Parthénope: Los Amores de Nápoles | La belleza incomprendida

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En Parthénope, Paolo Sorrentino filma el alma sensual de Nápoles y la convierte en una mujer que trasciende su condición de objeto para encarnar las pasiones, contradicciones y secretos de la ciudad.

Nápoles es memoria, es mito, es contradicción. Una ciudad que brilla como una promesa rota. Paolo Sorrentino –ese director dedicado a convertir la belleza en género cinematográfico– decide en su nueva película que Nápoles tiene nombre de mujer. La llama Parthénope, como la sirena fundacional, como el nombre antiguo de su ciudad natal.

Los griegos tienen esa historia: una sirena, Parthénope, intentó seducir a Ulises con su canto. Ulises, atado al mástil, resistió. La sirena derrotada se suicidó frente a las costas donde luego se levantaría Nápoles. Los habitantes decidieron que ella era el origen de su ciudad. Parthénope: Nápoles antes de ser Nápoles.

Sorrentino toma el mito y lo convierte en una criatura imposible, hipnótica. Celeste Dalla Porta –la actriz debutante que interpreta a Parthénope– es la fórmula química de sensualidad, un ángel caído que se mueve por la ciudad como una aparición. Muchos la desean, todos la admiran, nadie la entiende.

Parthénope: Los Amores de Nápoles tiene la estructura de un sueño: fragmentaria, ondulante, por fuera de los límites de la narrativa convencional. Fragmentos que ilustran conceptos sobre el dolor inherente a la belleza y la transitoriedad de la juventud; sobre el deseo sexual e intelectual; sobre las contradicciones y el esplendor deteriorado de una ciudad (simbolizado en un primer plano de un busto de mármol parcialmente destruido). Pero en ese onirismo hay una coartada para la superficialidad. Sorrentino construye un universo donde la belleza es todo y no significa nada.

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Gary Oldman como John Cheever en Parthénope: Los Amores de Nápoles

Parthénope: Anatomía del deseo

Parthénope nace en el mar del golfo napolitano como una Venus moderna. A los 18 años ya funciona como centro de gravedad de los deseos ajenos. Su amigo de infancia Sandrino (Dario Aita) la venera desde la niñez. Su hermano Raimondo (Daniele Rienzo), afectado por una melancolía estructural, sufre ante la imposibilidad del incesto.

Pero ella intenta trascender la materialidad de sus encantos. Lee, estudia, viaja, mientras diversos personajes interfieren en su proyecto de entender el mundo: una profesora de actuación desfigurada (Isabella Ferrari), un mafioso (Marlon Jourbert) que la lleva a ser testigo de la unión sexual de dos familias de la Camorra, un obispo (Peppe Lanzetta) que la viste como una Madonna pervertida, el amor de varios hombres que se dividen entre los que la desean y los que la idealizan. Solo su director de tesis (Silvio Orlando) en la universidad parece reconocer sus aspiraciones intelectuales.

Durante un fin de semana en Capri, que oscila entre el hedonismo y la tragedia, un millonario la acosa desde un helicóptero pero ella prefiere conversar con John Cheever (Gary Oldman), ese escritor norteamericano extraviado en las callejones de la noche italiana mientras consume alcohol con disciplina profesional.

Parthénope recorre paisajes mediterráneos que funcionan como una extensión visual de su presencia. Cada escena es una postal, cada momento un tableau vivant donde la protagonista es más un objeto de contemplación que sujeto de su propia historia. Sorrentino propone un pacto visual. La cámara se comporta como un místico ante su divinidad y el ritual produce un efecto inquietante. La mirada del director, replicada por cada personaje masculino que puebla el relato, se detiene en la superficie: esos ojos que desafían la cuarta pared, esos vestidos que revelan y ocultan, ese cuerpo que se desplaza por espacios tan estilizados como ella.

¿Es posible comprender a Parthénope? Sorrentino construye un monumento a la mirada que prioriza el esplendor sobre la sustancia. Perthénope flota con dignidad aristocrática y es consciente de la atención que genera, pero permanece pasiva, enigmática e impenetrable. Las tragedias, las pérdidas y los recuerdos le confieren una melancolía que intensifica su magnetismo. Pero a pesar de sus expresiones y movimientos sugestivos, no es un personaje tridimensional sino una idea: la encarnación de Nápoles en su contradictoria magnificencia.

