Los Ángeles. Un hombre cae de un techo. Había subido a reparar una lámpara rota. Había mirado al cielo. Había visto una luz que se movía como ninguna otra. Cuando despierta en el hospital, cree que fue abducido. Así empieza Descendent, la primera película de Peter Cilella: un relato que se mueve entre el terror doméstico, el body snatching y el drama de pareja, y que convierte un accidente banal en la puerta de entrada a un universo de sospechas, delirios y visiones.
Sean (Ross Marquand) es guardia de seguridad en una escuela. Andrea (Sarah Bolger), su esposa, espera al primer hijo y permanece en reposo por indicación médica. Tienen una vida normal: trabajo modesto, cuentas ajustadas, conversaciones que giran alrededor del futuro. Pero en Sean hay un temblor: una sombra que lo precede, marcada por la muerte de su padre, que se suicidó cuando él era niño. El embarazo no hace más que avivar esa amenaza dormida. Ser padre, para él, significa enfrentar la idea de que la historia familiar puede repetirse. Y nada aterra más que la posibilidad de heredar el desastre.
Descendent convierte el accidente en detonante de paranoia. Sean empieza a tener visiones: seres de ojos desproporcionados que se esconden detrás de rostros familiares, recuerdos de un quirófano imposible, imágenes de cuerpos envueltos en una malla viscosa. Empieza a dibujarlas compulsivamente, como si su mano supiera algo que él no quiere saber. Cada trazo es un síntoma. Cada dibujo, la prueba de un descenso.

Descendent 2025: El padre que teme repetirse
Peter Cilella administra las visiones. Nunca se muestra demasiado, nunca lo suficiente. La economía de recursos se convierte en virtud: las luces que ciegan, los silencios que tensan, la imposibilidad de saber si lo que vemos es alucinación, memoria o amenaza concreta. Esa indecisión es el núcleo de Descendent: algo entre lo fantástico y lo clínico, entre la abducción extraterrestre y la crisis mental.
Marquand sostiene con solvencia el centro de la película. Su rostro transmite la fragilidad de un hombre que se disuelve entre el miedo y la furia, la ternura y la violencia. Con apenas un gesto puede ser marido protector o amenaza inminente. Sus ojos –grandes, siempre al borde de la lágrima o del estallido– son el mejor efecto especial de la película. Bolger, por su parte, construye a Andrea como el ancla que intenta sostener un hogar que se hunde en cámara lenta. Su calma es la respuesta desesperada de alguien que necesita creer que todo sigue bajo control aunque ya no lo esté.
El guion insiste en la confusión entre lo real y lo soñado. Hay repeticiones: la secuencia que primero parece pesadilla y luego se revela vigilia, hasta volverse un recurso redundante. Pero detrás de esas trampas narrativas, late un tema más contundente: la masculinidad que se quiebra cuando la paternidad la pone a prueba.
Descendent se instala en la tradición de los relatos de embarazo maldito. La referencia inevitable es El Bebé de Rosemary. Pero aquí el foco no está en la madre aterrada por lo que gesta, sino en el padre desbordado por lo que imagina. Roman Polanski filmaba el miedo femenino a incubar al diablo; Cilella filma el miedo masculino a descubrirse incapaz de criar. La criatura en cuestión no es el bebé: es el propio Sean.
La puesta en escena refuerza esa idea. La película no necesita mostrar extraterrestres con detalle: le alcanza con sugerir que pueden ser las personas cercanas. El terror no viene del espacio exterior, sino del comedor familiar. Las miradas de los parientes, los reproches de la tía Robin, las dudas de los médicos: todo se convierte en una forma de complot.
El bajo presupuesto obliga a la contención. Pero esa limitación se convierte en estilo. No hay despliegue de efectos digitales, sino una construcción atmosférica que juega con la sugestión y con el fuera de campo. Los extraterrestres no aparecen: se intuyen en un corte abrupto, en un destello, en la mueca de un rostro humano que por un segundo deja de serlo.
Descendent encuentra su mayor potencia en los diálogos entre Sean y Andrea. Cilella muestra oído para las conversaciones de pareja: frases cortas, recriminaciones veladas, silencios cargados de reproche. Porque Descendent es dos películas en una: el drama conyugal se vuelve más siniestro gracias a los aliens, y los aliens se vuelven más creíbles porque están atravesados por la intimidad de un matrimonio en crisis.
Esa es la paradoja que sostiene Descendent: que no importa cuántas luces crucen el cielo de Los Ángeles, el verdadero abismo está en la habitación matrimonial, en la incapacidad de un hombre para aceptar que crecer duele más que cualquier experimento alienígena.



