Cuarenta y cuatro años después del estreno de Possession en Cannes (27 de mayo de 1981), la película de Andrzej Żuławski vuelve a los cines como un fantasma que regresa a reclamar su lugar en el panteón del cine de terror, pero también como un documento brutal sobre la imposibilidad del amor en tiempos de crisis. Porque Possession no es una película de género: es un ensayo cinematográfico sobre el fin de una época, sobre el matrimonio como institución burguesa en estado de descomposición, sobre Berlín como ciudad dividida: el espacio psíquico de la alienación moderna.
Possession: Anatomía de una ruptura
Mark (Sam Neill) es un espía que regresa de un largo viaje de trabajo. Su esposa Anna (Isabelle Adjani) quiere el divorcio. Hay otro hombre, dice ella. Él no lo entiende. Discuten. Se separan. Fin de la historia, si no fuera porque Żuławski decidió filmar la separación como si fuera el fin del mundo. Anna no solo tiene un amante: tiene algo más, algo inclasificable, algo que habita en un departamento sórdido y que va mutando, creciendo, convirtiéndose en una criatura que es, al mismo tiempo, el horror puro y la manifestación física del deseo femenino liberado de todo tabú. Possession: el encuentro fortuito de Sade y Lacan sobre la mesa de disección de David Lynch.
Żuławski filmó Possession en 1980, recién salido de Polonia, donde la censura comunista había prohibido sus películas. Se instaló en Berlín Occidental para hacer un filme sobre la ruptura de su matrimonio. Berlín Occidental en 1980: ese experimento capitalista encerrado en una cápsula socialista. El lugar perfecto para filmar una película sobre la división, sobre la imposibilidad de estar enteros en un mundo partido al medio. Porque Possession es eso: una película sobre personas divididas en una ciudad dividida en un continente dividido. La perfecta mise en abyme de la esquizofrenia occidental.
El resultado es una obra inclasificable que funciona como drama doméstico, como película de horror corporal, como alegoría política y como tratado filosófico sobre el fin de la modernidad.
Isabelle Adjani y el arte de ser poseída
Anna –Isabelle Adjani en estado de trance permanente– no es sólo una mujer que no ama más a su marido. Es una mujer poseída, en el sentido más literal y más metafórico de la palabra. Poseída por algo que no puede nombrar, algo que la empuja hacia el abismo del deseo y el horror. El psicoanálisis tendría mucho que decir sobre esta metáfora, pero Żuławski no está haciendo psicoanálisis: está haciendo cine. Y el cine no necesita explicar sus símbolos para que funcionen.
La secuencia del subte berlinés es una de las más perturbadoras jamás filmadas. Anna sufre una crisis que es, simultáneamente, un ataque de nervios, un orgasmo, un parto y una revelación mística. Adjani se retuerce en el suelo como si estuviera dando a luz al siglo XXI, como si su cuerpo fuera el campo de batalla donde se define el futuro de la humanidad.
Żuławski no filma la secuencia como un momento de demencia femenina –ese recurso tan cómodo– sino como una epifanía: Anna descubre algo sobre sí misma, sobre su propio deseo, sobre su propia naturaleza que no puede ser contenido dentro de los límites del matrimonio. La criatura que va creciendo en el departamento secreto es, literalmente, su hijo: el producto de su deseo liberado, la materialización de todo lo que la sociedad y la religión le prohibían ser.
La criatura como materialización del deseo: Lo Real lacaniano en Possession
Mark, por su parte, no es el marido traicionado que busca venganza. Es algo más complejo y más patético: es un hombre que se da cuenta de que el mundo cambió mientras él miraba para otro lado. Sus reglas ya no sirven, su amor ya no alcanza, su comprensión de la realidad resulta insuficiente para procesar lo que está viviendo. Cuando descubre la criatura en el departamento de Anna, su reacción no es de asco sino de fascinación. Entiende, de alguna manera, que Anna encontró algo que él nunca podrá darle. Y esa comprensión es más dolorosa que cualquier traición.
