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Crítica Springsteen: Música de Ninguna Parte | El hombre que quiso grabar el vacío

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Con Springsteen: Música de Ninguna Parte, Scott Cooper convierte la grabación de Nebraska en una meditación sobre la soledad, la memoria y el poder del sonido para convocar los propios fantasmas.

Springsteen: Música de Ninguna Parte busca eso que vibra más allá de las canciones, en el espacio que hay entre la melodía y la letra: el temblor que queda después de la última nota. Scott Cooper filma el momento en que un músico que lo tuvo todo –estadios, multitudes, futuro– encierra su furia en una habitación y se queda solo con una guitarra, un grabador de cuatro pistas y una serie de voces que no sabían a dónde ir.

La película reconstruye el tiempo suspendido entre la gloria y la nada, cuando Bruce Springsteen grabó el álbum Nebraska. Pero más que un biopic de rock, lo que aparece es un retrato de la intemperie: el sonido como refugio, la música como un modo de sobrevivirse. Porque en ese encierro hay humedad, cansancio, una forma de silencio que no es vacío sino exceso.

Si Springsteen se repliega para entender qué queda de él cuando se apaga la maquinaria del éxito, Música de Ninguna Parte muestra esa retirada con la luz de un atardecer que no termina de irse, una guitarra que no suena del todo limpia, un hombre que mira la cinta girar como si en ella estuviera su única posibilidad de salir vivo.

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Jeremy Allen White en Springsteen: Música de Ninguna Parte

Springsteen: Música de Ninguna Parte | Jeremy Allen White y los fantasmas de Nebraska

Springsteen: Música de Ninguna Parte no pretende reproducir la crudeza de Nebraska sino traducirla. En lugar de copiar su austeridad, la mira como si fuera un fantasma: un eco que no se deja atrapar, un murmullo que cambia de forma cada vez que alguien lo escucha. En ese sentido, la escenas no avanzan: resuenan. Los gestos de Jeremy Allen White –esa mezcla de resistencia y tensión contenida– no buscan parecerse a Springsteen, sino a lo que se siente al escucharlo. Su cuerpo parece afinado en otra frecuencia, como si la música pasara a través de él pero no terminara de pertenecerle.

Cooper entiende que el mito del rock no está hecho de certezas, sino de pérdidas. Por eso filma la creación de Nebraska no como una iluminación sino como un extravío. Cada canción es una forma de volver a un lugar que ya no existe: las carreteras que se extienden más allá de la pantalla, los moteles donde se confunden el deseo y la culpa, las voces de los condenados que pueblan el disco y que aquí se escuchan como si vinieran desde otra vida.

Jeremy Strong, como Jon Landau –el manager que lo empuja y lo protege–, aparece para recordarle a Springsteen que el arte también es negociación, que cada decisión tiene un precio. Pero lo interesante no está en esa tensión entre lo comercial y lo íntimo, sino en el modo en que Cooper la hace visible sin volverla una tesis. No hay discursos sobre la autenticidad del rock ni frases sobre el sacrificio del artista: hay silencios, repeticiones, la incomodidad de grabar algo que nadie parece entender.

Cuando aparecen los flashbacks –la infancia, el padre alcohólico (Stephen Graham), las sombras de la casa–, Cooper los usa menos como explicación psicológica que como imágenes que contaminan el presente. Lo que importa no es qué le pasó a Springsteen, sino cómo suena. La memoria no es una historia: es un tono.

Springsteen: Música de Ninguna Parte también inventa un amor que no existió. Faye –camarera, melancólica, contenida– es la mujer que representa el conflicto entre el deseo de normalidad y la imposibilidad de alcanzarla. Odessa Young la interpreta con una mezcla de ternura y lucidez: sabe que está enamorada de alguien que está desapareciendo.

Faye busca darle cuerpo al fuera de campo: la pureza de lo cotidiano, la raíz obrera de Nebraska, el mundo que queda cuando se cierra la puerta del estudio. No pertenece al universo del rock sino al de la espera, a aquello que recuerda que la música no se hace solo con inspiración sino con cansancio, con los restos de una vida que sigue mientras alguien intenta capturarla.

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Jeremy Strong como Jon Landau en Springsteen: Música de Ninguna Parte

Springsteen: Música de Ninguna Parte | El hombre que se grabó para no desaparecer

El trabajo visual de Cooper es menos literal de lo que parece. La fotografía, con su luz de invierno y su grano de los 70s, no busca reproducir el blanco y negro de Nebraska, sino la textura de una memoria. Todo en la película parece estar a punto de desvanecerse: las casas, las rutas, los rostros. Incluso el propio Springsteen, que se mueve como si cargara con el peso de haber sido demasiadas cosas.

Cooper filma el proceso creativo como si la música surgiera de una negociación con fuerzas que Springsteen no controla del todo. Un estado mental donde la canción existe antes de ser escrita, donde el trabajo consiste en encontrarla, en limpiar todo lo que sobra hasta que queda solo lo esencial. Por eso los ruidos de la cinta, el roce de las cuerdas y el eco de la portaestudio contienen el espíritu del álbum: la idea de que la belleza puede surgir de la imperfección.

Música de Ninguna Parte es demasiado respetuosa, convencional, y por momentos parece olvidar que el silencio también tiene ritmo. Pero incluso ahí, algo persiste: una tristeza que no busca conmover, una fe en la posibilidad de que una canción contenga una vida entera.

Nebraska era un disco sobre tipos perdidos, sobre la banalidad del mal, sobre la desesperanza como rutina. Era la mirada de un hombre que quería a su país pero no creía en él. Música de Ninguna Parte es el relato sobre ese sonido que no pertenece a un lugar ni a un tiempo, creado por un Springsteen que ya no es el jefe de nadie: es un hombre que se escucha con miedo a no reconocerse, que sabe que grabar es apenas una manera de seguir respirando. En definitiva, una voz tratando de no desaparecer.

Tráiler de la película:

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