Hollywood tiene ritos propios. Uno de ellos: mirarse al espejo hasta que el reflejo se quiebre. Burlarse de sí mismo mientras cuenta billetes. Seth Rogen entiende este ritual y lo perfecciona con El Estudio (The Studio), una serie que muestra a la industria como un circo tragicómico donde las decisiones que moldean la cultura las toman personas tan perdidas como nosotros.
El Estudio llega después de las huelgas de guionistas y actores de 2023 y funciona como un homenaje a los creativos que intentan sobrevivir en esta industria. Después de La Franquicia y The Other Two de HBO, Apple TV+ se suma a la sátira de Hollywood pero con una vuelta de tuerca: aquí el protagonista no es el equipo explotado o las estrellas frustradas, sino el tipo que firma los cheques. El casi-todopoderoso ejecutivo del estudio.
El Estudio: Hollywood se mira al espejo
Seth Rogen –que además codirige cada episodio junto a su socio Evan Goldberg– es Matt Remick, un ejecutivo neurótico que acaba de conseguir su sueño: presidir Continental Studios. Matt no es un ejecutivo cualquiera. Se hizo un nombre apoyando una franquicia de superhéroes original llamada MK Ultra –guiño cínico a un programa de control mental de la CIA, ahora convertido en producto de consumo masivo–. Pero en el fondo, se considera un auténtico cinéfilo. Cree que las obras maestras dirigidas por auteurs y los blockbusters no tienen por qué ser mutuamente excluyentes.
El capitalismo cultural tiene reglas no escritas: el arte y el dinero conviven en tensión permanente. Matt intenta equilibrar ambos mundos y fracasa espectacularmente. Su jefe, el CEO Griffin Mill (Bryan Cranston) –que evoca al personaje de Tim Robbins en El Juego de Hollywood (The Player) de Robert Altman, otra sátira sobre la industria–, le recuerda que Continental no hace películas, hace productos. Así funciona la maquinaria.
La estructura de El Estudio es efectiva: cada episodio de 30 minutos gira en torno a un problema que arruina la cruzada idealista de Matt. En el episodio estreno, Griffin le ordena a Matt hacer una película del Kool-Aid Man, inspirado por el éxito de mil millones de dólares de Barbie. Pero Matt no quiere hacer Kool-Aid. Quiere hacer cine. Le propone a Martin Scorsese (el verdadero) financiar su película sobre Jonestown, la historia real en la que 913 personas murieron después de beber Kool Aid con cianuro porque el líder del culto, Jim Jones, les dijo que Dios los estaba esperando.
La condición que pone Matt: Scorsese debe llamar a su película Kool-Aid. Así nace la pesadilla. Con un ejecutivo que quiere su nombre en los créditos de un filme sobre suicidios masivos.
Continental tiene otros habitantes. La derrocada Patty (Catherine O’Hara), directora del estudio hasta que llegó Matt, ahora fantasma que ronda los sets destilando veneno. Sal (Ike Barinholtz), el mejor amigo que quiere el puesto de Matt, una víbora vestida de buen tipo. Quinn (Chase Sui Wonders), asistente ascendida a ejecutiva que llegó treinta años tarde a una industria que ya no respira, dice. Maya (Kathryn Hahn), la encargada de Marketing capaz de sexualizar lo insexualizable, de vender lo invendible.
La fuerza de El Estudio radica en su retrato de los altos ejecutivos como parte de un problema sistémico que muestra cuán desconectados están del público, afectando el medio en el que trabajan y a los directores que intentan hacer algo más que entretenimiento. Hay una vulgaridad en su comportamiento que parece provenir de la experiencia de décadas de los cinco cocreadores de la serie –Rogen, Evan Goldberg, Peter Huyck, Alex Gregory y Frida Perez–. Es casi un desahogo catártico.
La serie sabe de qué habla. Conoce el lenguaje. Las vueltas. Los recovecos. Los miedos. “No hacemos películas, hacemos contenido”. La diferencia importa. La diferencia lo es todo en un mundo donde las fronteras entre cine y producto se diluyen cada día más. Donde Marvel dicta reglas. Donde la cancelación acecha. Donde la inclusión se vuelve estrategia de marketing antes que compromiso real.
¿Qué dice El Estudio sobre el cine actual? Que la nostalgia pesa. Que los ejecutivos como Matt extrañan una época que quizás nunca existió. Que añoran los 70’s mientras viven en los 20’s. Que la tensión entre arte y comercio existió siempre pero ahora toma formas nuevas. Streaming versus salas. Algoritmos versus instintos. Franquicias versus originalidad.
