Crítica Animales Peligrosos (Dangerous Animals): El asesino y el mar

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Entre cámaras analógicas, cuerpos encadenados y tiburones, Animales Peligrosos propone una reflexión sobre cómo se representa la muerte y quién controla la imagen.

El mar está lleno de cuerpos. Algunos flotan. Otros se hunden. Todos tienen la misma expresión de no haberse dado cuenta de que estaban muertos hasta que fue demasiado tarde. Animales Peligrosos (Dangerous Animals) empieza en ese mar: el del cine de horror, el de las películas con tiburones y psicópatas. La premisa tiene algo de trash elegante, de cruce imposible entre Tiburón y El Fotógrafo del Miedo.

Hay películas que se organizan alrededor de una pregunta. En Animales Peligrosos, la pregunta no es quién mata, ni siquiera por qué. La pregunta es cómo mirar. Qué se muestra, qué se oculta, qué se registra. Porque acá el asesinato no es sólo un acto: es una puesta en escena. El asesino filma. Colecciona lo que hizo.

Animales Peligrosos es un mix de tropos genéricos: el psycho carismático, la chica que se defiende, el escenario cerrado, los cuerpos como mercancía. Pero bajo esa superficie, hay una insistencia en el registro, en el encuadre. Y ahí empieza otra película: una que se pregunta para quién son las imágenes, cómo consumimos la violencia.

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Jai Courtney como Tucker en Animales Peligrosos (2025)

Animales Peligrosos: Tiburones y el arte de filmar la muerte

Tucker (Jai Courtney, con esa sonrisa que sugiere peligros desde el primer plano), es un pequeño empresario del turismo extremo que maneja un negocio de buceo con tiburones en las aguas australianas. Uno de esos hombres que han encontrado su vocación en los márgenes del mundo. Un emprendedor al borde de la ilegalidad. Un sobreviviente de ataque de tiburón convertido en adicto de su propio trauma. Su oficio no es la muerte, sino la representación de la muerte.

Porque Tucker no es simplemente un loco que filma cómo los tiburones comen turistas: es un hombre que ha desarrollado una filosofía completa alrededor de su obsesión. Los tiburones, en su cosmogonía personal, son dioses que mantienen el equilibrio del universo, y él actúa como su intermediario terrenal.

Frente a él, Zephyr (Hassie Harrison), una surfista nómada que vive en una camioneta y practica el arte de la distancia emocional. Una de esas mujeres que eligieron la soledad como estrategia de supervivencia y el movimiento perpetuo como filosofía de vida. Harrison entrega una actuación física. Su Zephyr no es la típica víctima del thriller: es una mujer que ha aprendido a sobrevivir en los márgenes y no piensa cambiar de estrategia ahora.

Sean Byrne –que vuelve a hacer cine después de The Devil’s Candy de 2015– filma el océano australiano como Antonioni filmaba los desiertos: como un espacio donde la belleza y la amenaza se confunden hasta volverse indistinguibles. Australia aparece aquí no como postal turística sino como territorio salvaje. Es el país que siempre fue: una isla-continente poblada por convictos, aventureros e inadaptados que construyeron una sociedad en los bordes del mundo conocido.

Tucker tiene línea directa con esa tradición: es un marginal que ha convertido su marginalidad en ventaja comparativa. Un empresario del caos que encontró su nicho de mercado en las zonas donde el Estado no llega y la moral se vuelve negociable.

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Hassie Harrison como Zephyr en Animales Peligrosos (2025)

Animales Peligrosos: Sean Byrne y el encuadre como amenaza

La estructura narrativa de Animales Peligrosos funciona como una película de serial killer con tiburones, pero también como un thriller de supervivencia. Byrne construye tensión a través de la puesta en escena: los encuadres cerrados que sugieren claustrofobia, los planos generales que revelan aislamiento, la manera en que la cámara se mueve sigue el ritmo de las olas.

Los problemas de la película no son de presupuesto. Ni siquiera de ideas. Animales Peligrosos tiene lo necesario para ser una película de culto: un asesino con carisma, una heroína con tabla de surf, un concepto absurdo y estimulante. El problema es que, en vez de lanzarse a la locura, la película decide repetir fórmulas en vez de reinventarlas, sugerir en vez de profundizar.

Y sin embargo, hay una tensión subterránea que se cuela entre los pliegues de la película. Cuando Tucker mira el agua como se mira a una especie exquisita y moribunda; cuando Zephyr, encadenada, no grita sino que calcula; cuando el mar se vuelve un dios indiferente que mira cómo los humanos juegan a ser bestias.

Si los hermanos Philippou reinventaron el terror australiano con Talk to Me y Bring Her Back, Byrne no pretende inventar nada. Pero sí quiere filmarlo todo como si todavía importara. Como si un asesino con cámara y tiburones pudiera decir algo sobre el modo en que nos miramos. Y lo dice. No con discursos ni con símbolos, sino con cuerpos. Cuerpos encerrados, encuadrados, registrados. Cuerpos que se resisten a ser parte del show.

Animales Peligrosos es una película sobre mirar. Pero también sobre lo que queda fuera de cuadro. Y sobre la posibilidad –o la necesidad– de romper la jaula, aunque sea a los dientes.

Tráiler de la película:

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