Diecisiete chicos salen de sus casas una madrugada de miércoles y corren hacia la oscuridad con los brazos extendidos, como si algo los hubiera llamado desde el otro lado del mundo. A las 2:17 exactas, Maybrook pierde a sus hijos. Y cuando un pueblo pierde a sus hijos, no hay descanso para nadie. Los padres despiertan y encuentran camas vacías, un pueblo trastornado y una maestra rubia de anteojos grandes que se convierte en el blanco perfecto para la histeria colectiva. Weapons (La Hora de la Desaparición) empieza con esa imagen y ya no para: Zach Cregger acaba de inventar la mejor pesadilla del cine reciente.
Cregger había demostrado en Bárbaro que podía convertir un sótano en un universo entero. Ahora decide que el escenario será más amplio: calles tranquilas, patios con cámaras de seguridad, un colegio primario y una comunidad dispuesta a buscar culpables antes que explicaciones. En Weapons, el miedo empieza como un relato contado por una niña –ese tipo de historias que se susurran en los recreos– y se expande hasta convertirse en un catálogo de cómo reaccionan las personas ante lo que no entiende. Como dijo un filósofo, el fascismo es un burgués asustado.

Weapons: Los chicos que corrieron hacia la nada
Julia Garner es Justine Gandy, la maestra acusada de saber más de lo que dice. Garner tiene esa cara de chica buena que puede volverse inquietante sin cambiar de expresión, y Cregger sabe explotar su ambigüedad. Justine bebe demasiado, tiembla cuando habla con los padres, y nunca queda claro si esconde algo o simplemente está tan perdida como todos los demás. Es una actuación nerviosa, precisa, que funciona porque entiende que en el cine de horror contemporáneo los personajes más perturbadores son los que podrían ser inocentes.
Josh Brolin hace de Archer, el padre que perdió a su hijo y canaliza la furia colectiva. Brolin es un actor que sabe usar su físico como instrumento dramático: acá es pura testosterona contenida, un tipo que cree que puede resolver a golpes los misterios metafísicos. No necesita gritar para transmitir violencia: la lleva en los hombros, en la manera de ocupar el espacio, en esa forma de mirar que promete problemas.
Cregger divide la película en episodios que siguen a distintos personajes. Cada capítulo es una pequeña bomba narrativa: vemos la misma historia desde ángulos diferentes y cada vez entendemos menos. Un policía casado que se enamora de la maestra sospechosa. Un drogadicto que tropieza con la conspiración mientras busca su próxima dosis. Un director de escuela que trata de mantener la calma mientras su mundo se derrumba. Ninguno encuentra lo que busca, todos encuentran algo peor, como si en el siglo XXI la paranoia fuera un virus fuera de control. Todas las historias funcionan como variaciones de una misma pregunta: ¿qué pasa cuando la violencia deja de ser un hecho y se convierte en un clima?
Cregger dirige sin virtuosismo. Lo que le interesa es cómo una imagen se instala y no se va. La violencia es siempre súbita, pero sus efectos son lentos, corrosivos. En eso, Weapons se parece más a un estudio atmosférico que a un thriller convencional. Los encuadres son precisos, los silencios prolongados. Es una película en la que el miedo no necesita saturar: basta con que se filtre, que se insinúe, que se instale donde no se lo espera.
Si en la primera hora de Weapons, cada revelación abre una nueva puerta hacia el abismo, el tercer acto de Weapons es pura demencia controlada. La violencia surge orgánicamente del terror psicológico, como si toda esa tensión acumulada necesitara explotar de de forma rápida, brutal, purificadora.
Cregger hace cine comercial sin renunciar a la complejidad, horror popular sin caer en la condescendencia. Weapons confirma lo que Bárbaro había sugerido: este director no es un accidente. Es un cineasta que sabe construir atmósferas, manejar tiempos, hacer que actores buenos den actuaciones excelentes. Maneja varios géneros sin que se note la transición: thriller de investigación, drama familiar, horror sobrenatural. Todo funciona porque todo nace del mismo lugar: la comprensión de que el mundo está roto y esa rotura se manifiesta de formas impredecibles.
Porque Weapons es, en definitiva, una película sobre la culpa. La culpa de los padres que no supieron cuidar a sus hijos. La culpa de los maestros que no pudieron protegerlos. Habla de la paranoia cotidiana, del miedo que se filtra por las grietas de la normalidad, de comunidades que se devoran a sí mismas cuando llega la crisis. Zach Cregger entiende que el horror norteamericano siempre fue moral: no se trata de monstruos sino de pecados, no de fantasmas sino de culpas que regresan para ajustar cuentas pendientes.
En Maybrook, cuando la sangre se seca y el eco de los gritos se apaga, solo queda una certeza: que lo peor no fue perder a los hijos, sino descubrir de lo que eran capaces sus padres.
 
				 
								


