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Crítica Ballerina: John Wick es mujer

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Más que una película sobre venganza, Ballerina: Del Mundo de John Wick es un documento sobre cómo el cine contemporáneo ha aprendido a administrar sus propios mitos.

Ana de Armas mata con la gracia de quien ha aprendido que la violencia también puede ser una forma de danza. En Ballerina, la actriz cubana no interpreta a una asesina: interpreta la idea de una asesina en el universo de John Wick, que es algo distinto. Es la diferencia entre ser y representar, entre crear y administrar, entre contar una historia y mantener viva una marca. Y ella lo hace tan bien que casi olvidamos la diferencia.

Eve Macarro es una figura moldeada por los viejos códigos del cine de venganza: huérfana precoz, disciplinada con cicatrices visibles y otras que la cámara sugiere pero nunca explora. Mataron a su padre, ella quiere matarlos a todos. No hay giros inesperados, no hay metacríticas sobre la violencia ni búsquedas existenciales. Hay, simplemente, la promesa de violencia coreografiada y la esperanza de que eso alcance.

El argumento es puro decorado. Ballerina empieza como empiezan todas las tragedias: con una niña que ve morir a su padre, asesinado por una secta. Eve es rescatada por Winston, el gerente eterno del Continental. Una década de entrenamiento entre ballet y artes marciales, donde la disciplina se mezcla con la pólvora. Y luego, claro, la venganza. Porque si algo hemos aprendido del universo Wick es que no existe la terapia: solo existe la venganza, y la venganza es memoria en tiempo futuro.

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Ana de Armas como Eve Macarro en Ballerina

Ballerina: John Wick y la nostalgia preventiva

El guión de Shay Hatten trabaja con una fórmula que funciona y la respeta. Eve comparte con John Wick la educación violenta de la Ruska Roma. Él es Baba Yaga, ella es Kikimora: espíritus del folklore eslavo convertidos en marcas registradas.

Ballerina no solo expande el universo Wick, sino que quiere demostrar que la franquicia puede sobrevivir sin Keanu Reeves. Ana de Armas no es solo una sustituta femenina, sino una propuesta diferente. Donde Wick era un tipo mayor, cansado, que quería salir del negocio, Eve es joven y quiere entrar. Donde él es estoico hasta la somnolencia, ella es emocional hasta las lágrimas. Donde él busca paz, ella busca justicia. Donde él es una fuerza de la naturaleza, ella es una niña rota que aprendió a convertir su dolor en un arma.

El problema es que Ballerina quiere ser muchas cosas a la vez. Quiere ser John Wick pero con sensibilidad femenina. Quiere ser espectáculo de acción pero con profundidad emocional. Quiere ser parte de una franquicia pero tener identidad propia. Y en esa esquizofrenia ontológica se nota la mano de los dos directores: Len Wiseman, que hizo las películas de Underworld, y Chad Stahelski, el genio coreográfico de John Wick.

Es como si Wiseman hubiera filmado los sentimientos y Stahelski los tiros. Los primeros cuarenta minutos son pura exposición emocional, flashbacks familiares, construcción de personaje. Después, cuando empiezan las balas, la cosa cambia de registro y se vuelve pura adrenalina visual.

Porque a mitad de película pasa algo interesante. Eve llega a un pueblito de montaña cubierto de nieve, idílico, donde vive la secta que mató a su padre. Y ahí Ballerina cambia, se transforma, encuentra su propia voz. Y durante veinte minutos se convierte en otra cosa: más salvaje, más divertida, más impredecible. Lo absurdo se vuelve sublime. Es violencia de dibujos animados con presupuesto de Hollywood.

Gabriel Byrne hace de villano con esa cara de irlandés melancólico que ya no puede interpretar otra cosa que la melancolía irlandesa, incluso cuando está organizando masacres. Es el Canciller, que en este universo de asesinos con tradiciones centenarias tiene su lógica burocrática. Porque si algo caracteriza al mundo de John Wick es su obsesión por la etiqueta: se puede matar, pero con buenos modales. Su ambición es la de todo villano moderno: control total, niños moldeables, discursos sobre la tradición y la lealtad. Ya no hay malos con codicia: ahora hay iluminados con causas filosóficas.

