Con Jurassic World: Rebirth (Renace), los dinosaurios regresan a su estado natural: la extinción. Especies exquisitas y moribundas refugiadas en una franja ecuatorial que funciona como el último zoológico del planeta. La ironía: una película sobre criaturas que se niegan a morir, producida por una franquicia que desde hace años eligió la supervivencia comercial sobre la evolución artística. Jurassic Park: Rebirth no ofrece una película, ofrece un déjà vu. La nostalgia ya no es un recurso: es un sistema.
Después de la hipertrofia visual y narrativa de Jurassic World: Dominion, la nueva entrega apuesta por un repliegue táctico. Nada de parques temáticos ni utopías de bioingeniría: los dinosaurios ahora apenas sobreviven en los márgenes del mundo. La película abandona la coexistencia hombre-bestia planteada en la trilogía anterior y regresa al aislamiento insular, esa cápsula escénica que inauguró Steven Spielberg en 1993. Lo que entonces era premisa ahora es un gesto de resignación: volver a lo que ya funcionó una vez, hace treinta años.

Jurassic World: Rebirth | El mundo después del parque
El plot es de una simplicidad conmovedora: Zora Bennett (Scarlett Johansson) es una mercenaria que debe ayudar a un representante farmacéutico –Rupert Friend, sin matices ni remordimientos– a obtener muestras de sangre de tres especies diferentes para fabricar un medicamento cardíaco revolucionario. El plantel lo completan el Dr. Henry Loomis (Jonathan Bailey), un paleontólogo cuya función parece ser recordar que los dinosaurios alguna vez fueron un misterio, y el soldado Duncan Kincaid (Mahershala Ali, capaz de transmitir universos enteros con una sola mirada), el acompañante leal con trauma familiar incluido.
La travesía anfibia, aérea y terrestre organiza el relato como una expedición segmentada: cada tipo de dinosaurio merece su territorio, su persecución, su catarsis. Cada parte presenta sus propias especies, sus propias amenazas, su propia supervivencia.
Gareth Edwards (Monsters, Rogue One, Resistencia), que ya demostró capacidad para dar vida a fórmulas gastadas, carga con una comprensión visual que trasciende el material. Por momentos, Jurassic World: Rebirth tiene intención de volver al origen. El punto de vista recupera cierta mirada infantil, cierta fascinación perdida. La fotografía en 35mm busca la textura analógica de la película original, un gesto que devuelve la calidez visual a un universo saturado de pixeles.
Cuando un brontosaurio cruza la pantalla, la cámara espera, contempla, permite que el peso de la criatura se asiente en la retina. Son momentos de auténtica cinematografía en medio del artificio. Los mejores momentos de Jurassic World: Rebirth surgen cuando Edwards logra recrear esa sensación primordial de encuentro con lo imposible y los dinosaurios recuperan su majestuosidad, filmados desde la perspectiva humana que los convierte en montañas vivientes.
Edwards entiende que el espectáculo funciona mejor cuando las criaturas conservan su alteridad radical, cuando no son mascotas antropomorfizadas ni símbolos de redención ecológica. El director no los trata como monstruos sino como maravillas, hasta que el guión le recuerda que debe hacer una película de acción. Entonces recurre al horror mecánico más elemental: espacios seguros que se vuelven progresivamente inseguros, refugios que se transforman en trampas. La fórmula no falla, pero tampoco sorprende.

Jurassic World: Rebirth y la lógica del reciclaje
El guion de David Koepp –veterano de la saga original– revela todas las costuras de una escritura funcional. Los personajes son arquetipos sin densidad psicológica: la mercenaria con código moral, el científico idealista, el empresario sin escrúpulos, la familia disfuncional que busca aventuras peligrosas. Koepp los mueve con oficio, pero sin convicción. Los diálogos alternan entre el humor plano y la exposición forzada, sin encontrar nunca el equilibrio entre información y naturalidad.
Y entonces, en su acto final, Jurassic World: Rebirth decide ser muchas cosas: una aventura de supervivencia, un thriller corporativo y una fábula anticapitalista que confirma el cinismo de una industria que ha perfeccionado el arte de vender la rebeldía sponsoreada.
Jurassic World: Rebirth funciona como entretenimiento competente pero espiritualmente vacío. Edwards demuestra que conoce los códigos del espectáculo contemporáneo pero no logra trascenderlos. Su película mira hacia el pasado con nostalgia calculada, hacia el presente con cinismo comercial y hacia el futuro con el optimismo de la taquilla asegurada. Así, los dinosaurios mueren en la ficción como la creatividad muere en las franquicias: no por catástrofe súbita, sino por extinción gradual, imperceptible, programada.
Lo más perturbador de Jurassic World: Rebirth no es lo que copia, sino lo que cree estar reinventando. Su título promete un renacimiento, pero su genética es reciclada. Las células madre del blockbuster actual: nostalgia, efectos especiales, simulacro de emoción, final edificante. No hay reinvención, hay reconfiguración. Y en ese sentido, la película se parece demasiado a su propio argumento: busca una cura, pero está más interesada en la rentabilidad del experimento.
 
				 
								


