Durante más de cuarenta años, Tron fue un experimento atrapado en su propio mito. Un intento de imaginar el futuro desde una computadora de los 80s, un sueño que la tecnología alcanzó demasiado tarde. La nueva entrega, dirigida por Joachim Rønning, no busca revivir ese pasado ni rendirle culto: lo deconstruye. Tron: Ares observa lo que queda cuando la fantasía digital se convierte en realidad cotidiana. Ya no hay asombro ni profecía, solo la necesidad de seguir creyendo que las máquinas todavía pueden contarnos algo sobre nosotros mismos.
Rønning filma el futuro como si fuera un pasado que nunca existió. No hay nostalgia, ni devoción por el pasado, ni reverencia por los bits luminosos del 82. Hay otra cosa: una película que usa el universo Tron para hablar del lugar donde estamos, cuando las máquinas ya no son amenaza ni promesa, sino rutina. En Ares la Inteligencia Artificial no quiere dominarnos ni salvarnos: quiere entender para qué sirve seguir existiendo.

Tron: Ares | El código de permanencia
Ares (Jared Leto), un programa de seguridad creado para ser un asesino perfecto, cruza del Grid al mundo físico mediante un láser generativo. El problema: todo lo que crea este láser se desintegra en 29 minutos. Julian Dillinger (Evan Peters), heredero del imperio tecnológico de su familia, quiere vender esta tecnología al ejército. Eve Kim (Greta Lee), la CEO de ENCOM, busca el código de permanencia –que permitiría que las creaciones digitales sobrevivan más allá de la media hora reglamentaria– para crear medicinas, recursos naturales, soluciones a problemas reales. Entre ambos, Ares: un arma que comienza a dudar del propósito para el que fue creada. La historia se sostiene sobre ese triángulo: la creadora, el mercader y la criatura.
Tron: Ares se mueve entre dos tradiciones contradictorias. Por un lado, la ciencia ficción clásica de los 80s, esa que creía en la tecnología como herramienta de liberación. Por otro, el pesimismo contemporáneo sobre la Inteligencia Artificial, la certeza de que cada avance tecnológico trae su propia forma de apocalipsis. El resultado es una película que quiere ser optimista pero no puede evitar mostrar que todo progreso viene con un costo humano.
Rønning no tiene el estilo hipnótico de Joseph Kosinski ni la elegancia geométrica de Steven Lisberger. Lo suyo es más pragmático: velocidad, claridad y control. Tron: Ares no vibra en el éxtasis del neón sino en la tensión del artificio. Cada plano está diseñado como si la cámara intentara demostrar que todavía hay materia dentro del píxel. Las persecuciones mantienen el pulso, como si el movimiento fuera una forma de pensamiento. La música de Trent Reznor y Atticus Ross empuja ese ritmo con una densidad que vuelve al universo digital un espacio de gravedad y no de luz.
El guion de Jesse Wigutow plantea preguntas conocidas: ¿puede una máquina aprender a sentir? ¿qué pasa cuando lo artificial desea ser real? ¿quién tiene derecho a crear vida? Son las mismas dudas de Blade Runner, de Ex Machina, de toda la tradición de la ciencia ficción que pregunta por la frontera entre lo humano y lo artificial. La diferencia es que Tron: Ares no busca respuestas filosóficas sino emocionales. Le interesa menos definir qué es la conciencia que mostrar cómo se siente descubrir que uno existe.
El resultado es una película que funciona más como idea que como relato. No hay personajes memorables, pero sí gestos. El momento en que Ares sale al mundo y observa la lluvia caer sobre su piel metálica, o cuando atrapa un insecto con la curiosidad de quien toca algo por primera vez, bastan para construir una conciencia. Son momentos donde la película encuentra su pulso, esa extrañeza de descubrir lo ordinario por primera vez, esa confusión de quien acaba de nacer y no sabe qué hacer con su cuerpo.

