Con la serie Monstruo de Ryan Murphy, Ed Gein regresa definitivamente al centro de la cultura pop. Un granjero solitario en Wisconsin, que en los años 50’s mató a mujeres, desenterró cadáveres y fabricó una especie de mobiliario epidérmico. Sillas tapizadas con piel humana, máscaras, un cinturón de pezones: la artesanía de la necrofilia. Cuando la policía entró en su casa en 1957, descubrió un catálogo de horrores domésticos que parecía escrito para el cine trash.
La fascinación por Ed Gein no está en su escala criminal –modesta en comparación con otros asesinos– sino en su dimensión simbólica. Un hombre reprimido, dominado por su madre, que encontraba en los cadáveres un material para reproducir el cuerpo femenino. Gein fue el retorno de lo reprimido de Estados Unidos. El cine lo convirtió en una sus monstruos más célebres.
El hallazgo en la granja de Plainfield fue noticia nacional. No solo por el espanto del inventario, sino por lo que revelaba del país: que el monstruo no vivía en las ciudades corruptas ni en el extranjero comunista, sino en el corazón rural, en esa tierra emblema de la moral nacional.
El periodismo moldeó la primera narrativa: el asesino solitario, la relación enferma con la madre, la piel humana como prótesis. Lo que siguió fue inevitable: novelistas, guionistas y directores recogieron ese material y lo transformaron en iconografía, en franquicia, en género. Gein se volvió linaje: Norman Bates, Leatherface, Buffalo Bill.