Norman Reedus aparece y desaparece como un fantasma. Anjelica Huston mastica algunos diálogos con desgano profesional. Solo Ian McShane mantiene la dignidad intacta, pero es que McShane podría leer la guía telefónica y sonaría como Shakespeare.

La película tiene complejo de inferioridad: donde John Wick necesitaba apenas un perro muerto para justificar una masacre, Ballerina necesita flashbacks, exposición, traumas, organizaciones secretas y un árbol genealógico de asesinos. Es el precio de la expansión: cada nueva entrega debe explicar más, justificar más, crear más mitología.

Hay momentos donde Ballerina insinúa preguntas interesantes: ¿puede una mujer apropiarse de un arquetipo masculino sin terminar replicándolo? ¿Puede el cuerpo femenino construir una narrativa de violencia sin convertirse en objeto? La respuesta, al parecer, es no. Porque Eve, por más que le digan que “lucha como una chica”, pelea como un calco de Wick: mismas posturas, mismos disparos, misma coreografía. Lo femenino no aparece como alternativa, sino como disfraz.

Y ese es quizás el pecado original de Ballerina: su incapacidad para romper de verdad. Quiere ser diferente, pero teme ofender al canon. Quiere ser autónoma, pero se arrodilla ante el panteón de la franquicia. Su heroína termina vestida como John Wick, en un gesto que se quiere simbólico pero que resulta triste: no porque Eve no merezca el traje, sino porque la película no se animó a darle uno propio.

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Eve Macarro se prueba el traje de John Wick en Ballerina

Ballerina: Ana de Armas en tierra de nadie

Ana de Armas tiene presencia: ocupa el espacio aunque esté quieta, domina la escena aunque no hable. Y cuando se mueve es como ver a alguien que entiende que el cine es, antes que nada, un arte del movimiento. Hay una vulnerabilidad en su interpretación que hace que sus víctimas importen, que sus heridas duelan, que su venganza se sienta merecida. Pero Ballerina no confía en ella. No confía en que pueda cargar una franquicia sobre sus hombros y la convierte en una turista de su propia película.

Y es una lástima, porque cuando Ballerina se atreve a ser su propia historia –especialmente en esa secuencia final del pueblo nevado, que es pura demencia controlada–, funciona. Hay una pelea con granadas que es genial. Hay un duelo con lanzallamas que es completamente ridículo y completamente divertido. Hay momentos en que la película entiende que no tiene que tomarse demasiado en serio y deja de ser un ejercicio de nostalgia preventiva. Pero Ballerina no quiere ser mejor que John Wick. Quiere ser suficiente. Quiere sostener su legado sin alterar su sombra. Cumple ese contrato básico: entretiene sin emocionar, divierte sin sorprender, funciona sin brillar.

Keanu Reeves aparece, claro, porque la película necesita el sello de calidad Wick. Reeves sigue siendo ese zen del asesinato, el hombre que convirtió el luto en una profesión y la venganza en una vocación. Cuando comparte pantalla con de Armas, se nota que ambos personajes hablan el mismo idioma: el de la violencia como forma de comunicación. Pero su presencia se siente forzada: está ahí por obligación contractual, no por necesidad narrativa. Es el precio de pertenecer a una franquicia: ya no podés contar tu historia sin hacer referencia a la historia mayor. Todo está conectado, todo es parte de un universo que crece.

En el fondo, Ballerina es una pregunta que se responde a sí misma: ¿qué pasa cuando el cine se convierte en un sistema de reproducción automática? Pasa esto: películas técnicamente competentes, narrativamente funcionales y estéticamente vacías. Películas que existen no para contar historias sino para mantener vivas las marcas.

Y tal vez ese sea el destino del cine en la era de las franquicias: no la muerte, sino la reproducción infinita. No el final, sino la continuación eterna. No el silencio, sino el eco que se repite hasta que ya no recordamos cuál era el sonido original.

Tráiler de la película:

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