Cuatro años después del estreno de Teléfono Negro, Scott Derrickson vuelve al universo del Grabber con una secuela que abandona el encierro y se abre al paisaje helado del miedo. Teléfono Negro 2 es una película sobre lo que insiste: los muertos que no descansan, los recuerdos que no se apagan, el trauma que encuentra nuevas formas de hablar. Donde la primera historia era un descenso al sótano, la continuación es una expedición hacia abajo en otro sentido: la memoria, el infierno, la herencia.

Teléfono Negro 2: El mal no desaparece, cambia de forma
Teléfono Negro 2 se desarrolla en 1982, cuatro años después de los hechos del original. Finney (Mason Thames) y su hermana Gwen (Madeleine McGraw) intentan sobrevivir al después. Viven con su padre, Terrence (Jeremy Davies), un hombre derrotado, atormentado por la culpa y el alcohol. La familia ha vuelto a una rutina frágil, como si los silencios pudieran sellar lo que ocurrió. Pero el teléfono –esa metáfora que Derrickson convirtió en objeto maldito– vuelve a sonar.
Gwen empieza a soñar con tres niños desconocidos. En sus visiones hay nieve, un lago congelado, una cabaña. Las imágenes son nítidas, demasiado precisas para ser simples pesadillas. Pronto descubrirá que los chicos fueron asesinados décadas atrás por el Grabber, antes de que el asesino se mudara a Denver. Las visiones la llevan a un campamento de invierno en las Montañas Rocosas, donde todo parece dormido bajo el hielo. Y sin embargo, algo despierta.
El villano ha regresado, pero no como antes. El Grabber –otra vez interpretado por Ethan Hawke– ya no tiene cuerpo: es una presencia que habita el sueño, un espectro que se alimenta del miedo. Su voz llega desde el infierno y su poder se expande en lo invisible. Derrickson lo resucita como un eco del propio trauma de los protagonistas: aquello que creímos enterrado y que vuelve con más fuerza cuando intentamos olvidarlo.

La Divina Comedia y el infierno de hielo
La idea de un infierno helado, donde los condenados permanecen atrapados en el hielo eterno, proviene de La Divina Comedia de Dante Alighieri. Derrickson lo menciona como su punto de partida: si el Grabber fue “lo peor de lo peor”, su lugar de castigo debía estar en ese noveno círculo donde los traidores y los crueles permanecen inmóviles. Pero la metáfora también opera en la película: el hielo es el trauma solidificado, la emoción que no puede fluir.
Teléfono Negro 2 traslada la oscuridad claustrofóbica del sótano a un espacio abierto pero igualmente opresivo. Las montañas, el lago, la nieve y las cabañas del campamento construyen un paisaje de encierro horizontal, donde el terror se disfraza de naturaleza. El blanco de la nieve sustituye al negro del sótano, pero el efecto es el mismo: la pureza aparente del entorno oculta una podredumbre profunda.
Cuando Finney y Gwen llegan al campamento, lo hacen buscando respuestas, pero el viaje es también una forma de exorcismo. Gwen se siente culpable por no haber podido prever lo que le sucedió a su hermano años atrás. Él, por su parte, vive en negación: se refugia en la ironía adolescente, en las drogas, en la distancia emocional. El horror sobrenatural no tarda en aparecer, pero el verdadero conflicto está dentro de ellos.

La muerte de Hope Adler
En la primera película, la figura de la madre, Hope Adler, estaba ausente. En esta, Derrickson convierte esa ausencia en el eje emocional del relato. A medida que Gwen profundiza en sus visiones, descubre una verdad devastadora: su madre no se suicidó, como su padre les había hecho creer. Fue asesinada por el Grabber cuando descubrió su secreto.
La mujer también poseía habilidades psíquicas –las mismas que Gwen ha heredado– y su don la condujo a su muerte. La revelación altera todo lo que los hermanos creían saber sobre su pasado. El asesino no era un extraño; había estado cerca de ellos mucho antes. La historia familiar y la historia del monstruo se funden en una sola tragedia.
Ese giro, que el propio Derrickson definió como “la columna emocional del film”, es lo que transforma a Teléfono Negro 2 en una secuela más ambiciosa que el original. El horror se vuelve íntimo. El teléfono que une a los vivos con los muertos ya no es sólo un truco de guion: es una metáfora del linaje, de los vínculos que atraviesan la muerte. Cuando Gwen recibe llamadas desde el más allá, está hablando con su propia herencia.