Las películas inspiradas en Ed Gein
Psicosis (1960)
La primera gran mutación de Ed Gein en el cine llegó con Psicosis. Robert Bloch, que vivía a pocos kilómetros de Plainfield, tomó su historia como base para una novela publicada en 1959. Hitchcock compró los derechos y en 1960 filmó una película que redefinió el horror. Norman Bates no es Ed Gein, pero su estructura psíquica proviene de él: el hijo sometido por la madre, la represión sexual, la violencia como desahogo de una identidad fragmentada.
Hitchcock convierte esa anécdota en un dispositivo formal. La madre se vuelve voz, sombra, esqueleto; Norman es un personaje amable que esconde un núcleo monstruoso. La relación con Gein está en la raíz, pero lo que importa es cómo la historia inaugura un nuevo tipo de horror: el vecino perturbado, el hombre que comparte nuestra mesa y te puede asesinar en la ducha.
Three on a Meathook (1972)
En el extremo opuesto de Hitchcock, Three on a Meathook no intenta sutileza ni alegoría. Toma la figura de Ed Gein como excusa y arma un relato de explotación sangrienta. El título ya lo dice todo: lo que importa es el gancho, el golpe visual, el impacto. El asesino dominado por la madre y las jóvenes asesinadas son reducidos a fórmula de feria, a materia para atraer a un público nocturno que buscaba escándalo y violencia. Es una película menor, olvidada, pero importante como muestra de cómo Gein se convirtió también en mercancía: un nombre que garantizaba lo prohibido, incluso cuando la calidad artística brillaba por su ausencia.
La Masacre de Texas (1974)
Si Psicosis transformó a Ed Gein en tragedia íntima, La Masacre de Texas lo convirtió en espectáculo rural. Tobe Hooper tomó la máscara de piel humana y la trasladó al Texas profundo: Leatherface, el gigante que esconde la sumisión a una familia enferma. Aquí Gein es mito colectivo: no un individuo marcado por la madre, sino una dinastía depravada que asesina a quienes entran en su territorio.
La película radicaliza la idea del horror doméstico: la casa como matadero, la cocina como carnicería. Leatherface es Ed Gein multiplicado por la paranoia de los 70’s, cuando la confianza en las instituciones se había derrumbado y la familia se mostraba como un nido de violencia. Lo que Hitchcock insinuaba con sutileza, Hooper lo gritaba con una motosierra en la mano.
Deranged (1974)
Deranged es la versión más literal de Gein: apenas un cambio de nombre para contar su historia sin velos. Ezra Cobb, el protagonista, conserva a su madre muerta, desentierra cadáveres, habla con cuerpos inertes, confecciona objetos con piel humana. El film se acerca más a un expediente policial que a una metáfora. Filmado con recursos mínimos, buscaba provocar desde el morbo puro, y sin embargo tiene algo fascinante: la frialdad documental, la falta de estilo, lo convierten en una experiencia perturbadora. Aquí no hay distancia: lo que se ofrece al espectador es el retrato directo de una obsesión enfermiza, sin los filtros que Hitchcock y Hooper habían impuesto.
El Silencio de los Inocentes (1991)
Buffalo Bill es, en muchos sentidos, Ed Gein trasladado a la modernidad. Su obsesión por la piel, la construcción de un “traje” humano, la colección de restos: todo remite al granjero de Wisconsin. Pero Thomas Harris y Jonathan Demme complejizan la figura: Bill es un asesino delirante y aterrador. Frente al genio refinado de Hannibal Lecter, Bill aparece como lo abyecto, lo marginal.
El Silencio de los Inocentes fue criticada por su retrato ambiguo de género, pero lo indudable es que instaló una nueva forma de representar el horror de Gein: ya no como el vecino amable ni como el monstruo rural, sino como reflejo de ansiedades culturales sobre identidad, deseo y cuerpo. El mito seguía vivo, adaptado a un nuevo tiempo.
Ed and His Dead Mother (1993)
En los 90s también hubo lugar para la parodia. Ed and His Dead Mother convierte a Ed Gein en comedia negra: un hijo que convive con el cadáver animado de su madre en un relato grotesco que busca la risa incómoda. La película es menor, pero muestra cómo el mito de Gein había alcanzado tal notoriedad que podía ser objeto de parodia. Lo que había nacido como horror inconcebible se transformaba en gag, en broma macabra, en pieza de cultura pop. Que un crimen rural terminara en una comedia absurda dice más sobre la persistencia del mito que sobre la película en sí.
Ed Gein (2000)
El año 2000 trajo el intento de filmar a Ed Gein directamente. Chuck Parello reconstruyó su vida y sus crímenes en un biopic sombrío que buscaba acercarse a “la verdad”. Pero el problema era insalvable: Gein ya no existía como persona, sino como personaje. El film quedó atrapado entre el deseo de documentar y la imposibilidad de competir con Norman Bates, Leatherface o Buffalo Bill. Cada escena parecía recordar al espectador otras películas mejores, como si el original hubiera quedado eclipsado por sus derivaciones. Ed Gein es valiosa por su honestidad, pero confirma que la ficción había devorado al hombre.
La casa de los 1000 cuerpos (2003)
Rob Zombie tomó la carretera norteamericana como un gabinete de curiosidades y la hizo estallar en colores y sangre: La Casa de los 1000 Cuerpos es un festival delirante que recicla, satiriza y celebra el horror de explotación de los 70s. No es una traducción literal de Ed Gein, pero vive en la misma geografía simbólica: la casa que devora, la familia como fábrica de violencia, lo doméstico convertido en taller del horror.
Zombie reúne máscaras, payasos psicópatas, firetrucks oxidados y recuerdos de motel para componer una iconografía que parece construida con recortes de otros monstruos —Bates, Leatherface, el cine de exploitation— y, sin embargo, reclama su propia autoría grotesca. La película funciona como pastiche consciente: entre el homenaje y el exceso, funciona como objeto de culto para la celebración barroca de la muerte.
Ed Gein: The Butcher of Plainfield (2007)
Siete años después, llegó la secuela apócrifa. The Butcher of Plainfield es puro exploitation tardío: violencia explícita, guion rudimentario, morbo como única propuesta. No agrega nada al mito, salvo demostrar que Gein sigue siendo rentable como marca. No hay metáfora ni estilo, apenas la repetición de tópicos. Y, sin embargo, incluso en esta versión barata, se confirma algo esencial: que el nombre de Ed Gein se convirtió en una contraseña cultural que nunca dejó de circular.

Ed Gein y la genealogía del horror moderno
La persistencia de Ed Gein en el cine no es casual: funciona como metáfora maleable. En televisión, series como American Horror Story reciclaron sus restos. En el true crime, su nombre aparece como precursor, un tótem de la monstruosidad rural. En la cultura popular, Gein representa la grieta en el sueño americano: la prueba de que bajo la superficie de normalidad hay sótanos que guardan horrores imposibles.
Lo que sobrevive de Gein no son sus crímenes –pocos, comparados con otros asesinos seriales– sino su capacidad de convertirse en metáfora. El cine lo transformó en la raíz que todavía hoy definen el género: el vecino amable que esconde un cadáver en el sótano, la familia que devora a quienes se acercan, el hombre que viste la piel de los otros para inventarse un cuerpo.
Más allá del monstruo, lo que persiste es la lección cultural: que el miedo no necesita de grandes conspiraciones, ni siquiera de carisma. Basta con abrir la puerta equivocada en una casa cualquiera del Medio Oeste. Ed Gein, en su oscuridad solitaria, terminó inventando al asesino moderno: no un espectro gótico, sino el inconsciente colectivo en su más pura materialidad.
 
				 
								