Matt representa esta tensión, el no saber a qué mundo pertenece. No tiene la brutalidad desalmada de un ejecutivo ni el talento de un artista. Quiere que todos lo quieran. Los creativos. Los ejecutivos. Los actores. Los directores. Quiere que Ron Howard recorte el final de su película pero no se atreve a decírselo. Quiere que Ice Cube sea Kool-Aid Man pero no sabe cómo plantearlo sin parecer racista. Quiere ser amigo de Sarah Polley pero arruina el plano secuencia final de su película. Son problemas de gente rica. Pero el privilegio no evita la neurosis. La acentúa.
Matt es alguien que no acepta que su trabajo es vender, que el cine también es negocio. Ha visto Buenos Muchachos cien veces, sueña con producir la próxima Chinatown. Pero termina produciendo Kool-Aid 2: Electric Boogaloo.
El Estudio y la nostalgia por los años 70’s
La forma importa en El Estudio. Los planos secuencia. El grano de la imagen. Los colores terrosos. Todo evoca cierto cine de los 70’s. Un cine que ahora existe solo en festivales, en los márgenes del sistema. Un cine para pocos. La técnica dice lo que los personajes callan. Que este mundo cambió. Que no hay vuelta atrás.
Pero algo genuino sobrevive en El Estudio. Un cariño real por el medio, por la forma, por el lenguaje cinematográfico. Los personajes son monstruos que aman lo que hacen. Que sufren por lo que hacen. Que creen, a su manera retorcida, en la magia del cine.
Matt es patético, indeciso, neurótico. Pero también es uno de nosotros. También se maravilla cuando ve una buena película. También repite diálogos. También sueña con formar parte de algo más grande que él mismo. Su tragedia: estar del lado equivocado del espejo. Producir en vez de crear. Aprobar en vez de filmar. Firmar cheques en vez de gritar “acción”. Y sin embargo lo intenta. Fracasa mejor. Sigue en el juego.
El clímax de El Estudio ocurre en CinemaCon. Matt y su equipo presentan su cartelera futura a dueños de cines escépticos. No en un set. No en un rodaje. En una presentación de marketing. Porque esa es la batalla real: vender, convencer, crear expectativa, deseo. Por eso Continental existe. Para vender sueños antes de fabricarlos. Matt lo entiende tarde y nunca es buen momento para comprender que uno es menos artista y más comerciante de lo que creía.
Así es el siglo XXI: para celebrar el cine –en su configuración clásica de sala y celuloide– se hace una serie de streaming. Es la ironía perfecta para estos tiempos donde las plataformas devoran a las películas. Y sin embargo, El Estudio es un tributo al caos y la creatividad de la industria cinematográfica que es difícil no dejarse llevar por su afecto cariñosamente absurdista.
El Estudio habla de Hollywood. Habla de cine. Habla de historias. Pero sobre todo habla de personas atrapadas entre lo que aman y lo que hacen. Entre lo que sueñan y lo que venden. Entre lo que son y lo que desearían ser. Matt Remick es cada uno de nosotros. Una contradicción andante. Sueños vs. realidad. Ambición vs. talento. Cinefilia vs. balance final.
El gran logro de El Estudio es hacer que nos importe su destino. Hacer que nos importe esa película de Kool-Aid que será un desastre. Hacer que nos importe este microcosmos donde adultos con trajes caros deciden qué sueños veremos proyectados en pantallas cada vez más pequeñas, cada vez más personales.
El verdadero personaje de El Estudio no es Matt. No es Griffin. No es Patty. El verdadero personaje es el cine mismo. Su pasado. Su presente. Su futuro incierto. Rogen y compañía le hacen una autopsia. Y aun así lo aman, lo veneran, creen en su capacidad de reinventarse, de sobrevivir, de seguir importando en un mundo que ya casi no se detiene a mirar nada durante más de quince segundos seguidos.
El Estudio es pesimista, cínica, divertida, reveladora. Es todo eso junto. Como el propio cine. Y sin embargo, algo hermoso surge entre tantas tensiones. En definitiva, la serie es una comedia sobre el fin de una era. Sobre el principio de otra. Sobre el vértigo de estar en medio de ambas. Sobre la desorientación, la nostalgia, el cambio inevitable. Matt Remick no sabe dónde está parado. Quizás por eso esperamos que, de algún modo, logre hacer la gran película que sueña. Aunque sea sobre un jugo en polvo de colores artificiales.
DISPONIBLE EN APPLE TV+.