Stephen King escribió un cuento sobre un hombre cualquiera. Mike Flanagan lo convirtió en una película sobre todos los hombres y todas las vidas: cómo empiezan, cómo terminan, cómo se recuerdan. La Vida de Chuck (The Life of Chuck) habla de la muerte para celebrar la vida. Una historia contada hacia atrás que mira hacia adelante.
La estructura es un tríptico que funciona como una sinfonía: tres movimientos que se responden entre sí, que se completan, que crean sentido porque empiezan donde todo termina. Primero el apocalipsis, después el baile, finalmente la infancia. Como si algunas historias solo pudieran contarse al revés porque la comprensión llega cuando ya es demasiado tarde para cambiar algo, pero todavía a tiempo para entender qué nos pasó.

La Vida de Chuck: Bailar antes del final
La Vida de Chuck empieza con un mundo que se apaga. Las noticias hablan de California tragada por el mar, de volcanes en Alemania, de hospitales sin médicos y, como señal definitiva del apocalipsis, PornHub caído para siempre. En las calles, los cráteres se abren como advertencias y los autos se amontonan en un tráfico que ya no lleva a ninguna parte. Entre ese ruido, aparece un cartel publicitario: “¡39 años maravillosos! Gracias, Chuck”.
Nadie sabe quién es Chuck. Un hombre de anteojos, sonrisa tímida, aire de empleado bancario. Pero los carteles se multiplican. En las ventanas, en la televisión ya sin programas, en el cielo. Todo parece destinado a terminar, y sin embargo, alguien celebra la vida de un desconocido como si su existencia hubiera sido un milagro cotidiano.
Ese tono –una mezcla de calma y melancolía, de cotidianeidad y fin del mundo– sostiene toda la primera parte de La Vida de Chuck. Un apocalipsis doméstico, una catástrofe con modales: la gente sigue yendo al trabajo, los padres se preocupan más por el wifi que por las calificaciones de sus hijos. No hay héroes, ni carreras, ni explosiones. Hay rutina e intentos torpes de normalidad.
En el segundo movimiento, el mundo todavía no comenzó a terminar. Es un día luminoso, una calle cualquiera, una artista callejera que marca un ritmo con su batería. Chuck Krantz (Tom Hiddleston) –un contador en viaje de trabajo– pasa por ahí. Se detiene. Duda. Primero un movimiento mínimo. Luego una mano que marca el beat y el cuerpo que se suelta y en segundos la calle se convierte en un escenario improvisado. Chuck invita a una mujer que mira desde la esquina y el baile se vuelve locura compartida. Él gira, ella responde; él salta, ella improvisa. Hay un diálogo físico, un idioma privado que inventan con cada movimiento.
Flanagan filma la escena con algo de cine musical viejo. El encuadre deja que los cuerpos se muevan. No hay cortes ansiosos ni coreografías fragmentadas. Solo dos personas bailando como si por un instante el mundo no fuera más que eso. Es un momento que se vuelve inolvidable porque ahí está el corazón de la película: la idea de que una vida puede resumirse en instantes donde todo se alinea sin que nadie lo haya planeado. Por esos 10 minutos perfectos, La Vida de Chuck se justifica a sí misma. Un hombre común en pleno motín existencial contra su propia mediocridad, eligiendo la alegría cuando el sistema solo te pide eficiencia.

La Vida de Chuck: Mike Flanagan y el fantasma de Stephen King
El tercer movimiento de La Vida de Chuck nos lleva más atrás, a la infancia y adolescencia. Chuck vive con sus abuelos después de perder a sus padres. La casa parece triste, hasta que su abuela (Mia Sara) empieza a enseñarle a bailar en la cocina. Su abuelo (Mark Hamill, con ojos que parecen haber visto siglos) es un hombre que entiende que ser contador puede ser un arte, que los números tienen música, que la precisión es una forma de belleza. En ese ambiente, el joven Chuck (Benjamin Pajak, talento en estado natural) encuentra refugio en la danza y descubre que el mundo puede ser hermoso incluso cuando duele.
La Vida de Chuck no es un drama apocalíptico, ni un musical, ni un melodrama. Es un recordatorio de que mirar hacia atrás es siempre un acto incompleto. La vida no cabe en una cronología. Son momentos que se encienden y se apagan. Flanagan nos recuerda que estar vivo es activar la mecánica del goce, no dejar que te secuestren el estado de ánimo: elegir bailar cuando todo se cae alrededor, es encontrar arte en los números y música en el caos.
Stephen King construyó esta historia como respuesta a las preguntas sobre el sentido de la vida. ¿Qué pasa si la existencia de un contador cualquiera fuera tan importante como la de un presidente? ¿Qué pasa si cada vida común tuviera resonancia cósmica?
Al final, entendemos que Chuck no es especial porque sostenga el mundo: el mundo es especial porque contiene millones de Chucks bailando en esquinas, enseñando en escuelas, encontrando perfección en los números. Porque lo que queda, después de todo, no es el hundimiento de California ni los carteles en el cielo. Es ese instante en que un hombre decide moverse sin razón al ritmo de una batería para sacarse la sensación de estar embalsamado. Ese instante en el que desaparecen las dudas y solo queda una certeza: que el placer es superior al dolor, porque el placer quiere la eternidad.



