Así es como mueren los revolucionarios: en silencio, casi a escondidas, como si quisieran evitar el último espectáculo. Jean-Luc Godard –ese suizo francés, ese burgués comunista, ese militante solitario– se fue un día cualquiera en Rolle, Suiza, a los 91 años. Recurrió al suicidio asistido porque estaba “fatigado”. La fatiga de quien pasó siete décadas cuestionando todo. Nadie rompió tanto el cine para salvarlo.
Lo que queda después de Godard es un mundo en el que la imagen ya no puede ser inocente.
El joven Godard no quería hacer películas. Quería escribirlas, pensarlas, desarmarlas. Sus textos en Cahiers du Cinéma eran un primer manifiesto: el cine es un arma de combate intelectual. Dijo que todo lo que necesitaba un film era una chica y una pistola, pero era mentira: para Godard, el cine era pensamiento en movimiento.
Después vinieron las películas. Esa cosa hermosa que llamaron Nouvelle Vague. Truffaut, Chabrol, Rohmer, Rivette, Resnais: todos compañeros, todos rivales, todos buscando una nueva forma de filmar Francia. Godard fue el más radical, el que se tomó más en serio aquello de “hagamos tabla rasa”. El que más odiaba el “cinéma du papa”.
Jean-Luc Godard: Romper el cine
Sin Aliento (1960): un delincuente de poca monta (Jean-Paul Belmondo en todo su esplendor de marginal parisino) y una estudiante norteamericana que vende el New York Herald Tribune en los Campos Elíseos (Jean Seberg con su corte de pelo que cambiaría la historia de la moda). Pero lo importante no era la historia. Era cómo se contaba: saltos de continuidad, planos entrecortados, diálogos que se pisaban, personajes que miraban a cámara.
Godard filmaba como si nadie hubiera filmado antes, como si no supiera las reglas o, mejor, como si las supiera demasiado bien y hubiera decidido ignorarlas. La forma es el mensaje. El medio es el mensaje. McLuhan lo dijo, pero Godard lo filmó.
El crítico francés Michel Mourlet escribió en ese momento: “Godard es un falsario existencial, un impostor, un gangster intelectual”. No se podría haber escrito un mejor elogio.
Después vino El Soldadito, que denunciaba la guerra sucia del ejército francés en Argelia
En El Desprecio, Paul Javal (Michel Piccoli) es un guionista contratado para reescribir una adaptación de La Odisea que está dirigiendo Fritz Lang (interpretado por el propio Lang). La esposa de Paul, Camille (Brigitte Bardot), empieza a despreciarlo cuando sospecha que él la está usando para congraciarse con el productor norteamericano.
Bardot nunca estuvo más hermosa ni más triste. Piccoli nunca estuvo más perdido. La Villa Malaparte en Capri nunca fue más azul. Y la música de Georges Delerue nunca fue más desgarradora.
Pero Godard no estaba haciendo un melodrama sobre un matrimonio en crisis. Estaba hablando de cómo el dinero estadounidense había prostituido al cine europeo. De cómo los artistas se vendían. De cómo el arte se corrompía. El Desprecio no es sobre un matrimonio que se rompe: es sobre un cine que se rompe. Y sin embargo es quizás el filme más clásico, más hermoso, más convencional de Godard. Una película que se puede ver, disfrutar, sentir, sin necesidad de descifrarlo.
Godard llegó un día al Festival de Cannes y en plena conferencia de prensa dijo que había que cerrar el festival por lo que estaba pasando en las calles, que era Mayo del 68, que era la revolución. La burguesía se revolvió incómoda en sus asientos. Algunos estudiantes aplaudieron. Algunos periodistas tomaron notas rápidas. Godard salió dando un portazo. Truffaut lo siguió, más por lealtad que por convicción. El cine francés se partió en dos.
Después vinieron los años duros, los años Mao, los años del Grupo Dziga Vertov. Películas colectivas, cine militante, radicalidad pura y dura. Godard quería cambiar el mundo, no solo filmarlo. “No hacer cine político sino hacer cine políticamente”, decía. Y lo hizo.
La gente dejó de ir a ver sus películas. O quizás fue él quien dejó de hacer películas para que la gente las viera. El cineasta que había revolucionado el cine comercial se convirtió en un francotirador, en un guerrillero audiovisual.
Las últimas películas de Jean-Luc Godard
Godard, ya viejo, vivía casi recluido en su casa de Rolle, a orillas del lago Lemán. Fumaba puros habanos, leía libros, miraba filmes viejos. Casi no salía. Casi no veía a nadie. Seguía haciendo películas, cada vez más difíciles, cada vez más herméticas, cada vez más personales.
Film Socialisme (2010), Adiós al Lenguaje (2014), El Libro de Imagen (2018): películas fragmentarias, poéticas, ensayísticas. Películas que eran como notas al margen de la historia del cine. Películas que muy pocos veían.
El mismo Godard que había llenado cines en los años 60 se había convertido en un profeta en el desierto. Él parecía contento así. Como si hubiera llegado al final de un camino que comenzó décadas atrás, cuando decidió que el cine no debía entretener sino cuestionar.
