En Filadelfia hay un hombre que diseña pesadillas. Es Estados Unidos, es la posguerra, es el tiempo en que la Historia se escribe en hormigón. El Brutalista (The Brutalist) de Brady Corbet es un monumento cinematográfico que deconstruye el mito del sueño americano, una sinfonía brutal donde la arquitectura se vuelve el lenguaje de una generación marcada por el dolor, la esperanza y la violencia de un país que promete todo a cambio del alma.
László Toth (Adrien Brody) tiene esa mirada de quien ha visto demasiado: ojos que cargan el peso de Europa, párpados que esconden campos de concentración. Es un arquitecto judío húngaro que sobrevivió al Holocausto y llega a Nueva York con nada más que sus dibujos y sus demonios. Ahí está la Estatua de la Libertad, que aparece invertida en el encuadre: la primera señal de que algo no anda bien en este paraíso prometido. Estados Unidos, esa tierra que devora a sus inmigrantes y los escupe convertidos en otra cosa.
Primero están las ollas populares, los trabajos manuales en la mueblería de su primo Attila (Alessandro Nivola), la heroína para anestesiar la mente y el dolor en los huesos, para soportar la espera de que su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy) –varadas en alguna frontera europea, en algún refugio para los que perdieron todo en la guerra–, puedan viajar para reencontrarse con él.
Después llega Van Buren (Guy Pearce), ese hombre que camina por sus propiedades como un dios menor. Que mira los edificios victorianos y solo ve obstáculos para su visión del mañana. Pearce compone a un millonario que es más que un personaje: es Estados Unidos personificado, hambriento de novedad, devorador de talento extranjero, coleccionista de almas rotas. Como Estados Unidos, Van Buren te seduce, te promete y después te viola.
El Brutalista: Monumento a la memoria
El Brutalista es una historia vieja: artista pobre conoce mecenas rico. Un relato que el cine contó mil veces. Pero Brady Corbet sabe que las historias viejas pueden construir edificios nuevos.
László Toth es como un Le Corbusier con cicatrices del Holocausto, listo para levantar edificios sobre los escombros de su memoria. Diseña para Van Buren un centro comunitario, que en realidad es un monolito a su ego disfrazado de filantropía. Son los años 50’s, en el vértigo de una época que construye catedrales para los nuevos ricos, sus dioses modernos. Pero en el brutalismo el hormigón esconde secretos, se vuelve confesionario, acusación. Los edificios de László son monumentos a un futuro distópico que llegó hace rato.
Corbet estructura su película como uno de esos edificios brutalistas: masiva, imponente y con secretos oscuros escondidos en sus cimientos. El intermedio de quince minutos (el tiempo suspendido, la espera. ¿No es eso, acaso, la condición existencial del inmigrante?) no es un respiro, es una cuenta regresiva hacia el desastre: una fotografía y un contador que marca el tiempo que falta para que se revele la verdad brutal sobre el costo del éxito en el nuevo mundo.
Las tres horas y media de El Brutalista pesan como una catedral gótica. El ritmo es glacial, deliberado. Cada plano es un bloque de concreto que se apila sobre el anterior. No hay adornos innecesarios: la fotografía de Lol Crawley es austera, con sus colores deslavados y su luz mortecina (el hormigón, después de todo, no necesita maquillaje).
La música de Daniel Blumberg es pesada, omnipresente. Es el eco de pasos en pasillos vacíos, el zumbido de la modernidad construyéndose sobre huesos antiguos. Acompaña cada momento de la caída de László como un coro griego que anticipa la tragedia. Porque El Brutalista es, en definitiva, una tragedia griega en pleno siglo XX: el artista que desafía a los dioses (el capital) y paga el precio de su transgresión.
El Brutalista: Adrien Brody y el peso de la forma
La historia de El Brutalista se extiende por décadas. László diseña, construye, sufre. László y Erzsébet se reencuentran en ese Estados Unidos que promete segundas oportunidades pero cobra intereses usureros. Su sobrina Zsófia está pero no habla: el trauma tiene muchas formas de manifestarse y el silencio es una de ellas.
Aquí, las promesas de grandeza tienen gusto a ceniza. Pero Corbet no hace promesas: hace preguntas. Es como si Ayn Rand hubiera leído a Primo Levi y ésta fuera su película sobre la arquitectura del dolor. ¿Cuánto pesa el talento cuando viene manchado de sangre? ¿Qué edificios puede levantar un hombre que ha visto caer un continente? ¿Puede el arte sobrevivir al capitalismo? ¿Puede la belleza emerger de la brutalidad?
László cree que sí: sus edificios en Budapest sobrevivieron a la guerra, ¿por qué no podrían sobrevivir a la paz norteamericana? Pero Estados Unidos tiene sus propias formas de destrucción. El dinero corrompe, el poder aplasta, el american dream es una pesadilla de la que no se puede despertar.
Adrien Brody encarna un hombre roto que intenta reconstruirse a través de la arquitectura. Su actuación es electrizante. Su rostro demacrado es un mapa de cicatrices emocionales que ningún edificio puede ocultar. Cuando László abraza a su primo Attila, cuando finalmente se reencuentra con Erzsébet, cuando diseña sus edificios monumentales, vemos destellos del hombre que fue antes del Holocausto. Pero Estados Unidos no permite la reconstrucción completa: siempre queda algo estropeado, incompleto. La manera en que Brody se desmorona gradualmente ante nuestros ojos merece todos los premios que existan.
El Brutalista es un tratado sobre el poder, el arte y la supervivencia. Es, como sus personajes, como sus edificios, como Estados Unidos, una obra construida sobre la tragedia. ¿Es pretenciosa? Por supuesto. ¿Es excesiva? Absolutamente. Así se hacen las grandes películas. Brady Corbet filma una epopeya norteamericana que es simultáneamente un réquiem por el siglo XX y una advertencia para el XXI.
El hormigón sigue siendo gris. Los arquitectos siguen dibujando líneas. Los millonarios siguen comprando almas. Y el arte sigue siendo esa cosa frágil que a veces sobrevive a la indiferencia del mundo.