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Crítica Eden (2024): El infierno son los otros

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Con Eden, Ron Howard reconstruye una historia real donde una utopía se derrumba sin enemigos externos: basta con las personas que la sueñan.

El Dr. Friedrich Ritter quería salvar a la humanidad. Huyó del mundo para fundar otro, nuevo, puro, en una isla del Pacífico donde no llegara el ruido, el dinero, la neurosis de Europa. Llevaba consigo su superioridad moral, una máquina de escribir, una mujer con esclerosis múltiple y la convicción de que bastaba con pensar diferente para que el mundo cambiara. Como tantos visionarios, confundió soledad con iluminación, incomodidad con autenticidad y sufrimiento con significado. Eden es su historia: la de cómo se arruina un paraíso antes de que llegue a existir.

Porque el infierno siempre llega por mar: un día desembarca otra familia. Y luego, la Baronesa.

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Sydney Sweeney como Margret en Eden de Ron Howard

Eden: Friedrich Ritter y la filosofía de la crueldad

Por primera vez Ron Howard se permite el lujo de la anarquía. Durante años construyó películas correctas, eficientes, olvidables. Aquí filma a cinco alemanes perdidos en las Galápagos y decide que la cordura es un obstáculo narrativo. Ritter quiere fundar una utopía, pero descubre que el infierno no es un lugar: es la condición humana.

Eden cuenta la historia real de Friedrich Ritter (Jude Law), un médico alemán que, en 1929, decide abandonar Europa y sus miserias morales para instalarse en una isla desierta con Dora (Vanessa Kirby), su pareja enferma, y un proyecto ídem: fundar una civilización nueva. Lo hace en Floreana, una porción de tierra de las Galápagos donde no hay agua potable, sobran insectos y el cielo tiene forma de delirio. Quiere escribir, quiere pensar, quiere salvar al mundo. Cree que la filosofía se escribe con hambre. Que puede escapar de la Historia. Y, sobre todo, de sí mismo.

La llegada de la familia Wittmer –Daniel Brühl, Sydney Sweeney y Jonathan Tittel– funciona como el catalizador perfecto para el desastre. Brühl es un veterano de la I Guerra Mundial que busca sanación y encuentra violencia; Sweeney, una joven esposa que descubre reservas de salvajismo que no sabía que poseía. La transformación de Sweeney es brutal: de mujer doméstica a hembra primitiva en 120 minutos.

Pero Eden no es la historia de un conflicto entre utópicos. Es un tour de force hacia la paranoia, un juego de máscaras donde nadie es quien dice ser y todos pretenden ser mejores de lo que son. Y en ese teatro primitivo, aparece ella: la Baronesa. Eloise Bosquet de Wagner Wehrhorn, que entra en escena como una estrella de vodevil con planes para construir un hotel de lujo en el fin del mundo.

Ana de Armas (Blonde, Ballerina) la interpreta como si no supiera si está en una película o en un sueño húmedo. Llega con dos amantes, una carpa, un tocadiscos y una autoestima a prueba de machetes. Su Baronesa es una mezcla de seductora y sociópata, de visionaria y estafadora. Representa a la aristocracia decadente, pero también es la fuerza que desequilibra todo. Armas ocupa la pantalla como una superstición con forma de mujer: pura performance, pura teatralidad que esconde una vulnerabilidad que la hace peligrosa.

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Ana de Armas como la Baronesa en Eden (2024)

Eden: La utopía según Ron Howard

Eden recuerda al mejor cine de catástrofe moral: aquel construido sobre silencios, miradas, pequeñas traiciones. No hay héroes, solo personajes que se hunden con elegancia o sin ella. La isla se vuelve un laboratorio de pulsiones: el sexo, el poder, la enfermedad, la maternidad, el narcisismo, la ideología. Y en el centro, un relato sobre la imposibilidad del paraíso, pero también sobre la necesidad humana de seguir buscándolo.

Al comienzo de la película, Friedrich escribe: “El sentido de la vida es el dolor. En el dolor hay verdad. Y en la verdad, salvación.” Una frase que duele de solemnidad. Howard lleva este pensamiento al extremo, lo observa mientras se descompone en cámara lenta. Porque Eden es, en definitiva, una película sobre el fracaso de las ideas cuando se enfrentan al cuerpo. Sobre el límite entre el idealismo y la locura. Cada personaje llega a la isla huyendo de algo –la guerra, la enfermedad, la mediocridad– y termina reproduciendo los peores aspectos de la sociedad. La utopía se convierte en distopía no por fuerzas externas sino por la incapacidad humana de trascender sus propias limitaciones.

La fotografía de Mathias Herndl convierte las Galápagos en un lugar hermoso y hostil. Cada plano subraya la distancia entre lo que estos personajes imaginaron y lo que finalmente encontraron, que la naturaleza no es cruel, simplemente es indiferente a los proyectos humanos.

El montaje se acelera, los personajes se descontrolan, el absurdo se instala como norma. Cuando la isla se convierte en un carnaval trágico, Eden revela su apuesta: no hay escape posible. El problema no es el sistema: somos nosotros. Cada uno con su delirio, su miedo, su autoritarismo, su necesidad de imponer el orden propio. Ron Howard ha hecho una película que es entretenida sin ser vacía, divertida sin ser cínica. Como la isla de Floreana, promete una cosa y entrega otra. Y en esa traición encuentra su verdad.

Eden funciona como una fábula sobre las ilusiones utópicas, pero también como una exploración de la naturaleza humana en su estado más crudo. Porque no hay paraíso posible cuando el material está fallado desde el origen.

Tráiler de la película:

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