Quizás Godard nunca quiso ser entendido. Quizás su obra es una larga carta cifrada, un mensaje en una botella lanzado al océano del tiempo. Que algún día alguien descifrará el sentido de sus últimas películas y entenderá por fin lo que quería decirnos.
O quizás no hay nada que descifrar. Que el único misterio es que no había misterio: que Godard era, simplemente, un provocador nato. Alguien que disfrutaba desconcertando, irritando, desafiando.
Hay secuencias –el baile improvisado de Anna Karina en Banda Aparte, el paseo en carrito de El Desprecio, la escena de café en Dos o tres cosas que sé de ella– que sugieren que en realidad Godard era un poeta. Un poeta de la imagen, del sonido, del montaje.
Y siempre la política. Siempre la crítica al capitalismo, al consumismo, al imperialismo norteamericano. Siempre la búsqueda de una alternativa, de una salida, de una revolución. Godard fue un comunista heterodoxo, un maoísta crítico, un marxista romántico. Pero sobre todo fue un hombre que nunca se conformó, que nunca se sintió cómodo en el sistema, que siempre buscó subvertirlo desde dentro.
Histoire(s) du Cinéma
Su obra magna: Histoire(s) du Cinéma. Ocho episodios, cuatro horas y media en total, realizados entre 1988 y 1998. Un collage monumental de imágenes del cine, fotografías, pinturas, textos escritos, música clásica, voces en off. Una reflexión sobre la historia del cine, sobre la historia del siglo XX, sobre la incapacidad del cine para mostrar los horrores de la guerra, sobre la muerte del cine clásico, sobre la posibilidad de un cine nuevo.
Histoire(s) du Cinéma es el testamento de Godard. Su legado. Su manera de decir: esto es lo que el cine podría haber sido, esto es lo que el cine debería ser. Pero es también una forma de ajustar cuentas: con Hollywood, con la industria, con sus contemporáneos, con su propia juventud. Godard revisita sus amores y sus odios, sus admiraciones y sus rechazos. Orson Welles, Alfred Hitchcock, Roberto Rossellini, Nicholas Ray, Fritz Lang: todos están allí, fragmentados, reinterpretados, reutilizados.
Histoire(s) du Cinéma es una obra imposible de resumir, imposible de explicar. Hay que verla, hay que dejarse llevar por ella, hay que permitir que sus imágenes y sonidos te atraviesen.
¿Qué queda de Godard? Todo y nada. Su influencia es incalculable, pero también difusa. No hay una escuela godardiana, no hay discípulos que continúen su obra. Durante dos décadas –los 70’s, los 80’s– el cine francés se dedicó a escapar de su sombra, en cómo seguir haciendo películas después de Godard. Hoy, hay cineastas en todo el mundo que han aprendido de él la libertad, el coraje, la necesidad de romper todo para empezar de nuevo.
Quentin Tarantino le puso a su productora el nombre de A Band Apart, en homenaje al Godard de Banda Aparte. Jim Jarmusch, Wong Kar-wai, Wim Wenders, Claire Denis, Olivier Assayas, Pedro Costa: todos le deben algo a Godard, aunque sea el coraje de hacer un cine personal, un cine que no se somete a las leyes del mercado.
Pero sobre todo, lo que queda de Godard es la pregunta constante, la duda metódica, la sospecha permanente: ¿qué es el cine? ¿para qué sirve? ¿cómo debe hacerse? ¿a quién debe servir?
Godard pasó su vida entera tratando de responder estas preguntas. Y cada respuesta que encontraba generaba nuevas preguntas.
Cuando alguien le decía que admiraba su trabajo él levantaba la vista, miraba por encima de las gafas oscuras y decía: “Entonces no has entendido nada”. Tal vez no se trata de admirar su trabajo, sino de cuestionarlo, de discutirlo, de continuarlo.
Godard murió como vivió: a contracorriente. Eligió el momento de su partida, como había elegido el montaje de sus películas. No quiso ceremonias, no quiso homenajes. Se fue en silencio, dejando tras de sí una obra que seguirá desconcertando, irritando, fascinando a generaciones futuras.
El cine ha perdido a su gran iconoclasta, a su gran hereje, a su gran revolucionario. Pero también a su gran poeta, a su gran pensador, a su gran amante.
Porque Godard amaba el cine. Lo amaba tanto que no podía soportar verlo prostituido, degradado, convertido en entretenimiento. Lo amaba tanto que pasó su vida entera tratando de salvarlo de sí mismo.
“El cine no es un arte que filma la vida”, dijo una vez. “El cine está entre el arte y la vida”.
Jean-Luc Godard vivió en ese espacio intermedio, en esa tierra de nadie. Y ahora que se ha ido, ese espacio parece un poco más vacío, un poco más frío.
Pero quedan sus películas. Quedan sus ideas. Queda su ejemplo de intransigencia, de rebeldía, de búsqueda permanente.
Y queda la certeza de que, mientras haya alguien en algún lugar que tome una cámara con la intención de hacer algo nuevo, algo verdadero, algo que importe, el espíritu de Godard seguirá vivo.
El cine ha muerto, viva el cine.