Seúl, devastada por un terremoto apocalíptico, es ahora un paisaje lunar donde solo un edificio queda en pie. Un monolito de cemento, hormigón armado, vidrio y acero que resiste, inexplicable, entre el polvo y los cadáveres. Así comienza Concrete Utopia (Sobrevivientes: Después del Terremoto), película surcoreana que nos pone frente a la pregunta: ¿qué queda de nuestra humanidad cuando todo colapsa?
Como observó Susan Sontag en su ensayo de 1965 La Imaginación del Desastre: “Solo las películas permiten participar de la fantasía de experimentar la muerte y más, la muerte de las ciudades, la destrucción de la humanidad. No sorprende que Hitler, Stalin y Nixon fueran fanáticos del cine: el séptimo arte eleva la schadenfreude hasta las alturas de la megalomanía”.
Las películas catástrofe de Hollywood suelen ofrecer una elaborada estética de la destrucción –la belleza del caos, el espectáculo puro de la desintegración del espacio– combinada con la celebración implícita de los valores éticos de los norteamericanos decentes y comunes. Si el cataclismo sirve como disciplina a un orden social demasiado permisivo, los individuos vinculan sus habilidades de supervivencia para formar una comunidad donde las diferencias de clase desaparecen.
Concrete Utopia adopta una visión inversa: aquí el terremoto revela las grietas sociales. La paranoia, la indiferencia y el estado de sitio son los topos del imaginario contemporáneo que Um Tae-hwa utiliza para realizar una interrogación sobre los discursos y las prácticas de poder. La película es un cuento filosófico sobre el sentido comunitario y los microfascismos que habitan en la clase media, que demuestra lo rápido que la gente común puede inclinarse hacia un sistema totalitario en una situación desesperada.
Concrete Utopia: La arquitectura del desastre
El complejo de departamentos Hwang Gung será ocupado por cientos de desplazados que buscan refugio. Los residentes rápidamente se organizan, guiados por los conceptos que Thomas Hobbes describió en su obra capital, El Leviatán: el único modo de erigir un poder común que pueda defender a los hombres de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, es el de conferir toda su fuerza a una asamblea, que reduce la voluntad de los súbditos a una sola voluntad.
Liderados por el delegado electo Yeong-tak (Lee Byung-hun, de El Juego del Calamar), los residentes deciden que no quieren seguir compartiendo sus recursos y privilegios: todos los intrusos deben abandonar el edificio. Afuera hace un frío glacial, y la desocupación significa una especie de pena de muerte.
Basada en el webtoon coreano Cheerful Outcast, Concrete Utopia explora cómo se organiza una sociedad cuando las instituciones existentes colapsan. El edificio se convierte en una comunidad autárquica, con sus jerarquías y recursos repartidos en proporción a las contribuciones de cada residente a la comunidad (los más beneficiados son los hombres del equipo de vigilantes, que protegen los límites del edificio y salen a buscar provisiones al exterior, una afuera sin más ley que la supervivencia, habitado por los desalojados que todavía no murieron. Los residentes se refieren a ellos como las cucarachas).
La película se ubica en una zona gris moral que va más allá de la lucha de clases: los desalojados son de la misma clase media, que despojada de todos sus bienes por un azar de la naturaleza, se convierte en un equivalente a los pobres o extranjeros. Ayer era sus iguales, pero los residentes del Hwang Gung se creen los elegidos por algún poder superior. Ahora, son la nueva aristocracia.
La intrusión de un personaje anómalo permite perfilar el carácter de los habitantes del edificio. Hye-won (Park Ji-hu) rompe la ilusión de justicia y estabilidad. A través de su condena a las reglas de los residentes y las sospechas sobre los antecedentes de su líder, la película evoluciona hacia un algo más aterrador: un interrogatorio moral que alcanza las profundidades de la corrupción humana.
Concrete Utopia: Una radiografía de la clase media
Con Concrete Utopia, El director Um Tae-hwa cuestiona la adaptación de los seres humanos al medio ambiente abordando la nociones de convivencia y discriminación sobre la teoría del absolutismo político, que transforma a la mayoría silenciosa en una comunidad barbárica que sobrevive en permanente estado de excepción.
Pero la película nunca abandona su lado humanista, representado por una pareja: el marido Myung-hwa (Park Seo-jun), cooptado por el complejo de superioridad de los residentes –en el edificio Hwang Gung, la identidad del individuo es la identidad de la comunidad– y su esposa Min-sung (Park Bo-young), una enfermera que nunca pierde su sensibilidad social.
Concrete Utopia se parece menos a otras producciones postapocalípticas que a películas más conceptuales –Dogville (Lars von Trier, 2003), La Aldea (M. Night Shyamalan, 2003) o La Ola (Dennis Gansel, 2008)– que abordan la invención de la alteridad: el Otro como amenaza forma parte de lo real, y aquello contra lo que se lucha es una invisible telaraña que permite afincar el estado de sitio.
Yeon-tak, hombre común, trabajador, obediente, se convierte en guardián del nuevo orden. Instrumenta el miedo, orquesta la paranoia. La película no necesita sutilezas para mostrar cómo se construye el fascismo cotidiano: palabra por palabra, voto por voto, pequeñas concesiones morales que nadie quiere hacer pero todos terminan avalando. Es la utilización del miedo a la manera de Hobbes: como fuente de energía política que hace vigilantes e incita a la acción y como fuerza que disciplina y da coherencia a los individuos.
Concrete Utopia –más allá de ser una analogía sobre los extranjeros–, se conecta con el discurso político y de los medios de comunicación que utilizan el miedo como arma electoral. En una época que se corre hacia la derecha, la película habla con la urgencia del presente. Un cuento tenebroso sobre el contrato social; un protocolo clínico sobre los egoísmos de clase.
La película recuerda que el miedo es la mano de obra del poder. Que un fascista no es otra cosa que un burgués asustado.