El origen del Grabber: De Wild Bill Hickok al monstruo
El mayor aporte de Teléfono Negro 2 al universo de la saga es su reconstrucción del pasado del Grabber. Por primera vez, el film deja entrever quién fue el hombre detrás de la máscara. Antes de convertirse en leyenda urbana, antes del sótano y del teléfono desconectado, fue un nombre común: William “Wild Bill” Hickok.
El apodo –tomado del pistolero del Lejano Oeste–lo había adoptado durante los años en que trabajaba como consejero en el campamento Lago Alpino, donde el film sitúa la nueva historia. Allí, bajo la apariencia de un joven carismático y amable, comenzó a desarrollar el patrón que más tarde definiría su identidad: el dominio sobre los niños, el juego como forma de control, la manipulación disfrazada de ternura.
El descubrimiento llega a través de las visiones de Gwen. En sus sueños, el campamento aparece lleno de vida: niños corriendo, risas, la inocencia previa al horror. Pero entre esas imágenes se cuela una figura que no pertenece al presente: un hombre con una máscara de carnaval que observa desde la sombra. Es Wild Bill, antes de ser el Grabber. Fue él quien asesinó a los tres primeros chicos, los mismos cuyos cuerpos reposan en el fondo del lago.
El campamento se convierte, entonces, en el origen del mal. Lo que parecía un nuevo escenario es, en realidad, una excavación narrativa: el regreso al punto donde todo empezó. El Grabber no se volvió monstruo después; ya lo era. Teléfono Negro 2 no busca justificarlo, sino mostrar la lógica de su corrupción.
Derrickson introduce este pasado con un tono de fábula moral. Wild Bill no es un producto del trauma ni de la locura, sino una encarnación del mal banal, cotidiano, que florece en los espacios de confianza. La historia de los tres niños asesinados en el campamento –los primeros en comunicarse con Gwen desde el más allá– funciona como espejo del destino de Finney: la repetición del ciclo que sólo puede romperse cuando los muertos son reconocidos y sus cuerpos recuperados.
La conexión entre Wild Bill y la familia Blake cierra el círculo. Años después de los crímenes del campamento, el asesino volvió a cruzarse con Hope, la madre de los hermanos. Ella lo había conocido de joven, cuando también trabajó como consejera en Lago Alpino, y fue su don psíquico lo que le permitió descubrir quién era en realidad. El intento de denunciarlo selló su destino. El Grabber la asesinó y fingió su suicidio, un acto que reescribe el pasado familiar y lo une para siempre al monstruo.
Así, Teléfono Negro 2 convierte la máscara del Grabber en símbolo de la repetición: detrás del disfraz siempre hay alguien conocido, alguien que fingió ser parte del mundo de los vivos. El mal no llega de afuera; nace en casa.