La rebelión de las máquinas
La criatura es menos un símbolo de rebeldía que un espejo de la confusión humana frente a sus propias invenciones. No se pregunta quién es, sino qué debería hacer con el poder que tiene. En ese punto, Tron: Ares se cruza con Frankenstein, pero evita la tragedia romántica: el monstruo no busca amor ni venganza, busca función. Mary Shelley escribió sobre el temor a lo que creamos; Rønning filma sobre el cansancio de seguir creando.
La franquicia Tron siempre fue sobre la fascinación tecnológica. La película original de 1982 preguntaba qué pasaría si un humano entrara dentro de una computadora. Tron: Legacy, en 2010, preguntaba qué pasaría si un programa desarrollara ambiciones divinas. Ahora, Tron: Ares pregunta qué pasaría si los programas pudieran salir al mundo real.
La gran diferencia con sus antecesoras es que aquí el mundo digital perdió toda mística. Ya no es un espacio paralelo ni una metáfora de la divinidad. Es un lugar cualquiera. Los efectos visuales están diseñados para naturalizar lo imposible. Las luces de neón que antes eran símbolo de un futuro inalcanzable ahora son parte del paisaje urbano.
Rønning entiende que el público ya vive dentro del sistema que Tron imaginaba. Que la virtualidad dejó de ser un destino para convertirse en ambiente. Por eso, cuando la cámara entra y sale del mundo digital sin marcar la diferencia, lo hace con una intención precisa: disolver las fronteras. Lo real y lo simulado se mezclan en una continuidad indiferente. Ares no busca definir qué es real; asume que todo lo es, aunque no sepamos por cuánto tiempo.

Tron: Ares como parábola sobre el control
En esa ambigüedad hay una lectura política. Tron: Ares es, en definitiva, una parábola sobre el control. Los CEOs que compiten por el “código de permanencia” son versiones de un mismo delirio: la ambición de fijar lo efímero. Lo que ellos llaman progreso es apenas miedo a la disolución. Eve quiere curar enfermedades y salvar el planeta; Julian quiere fabricar armas y venderlas al mejor postor. Ambos temen lo mismo: que nada dure. El Código de Permanencia es una metáfora transparente sobre el intento humano de detener la muerte con tecnología.
Ares encarna la refutación de esa idea. Su existencia demuestra que todo lo creado se degrada, incluso aquello que parece eterno. Su rebeldía no es moral sino ontológica: se resiste a ser producto. En eso, Tron: Ares recupera el espíritu más incómodo del original, aquel que hablaba de la creación como acto de soberbia. La diferencia es que ahora la soberbia ya no pertenece al inventor sino al algoritmo que se inventa a sí mismo.
Pero Ares no consigue escapar del síndrome que afecta a todas las franquicias tardías: la necesidad de justificar su existencia. El film avanza con seguridad pero sin sorpresa, consciente de que cualquier intento de innovación será absorbido por el mismo sistema que pretende cuestionar. No hay revolución posible cuando la estética del software se convirtió en norma visual del entretenimiento.
Aun así, la película logra algo raro: devolverle gravedad a un universo que se había convertido en reliquia. No por el diseño ni por la acción, sino por la forma en que asume su anacronismo. Ares no quiere ser Blade Runner ni Ghost in the Shell. No busca hacer filosofía sobre el alma de las máquinas ni sobre la caída de los dioses digitales. Prefiere quedarse en el terreno intermedio donde el mito se desgasta pero todavía respira. Ese espacio es su verdadera zona de interés: la vida como un programa defectuoso que insiste en ejecutarse.
Tron: Ares no coloca a la franquicia en el centro de la ciencia ficción contemporánea, pero la pone en su lugar: como documento de un tiempo donde lo digital dejó de ser promesa para volverse evidencia. Lo que queda es ese resplandor tenue, esa electricidad cansada que todavía atraviesa el cuerpo cuando la pantalla se apaga. Porque el código puede borrarse, pero la imagen persiste unos segundos más, flotando en la retina. Y en ese destello –breve, residual– todavía hay cine.



