Hay películas que se miran y hay películas que nos miran. Hay directores que cuentan historias y hay directores que cuentan la Historia mientras intentan no morir en el intento. Cada fotograma de La Semilla del Fruto Sagrado es un acto de resistencia, una declaración de guerra contra lo establecido, un desafío al régimen que quiso silenciar a su director, Mohammad Rasoulof, con cárcel y látigo.
En Irán, su país, hacer cine puede ser también un suicidio asistido. No es metáfora: mientras terminaba La Semilla del Fruto Sagrado condenaron a Rasoulof a ocho años de prisión y flagelación. En un viaje clandestino de casi un mes llegó a Alemania, donde pudo terminar su película, un grito desgarrado que viene desde el interior de un país que devora a sus hijos.
La Semilla del Fruto Sagrado se instala en ese espacio tan pequeño y universal: la familia. Cuatro paredes, cuatro personas. Iman (Misagh Zare), un juez investigador recién ascendido en la maquinaria judicial de la República Islámica; su esposa Najmeh (Soheila Golestani), devota de su marido y del estatus quo; y sus dos hijas, Rezvan (Mahsa Rostami) y Sana (Setareh Maleki), quienes pertenecen a una generación que ya no tolera un régimen teocrático que les roba hasta el aire.
La Semilla del Fruto Sagrado: La vida bajo vigilancia
El cine de Rasoulof es claustrofóbico: sus personajes están siempre atrapados, ya sea dentro de habitaciones, de situaciones o de sistemas. En La Semilla del Fruto Sagrado, el departamento familiar funciona como una versión a escala de Irán. Lo doméstico y lo político se funden hasta hacerse indistinguibles. La autoridad del padre es la autoridad del Estado; cuestionar una es cuestionar la otra.
Pero en ese espacio cerrado hay grietas por donde se cuelan realidades que no deberían entrar. Manifestaciones, noticias de muertes, rumores de torturas. El cineasta intercala imágenes verdaderas de jóvenes corriendo por las calles de Teherán perseguidos por la policía antidisturbios; mujeres sin hijab desafiando al régimen. Lo que vemos en la ficción tiene su correlato violento en el mundo.
Cada plano, cada diálogo, cada silencio de la primera parte de La Semilla del Fruto Sagrado está calibrado para llevarnos hasta un punto de quiebre donde la familia –como el país– ya no puede seguir fingiendo que todo está bien. La semilla de la duda –esa semilla del fruto sagrado del título– ya está instalada.
Cuando desaparece el arma que le dieron a Iman con su nuevo cargo de juez (“Para protección”, le dicen. Pero las armas nunca son solo armas: son extensiones del poder, símbolos de autoridad, promesas de violencia legitimada), todo el edificio de certezas comienza a desmoronarse. ¿Fueron sus hijas? ¿Qué hace un hombre cuando comprende que su familia lo ve como un monstruo?
La segunda mitad de La Semilla del Fruto Sagrado abandona el drama doméstico para adentrarse en territorios del thriller. La paranoia de Iman crece. El miedo se instala. La violencia siempre latente amenaza con explotar. Rasoulof se toma ciertas libertades genéricas, pero cada giro, cada secuencia que roza lo fantástico, está al servicio de una metáfora mayor: la descomposición moral del patriarcado, la corrosión de una autoridad que solo puede mantenerse mediante la fuerza.
Iman es una figura trágica, un hombre atrapado en sus propias contradicciones. Cree sinceramente que está haciendo lo correcto, que está sirviendo a Dios y a la patria. Para él, la ley, la tradición y la religión son una trinidad indivisible. Vive en un mundo donde todo está definido por fronteras claras: lo permitido y lo prohibido, lo bueno y lo malo, nosotros y ellos. Sus hijas, en cambio, habitan un universo de posibilidades, de preguntas sin respuesta, de fronteras difusas.
“Allá seremos la familia que éramos”, dice el patriarca cuando decide llevar a su familia al campo. La frase, con su sintaxis tortuosa, revela la esencia del pensamiento conservador: volver a un pasado idealizado, regresar a un supuesto estado de pureza. Es la misma pulsión que mueve a los regímenes autoritarios: restaurar un orden mítico, una edad dorada donde todos conocían su lugar.
Pero ese lugar ya no existe, si es que alguna vez existió. Las hijas de Iman han visto demasiado para volver atrás. Han escuchado voces que su padre no puede oír. Han experimentado deseos que él no puede comprender.
La Semilla del Fruto Sagrado: Raíces de resistencia
Lo más perturbador de La Semilla del Fruto Sagrado es la forma en que Rasoulof muestra cómo los sistemas totalitarios no solo oprimen desde fuera, sino que se instalan dentro de nosotros. Iman no es un villano de manual: es un hombre que ha internalizado tan profundamente las reglas del juego que ya no puede imaginar otro modo de existir. Y esa fe ciega es más peligrosa que cualquier malicia deliberada.
Y en ese momento en que la película se vuelve onírica, cuando Iman persigue a su familia por las ruinas de un antiguo pueblo persa como un Minotauro extraviado en su propio laberinto, comprendemos que es el patriarcado reducido a un monstruo extraviado, rugiendo impotente mientras las mujeres escapan hacia un futuro impreciso pero propio.
Sin la sutileza de los grandes disidentes del cine –como Kieslowski en la Polonia comunista o Béla Tarr en Hungría– y más cercano las tendencias contemporáneas –como Ali Abbasi en Holy Spider–, Rasoulof construye una película que funciona simultáneamente como drama familiar, thriller paranoico, alegoría política y documento histórico.
Mientras ahora vive en el exilio, La Semilla del Fruto Sagrado es el grito desesperado de un país que se debate entre la tradición y la libertad, entre el peso del pasado y la promesa incierta del futuro. Un país donde una joven puede morir por no llevar un velo y donde un director de cine arriesga su vida para contarlo.