Crítica La Casa Guinness (Netflix): Familia, poder y rebelión en Irlanda

critica la casa guinness
En La Casa Guinness, Steven Knight convierte la Irlanda del siglo XIX en un escenario de traiciones y violencia política, y donde la dinastía cervecera se enfrenta a sí misma en un país en guerra.

Mayo de 1868. El féretro de Benjamin Guinness atraviesa las calles de Dublín mientras los católicos lo condenan infierno y queman efigies, los fenianos arrojan piedras independentistas y la fuerza de choque del magnate responde rompiendo huesos con martillos. El hombre que enriqueció a su familia fabricando cerveza y aliándose con los británicos se despide entre insultos, heridos y vidrios rotos. Así comienza La Casa Guinness: con una familia vestida de negro y una ciudad prendida fuego.

Steven Knight vuelve a la fórmula de Peaky Blinders: familias poderosas, política de época, violencia desatada y explosiones de música contemporánea. Pero esta vez, el escenario no es Birmingham sino Dublín, y los protagonistas no son gánsteres de suburbio sino herederos de la dinastía que convirtió la cerveza negra en sinónimo de Irlanda. La Casa Guinness: cuatro hijos intentando mantener el imperio familiar entre rebeliones, pasiones prohibidas y el mal gusto de ser ricos en un país con hambre.

la casa guinness serie critica
La Casa Guinness, la nueva serie de Steven Knight para Netflix

La Casa Guinness: Herederos en guerra en una Irlanda que arde

El testamento del patriarca es la bomba que estalla después del entierro. A Arthur, el hijo mayor, lo ata al negocio que desprecia. A Edward, el menor, lo obliga a compartir el imperio que ya creía suyo. A Ben, el hermano alcohólico, lo reduce a una pensión mensual. A Anne, la mujer, la más lúcida de la familia, la borra del negocio como si no existiera. Desde ese gesto autoritario parte La Casa Guinness: dos hermanos atados por la fortuna que deberían haber repartido, una hermana sufriente marginada, un hermano perdido en el noche de los bares de los muelles de Dublín.

Arthur vuelve de Londres con el cinismo de quien aprendió a odiar lo que heredó. Se pasea por la mansión con la seguridad del primogénito, pero cada gesto suyo transpira hastío: el dinero lo sostiene, la obligación lo ahoga. Edward, en cambio, es el hijo obediente, aplicado hasta la rigidez, convencido de que su destino es expandir la marca a Nueva York y transformar un apellido en imperio global.

Ben (Fionn O’Shea) es apenas un fantasma: borracho, jugador, condenado a la irrelevancia. Su vida es un compendio de tabernas húmedas y deudas imposibles, un eco devaluado de la prosperidad familiar. Anne, relegada por el testamento y por su género, mira a los hermanos como quien contempla un incendio desde dentro: lúcida y enferma, sabe que la riqueza que los rodea no alcanza para salvarlos de sí mismos.

En paralelo, Irlanda respira pólvora. Los Fenianos agitan banderas, incendian barriles, sueñan con una Irlanda libre. Para ellos, la Guinness es más que una cervecería: es el símbolo de una complicidad, la prueba de que un apellido protestante se enriqueció a costa de un pueblo atravesado por el hambre. Por eso Ellen Cochrane (Niamh McCormack), figura inventada por Knight, encarna la rebelión: una mujer católica que enfrenta al imperio líquido de los Guinness y que, inevitablemente, despierta el deseo de Edward. Porque en las ficciones de Knight la política nunca se entiende sin el sexo, y el sexo nunca se separa de la traición.

El reparto logra darle densidad al guion. Anthony Boyle (Masters of the Air, No Digas Nada) construye un Arthur tan atractivo como vulnerable; Louis Partridge (Desprecio) hace de Edward un joven rígido que se quiebra en la intimidad; Emily Fairn convierte a Anne en la única voz de la conciencia de una familia que no sabe escucharla. James Norton, como el capataz Rafferty, es la bestia fiel que mantiene unido lo que todo el tiempo amenaza con romperse.

la casa guinness historia real
Anthony Boyle como Arthur Guinness en La Casa Guinness de Netflix

La Casa Guinnes: Steven Knight convierte la espuma en tragedia

Visualmente, La Casa Guinness apuesta por el exceso. Dublín está filmada con tonos oscuros, las fábricas parecen catedrales industriales, los pubs son cavernas de humo, la espuma de una pinta se convierte en metáfora de violencia. Peleas, cámaras lentas, el ritmo de bandas irlandesas del siglo XXi –DC, Gilla Band–. La serie no pretende fidelidad histórica sino ofrecer un melodrama con pretensión épica: un Succession victoriano, con cerveza y revolucionarios en lugar de accionistas.

La Casa Guinness encuentra su fuerza en las contradicciones íntimas. Arthur, homosexual en un país devorado por la religión, vive perseguido por el chantaje y por la necesidad de casarse para proteger el apellido. Edward, fascinado por Ellen, intenta conciliar el legado paterno con el deseo de la rebelión que lo desarma. Anne convierte su enfermedad en filantropía, como si el cuerpo roto fuera la metáfora de una familia incapaz de sostenerse. Incluso los secundarios –Sean Rafferty, el capataz violento; Byron Hedges, el primo ilegítimo que ofrece contactos en Nueva York; Olivia Hedges, candidata a esposa a cambio de libertad– están diseñados para mostrar que la prosperidad Guinness no puede ocultar sus grietas.

La primera mitad brilla: el entierro sitiado, el testamento como explosión, los hermanos que se miran como enemigos. Pero la segunda se hunde en repeticiones: las mismas discusiones, las mismas intrigas, las mismas traiciones recicladas. Lo que empezó como ópera negra se convierte en melodrama recargado.

Aun así, La Casa Guinness tiene escenas que justifican su existencia. Arthur bailando con su prometida mientras carga su homosexualidad como una sentencia de muerte. Edward tentado por Ellen mientras la ciudad se incendia. Anne recorriendo barrios de Dublín donde la Gran Hambruna todavía es un fantasma reciente. Momentos donde el melodrama alcanza densidad política y la saga familiar se confunde con la tragedia de un país.

La Casa Guinness es una serie que toma un apellido célebre y lo convierte en teatro de pasiones, traiciones y sangre. Steven Knight vuelve a contar que el poder es herencia y condena, que las familias ricas son tan vulgares como cualquier clan criminal, que la política no existe sin deseo y que los países también se narran a través de sus marcas. La Guinness como metáfora de Irlanda: espuma negra, sabor amargo, un símbolo que todos reconocen y nadie termina de comprender.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

Tráiler:

NOTAS RELACIONADAS