Teléfono Negro 2: Entre el sueño y la vigilia
Buena parte de Teléfono Negro 2 ocurre en esa frontera borrosa entre el sueño y la realidad. Gwen tiene la capacidad de entrar en un estado onírico donde puede ver –y combatir– al Grabber. En esa dimensión, el tiempo se detiene, las paredes se disuelven y las víctimas hablan. La estética de estas secuencias remite a Pesadilla en Elm Street, pero aquí el terror está atravesado por una melancolía religiosa: los muertos no quieren venganza, quieren descanso.
La lógica de Teléfono Negro 2 es la del sueño: los espacios se superponen, los símbolos se repiten, las emociones gobiernan. Finney no puede ver al Grabber; Gwen sí. Él representa la culpa reprimida; ella, la conciencia que decide mirar. La batalla final no es solo contra un asesino sobrenatural, sino contra el miedo heredado. Para derrotar al monstruo, deben enfrentar su historia familiar, sacar del hielo los cuerpos del pasado.
El enfrentamiento en el lago
La secuencia más potente de Teléfono Negro 2 ocurre cuando los hermanos intentan recuperar los cuerpos de los tres niños del fondo del lago congelado. Con la ayuda de Ernesto (Miguel Mora), su padre Terrence y algunos trabajadores del campamento, excavan el hielo en medio de la tormenta. Cada cuerpo rescatado debilita al Grabber, que aparece cada vez más deformado, más inhumano.
El enfrentamiento final combina acción, horror y un tono casi mítico. Gwen, sumida en un trance, lucha en el mundo de los sueños mientras su hermano pelea en el real. Las dos batallas ocurren en paralelo, unidas por la idea de que el miedo puede ser enfrentado sólo si se lo mira de frente. Cuando el último cuerpo es recuperado, las almas de los niños se rebelan contra el asesino y lo arrastran hacia las profundidades heladas.
La imagen del Grabber hundiéndose en el agua, con su máscara resquebrajada y su voz desvaneciéndose, es uno de los momentos más logrados del cine de Derrickson: un cierre literal y simbólico del infierno que él mismo había creado.

El final de Teléfono Negro 2
La llamada de la madre
Tras la derrota del Grabber, la nieve vuelve a caer en silencio. Gwen, exhausta, se aparta del grupo y ve un teléfono público cubierto de escarcha. Suena una vez. Al otro lado de la línea está su madre. La voz no pide perdón ni ofrece consuelo fácil: le dice que está en paz, que su don es una bendición, no una maldición. Es un final que cambia el tono de la saga: por primera vez, la comunicación con los muertos no es una fuente de horror, sino de reconciliación.
Finney escucha la conversación a distancia, casi como un testigo. No hay palabras entre los hermanos, pero su silencio es distinto: no es el de la negación, sino el del alivio. Por primera vez, el pasado deja de ser una condena.
Fe, trauma y redención
Teléfono Negro 2 es, ante todo, una película sobre el trauma y la posibilidad de superarlo. Finney y Gwen cargan con cicatrices diferentes: él con el miedo, ella con la herencia. El regreso del Grabber los obliga a enfrentarse a ambos. Derrickson, que en sus mejores trabajos (Sinister, Libéranos del Mal) exploró la relación entre lo religioso y lo demoníaco, vuelve aquí a su obsesión por la fe.
Gwen reza, discute con Dios, se pelea con una mujer fundamentalista del campamento que la desprecia por su lenguaje y su carácter. Pero al final, su fe no está en los dogmas sino en la conexión: con su madre, con los niños, con su hermano. La película contrapone la religión que juzga con la espiritualidad que comprende. Y propone una lectura poco habitual para el terror contemporáneo: creer no es cerrar los ojos, sino mantenerlos abiertos ante lo incomprensible.
El trauma, por su parte, se muestra como una fuerza circular. El Grabber regresa porque aún hay miedo; el miedo se disipa sólo cuando se lo nombra. Por eso el film insiste en el diálogo: los muertos que hablan, los teléfonos que suenan, las voces que se cruzan entre mundos. La palabra es lo que rompe el hielo.
Una puerta entreabierta para Teléfono Negro 3
El final de Teléfono Negro 2 parece definitivo. Los cuerpos descansan, el asesino es vencido, los hermanos regresan a casa. Pero Scott Derrickson deja un pequeño ruido, una sospecha: el teléfono suena una vez más, en un plano final que no muestra quién llama.
Quizás el mal no desaparece del todo; quizás lo que se hereda no es sólo la luz. La secuela entiende algo que otras ignoran: que el terror más duradero no está en los fantasmas, sino en lo que queda cuando ellos se van. Y Scott Derrickson ya piensa en Teléfono Negro 3.