Parthénope: El espejismo de Nápoles

La cámara de Sorrentino –maestro de la imagen, creador de planos perfectos– se mueve con elegancia encontrando ángulos imposibles, composiciones que te dejan sin aire. Aquí, junto a la directora de fotografía Daria D’Antonio, convierte Nápoles en un sueño dorado, un espejismo de belleza mediterránea. Un decorado sensual y decadente. Un espacio de ruinas gloriosas, pasiones contenidas, melancolía subtropical. Los paisajes son tan espectaculares como su heroína, filmados con una ostentación casi obscena.

Pero Sorrentino ofrece una belleza hueca, un cuerpo sin alma, una ciudad de fachadas espléndidas y núcleo corrompido. Y en el proceso, nos convierte en cómplices de su mirada, en voyeurs incapaces de comprender, en deseantes incapaces de amar. Como Parthénope, la película enfrenta directamente la cámara sin revelar su interioridad. Como Nápoles, nos seduce con su superficie mientras oculta sus complejidades. Es un homenaje a la belleza femenina que termina siendo su condena, porque en el intento de celebrar a Parthénope la anula, la convierte en un maniquí glorioso, en una estatua de sal.

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Celeste Dalla Porta en Parthénope: Los Amores de Nápoles

La mirada de Paolo Sorrentino

Existe una distinción entre contemplar y cosificar. La mirada constituye uno de los fundamentos del dispositivo cinematográfico desde los tiempos de Lillian Gish, Greta Garbo y Rudolph Valentino. Pero Parthénope es heredera directa de esos personajes de los 60’s que Brigitte Bardot inmortalizó: objetos de deseo convertidos en fetiches culturales. Parthénope: Los Amores de Nápoles comienza como una exploración de los desafíos que enfrenta una mujer bella y termina convirtiéndose en una celebración de la mirada masculina.

Della Porta se esfuerza por transmitir la complejidad de Parthénope más allá de su apariencia. Sin embargo, ese esfuerzo queda neutralizado por la negativa de Sorrentino a trascender lo visual. Todos los personajes desean a Parthénope pero ninguno la entiende porque esa comprensión es imposible. Es como intentar entender a un dios.

Sin embargo, ¿no existe cierta grandeza en este tipo de fracaso? Sorrentino manifiesta una fascinación erotizada por la belleza femenina. ¿No resulta admirable ese director que se sumerge en el abismo de su propia obsesión?

Sorrentino parece estar procesando sentimientos ambivalentes sobre su lugar de origen, representado como un espacio vulgar y sublime, habitado por personajes hiperbólicos pero fotografiado con una luz que transforma lo ordinario en trascendente. Cualquier intento de articular un discurso más complejo queda sepultado bajo el peso de la autocomplacencia.

En definitiva, Parthénope: Los Amores de Nápoles no es una película sobre una mujer. Es una película sobre la mirada. Sobre cómo miramos, sobre lo que elegimos ver y lo que decidimos ignorar. Un tratado visual sobre el deseo masculino, sobre cómo convertimos lo femenino en paisaje.

Quizás el verdadero núcleo de la película no sea la mujer hermosa deseada e incomprendida, sino la Nápoles que Sorrentino lleva adentro, la ciudad imposible que jamás podrá poseer, independientemente de cuántas veces la filme.

O que la belleza, como la existencia misma, no se puede comprender sino experimentar. Como habría hecho Oscar Wilde – ese dandy que hizo de la superficie un culto–, Sorrentino convierte a Parthénope en un objeto de contemplación pura, sin la obligación de significar más allá de lo que es. No traiciona a su protagonista al objetivarla, sino que la libera. Un puro acontecimiento visual, una presencia que no pide perdón.

Y en esa superficie, en ese brillo napolitano que oscila entre lo sublime y lo obsceno, habita el verdadero poema. No el que se cuenta, sino el que se mira. No el que se entiende, sino el que simplemente existe.

Tráiler de la película:

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