Heinrich (Heinz Bennent), el amante new age de Anna, representa todo lo que Mark no es: refinado donde Mark es tosco, trascendente donde Mark es pragmático, europeo donde Mark es… Sam Neill. Pero Heinrich tampoco puede contener a Anna, tampoco puede satisfacer esa sed de absoluto que la consume. Porque Anna no busca un hombre: busca una experiencia, una transformación, una forma de salir de sí misma. Y encuentra todo eso en la criatura que va creciendo en el departamento secreto, esa cosa que es su deseo en estado puro, la materialización imposible de lo Real lacaniano: ese núcleo traumático que no puede ser simbolizado, que excede toda representación, que existe más allá del lenguaje.
La criatura no es un símbolo del deseo de Anna: es el deseo sin mediación simbólica. Y por eso es tan aterrador: porque nos muestra lo que somos cuando se acaban las palabras.
Possession: Body Horror como filosofía
Possession funciona en múltiples niveles de lectura. Como drama matrimonial, es despiadada: muestra la violencia doméstica, los celos, la manipulación emocional, la incapacidad de comunicación entre dos personas que alguna vez se amaron. Como película de horror corporal, es vanguardia: anticipa el body horror de Cronenberg, Carpenter y Coralie Fargeat. Como alegoría sobre Berlín dividido, es perfecta: la ciudad partida por el muro refleja la imposibilidad de reconciliar los deseos con las expectativas sociales.
Pero hay algo más en Possession, algo que la convierte en una obra única en la historia del cine: su capacidad para mostrar el amor como una forma de horror. No el desamor, no la traición, no el abandono: el amor mismo como fuerza destructiva, como adicción, como pasión que consume y transforma, como energía primitiva que no puede ser domesticada. Anna ama a Mark, pero también ama a la criatura, y también ama a Heinrich. Y cada uno de estos amores la transforma, la posee, la lleva hacia territorios que tal vez era mejor no transitar.
Żuławski filma con un estilo que combina la precisión técnica con la inspiración visionaria. Sus movimientos de cámara son nerviosos, enfermos, pero precisos: cada travelling, cada panorámica, cada zoom responde a una necesidad dramática. Su uso del color –esos azules fríos, esos verdes enfermizos, esos rojos sangrientos– crea una atmósfera de pesadilla que se adhiere a la mirada. Y su dirección de actores logra algo casi imposible: más cerca del teatro experimental que del cine, las actuaciones extremas, siempre al borde de la sobreactuación, resultan naturales dentro del universo lisérgico de la película.
Possession: Andrzej Żuławski y la estética de la descomposición
Possession es pura provocación. Fue prohibida en varios países. Los censores alegaron que era demasiado violenta, demasiado sexual, demasiado perturbadora. Tenían razón, pero se perdieron el punto: la película es perturbadora porque toca algo esencial sobre las relaciones humanas. Porque muestra, sin concesiones, que conocer realmente a alguien es una experiencia aterradora, que el amor verdadero –ese amor que trasciende las convenciones– se parece demasiado a una película de terror.
2024 fue el año del body horror: después de que se anunciara que Robert Pattinson y el director de Smile, Parker Finn, están desarrollando un remake de Possession, La Sustancia popularizó un género históricamente de culto. Pero que la película de Żuławski regrese a los cines parece responder a una necesidad: en tiempos de cancelaciones, coordinadores de intimidad y corrección política, Possession es una obra brutalmente honesta. Es cine de autor en el sentido más puro: la visión personal de un director que tuvo el coraje de filmar sus propios demonios, sus propias obsesiones, sus propias heridas.
Żuławski murió en 2016, pero Possession sigue viva, sigue creciendo, sigue mutando. Es una película que no envejece porque nunca fue joven: nació vieja, con el conocimiento terrible de que el amor es la experiencia más hermosa y más destructiva que puede vivir un ser humano. Y que, tal vez, no hay diferencia entre las dos.
Ver Possession en pantalla grande es menos una experiencia que un ritual: es enfrentarse con uno de los films más radicales jamás filmados. Es cine que interroga, que inquieta, que se instala en la memoria y deja marcas. Y eso es lo más parecido al amor que puede conseguir una película. O lo más parecido al horror, que tal vez sea lo mismo.