampa: cada gesto de racionalidad termina mostrando su reverso. La tolerancia se convierte en condescendencia. La pedagogía se vuelve acusación. La contención emocional se vuelve un modo de disciplinar. Nadie es exactamente culpable. Nadie es completamente inocente. Y sin embargo, todo se fractura.
Armand no quiere resolver el conflicto. Quiere mostrar cómo cada palabra abre otra grieta. Cómo el lenguaje de las instituciones no alcanza cuando lo que está en juego es más turbio que el reglamento. Lo que empieza como un interrogatorio velado se convierte en un juicio informal donde la cantidad de voces cuenta más que la solidez de los hechos. La película entiende que no hay argumento posible cuando el contexto ya decidió de qué lado está el daño.
La tensión original –un niño acusado, una madre defendiendo lo indefendible, lo incierto– se va desplazando hacia la performance, hacia la construcción formal. Armand es un espacio cerrado donde se filtran la sospecha, el rencor y el absurdo. Un lugar donde la verdad no es un hecho sino una estrategia. Ullmann Tøndel retrasa la resolución del conflicto porque sabe que en la actualidad la verdad ya no importa. Lo que importan son las opiniones. Lo que se discute ya no es “qué pasó” sino “quién tiene derecho a decir qué pasó”.
En definitiva, Armand no es un película sobre un incidente escolar, sino sobre ese reflejo social que convierte la duda en condena, esa necesidad de encontrar culpables y víctimas bien definidas y una explicación que le permita seguir funcionando. Porque lo insoportable, para cualquier sistema, no es el caos: es no saber a quién castigar.
 
				 
															


