Las 10 mejores biopics de rock | Música a 24 fotogramas por segundo

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De la revolución pop de Elvis a la fantasía onírica de Im Not There; del afterhour permanente de 24 Hour Party People al existencialismo de Control. Las mejores biopics de rock están hechas del mismo material que sus protagonistas.

Las biopics de rock parten de una paradoja: tratar de encerrar en dos horas de narrativa convencional a personajes que vivieron fuera de toda convención. En su peor versión, son catecismos autorizados por herederos que buscan consolidar un mito rentable: ascenso, caída, redención, banda sonora oficial. En su mejor forma, son experimentos de estilo que entienden que el verdadero retrato de un músico no está en sus primeros traumas ni en su última sobredosis, sino en la música misma.

El rock, que alguna vez fue escándalo, ruptura, exageración, encuentra en estas biopics un espejo donde verse domesticado o transformado. Algunas deciden narrar la vida como un espectáculo que justifica los excesos. Otras intentan capturar la energía original, el momento exacto en que una canción cambió algo: una época, una ciudad, una persona. Hay películas que quieren explicar por qué un artista fue importante. Otras, más raras y necesarias, lo muestran.

Elvis hizo de la música algo hormonal, le puso cuerpo a la voz, ritmo al hedonismo del blues y a la resignación del country; Bob Dylan le agregó inteligencia y poesía; Mozart fue rock antes del rock; Brian Wilson -y The Beatles– lo transformaron en arte; Ian Curtis cambió angustia existencial por vanguardia; The Factory Records hizo de Manchester el mejor centro cultural de la historia; Elton John se vistió de lentejuelas y se puso plataformas para hacer levitar al rock; Buddy Holly inventó el nerd eléctrico.

Esta selección no busca exhaustividad ni justicia histórica. Tampoco canon definitivo. Son biopics que, por distintos motivos –formales, emocionales, ideológicos– lograron algo difícil: hacer tangible ese misterio que a veces llamamos rock. Las hay narrativas y fragmentadas, barrocas y minimalistas, fieles a la realidad y descaradamente falsas. Pero todas, de algún modo, funcionan como se supone que debe funcionar una gran canción: nos sacan del lugar donde estábamos y nos hacen desear quedarnos ahí para siempre.

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Cate Blanchett como Bob Dylan en I’m Not There

Las mejores biopics de rock del cine

1. I’m Not There (2007): La autopsia de un fantasma

Bob Dylan siempre se negó a ser lo que el público y los críticos decían que era: la voz de su generación, el traidor que se vendió al pop, la consciencia de Estados Unidos, el revolucionario, el genio acabado que dejó la inspiración en el altar de un Dios que no era el suyo. Hizo canciones inmortales que no tienen un sentido único, sino que hacen del mundo un laberinto y nos obliga a encontrar nuestro propio camino.

Todd Haynes (Velvet Goldmine, The Velvet Underground) acepta la naturaleza esquiva del compositor y entiende que la única manera de retratar a Dylan es dentro de los códigos que él inventó para sí mismo. 

“Inspirada en la música y en las muchas vidas de Bob Dylan“, I’m Not There (Mi Historia Sin Mí) de 2007 no es una biopic convencional, sino que pone en escena la esencia poética de Dylan y su capacidad de reinventarse. Es mucho más que una biopic: es la autopsia de un fantasma.

Dylan es un músico que tuvo que expandir los límites de la canción popular para no quedar encasillado y disolvió a la persona en el proceso. La película no busca revelar ningún secreto, sino que busca a través de impresiones visuales ser coherente con el ethos de Dylan. “Hasta el fantasma era más que una persona. Pero una canción es algo con vida propia”. Haynes elige distintos momentos de su vida y seis actores para encontrar su carácter polimorfo: Poeta, Profeta, Fugitivo, Farsante, Estrella de la Electricidad. Son sólo algunas de las máscaras que usó Dylan a lo largo de su vida, máscaras que muchos llegaron a confundir con su propia piel. 

Cate Blanchett es la fuerza anfetamínica y nerviosa del Dylan insomne de mediados de los 60’s; Heath Ledger es la conflictuada estrella de cine en un matrimonio roto; Christian Bale es el trovador folk del Greenwich Village y el iluminado pastor de fines de los 70’s; Richard Gere es el exiliado de un mundo que ya no le pertenece; Marcus Franklin es el púber afroamericano vagabundo que dice ser Woody Guthrie; Ben Wishaw es el poeta que da las claves del proceso creativo: “Nunca crees nada: será malinterpretado. Nunca hagas nada que la otra persona no podrá entender”.

Haynes sabe lo inútil de buscar a Dylan –el hombre que no está allí donde debería estar–. Por eso hace una biopic cubista, que se mueve entre lo abstracto y lo concreto, sin ningún mapa explicativo. Un collage audiovisual en el que todas las superficies tienen la misma importancia y en el que se vislumbra la figura del cantante sin que quede atrapada nunca por los contornos de la narración. Un vocabulario de ideas, imágenes y ritmos visuales a la medida de su personaje: “No pienso en mí mismo como Bob Dylan. Como dijo Rimbaud: Yo es otro”.

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Austin Butler como Elvis Presley en Elvis

2. Elvis (2022): El rock como revolución sexual

Baz Luhrmann no filma una biopic: invoca una tormenta. Elvis es un videoclip lisérgico, una sueño barroco de neón y lentejuelas, una ópera en speed sobre el hombre que convirtió al cuerpo en lenguaje. Acá no hay tiempo para psicologías: todo es movimiento. Luhrmann entiende que Elvis no fue una historia que debía contarse, sino una sensación que debía experimentarse. La película no busca al personaje: lo absorbe, lo acelera, lo pone a vibrar.

Austin Butler, más que actuar, arde. Se mete en ese cuerpo como quien ocupa una ruina todavía sagrada. Pero es Tom Hanks, grotesco y narcótico como el coronel Parker, quien pone el tono: decadente, manipulador, enfermo. Narrada desde su punto de vista –como una pesadilla de fiebre morfínica–, Elvis revela algo inusual: que la vida de Elvis Presley fue menos suya que de los que la explotaron. No es un biopic: es una tragedia griega en Las Vegas, con luces LED y riffs demoledores.

Y sin embargo, entre tanto exceso, aparece el milagro. Luhrmann captura el instante en que el rock n’ roll dejó de ser música y se volvió promesa: de libertad, de sexo, de algo que no tenía nombre todavía. Lo que importa no es cómo vivió Elvis, sino cómo nos hizo sentir que vivir era urgente. Elvis es, como su personaje, más grande que la vida. Y tan ruidosa como su caída.

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Steve Coogan como Tony Wilson, 24 Hour Party People

3. 24 Hour Party People (2002): Mito, Manchester y MDMA

Michael Winterbottom no dirige una biopic: arma una rave. 24 Hour Party People es una comedia demente que se disfraza de crónica y termina siendo un manifiesto cultural. Manchester no era una ciudad: era un estado mental. Y Tony Wilson –ese encantador megalómano interpretado por Steve Coogan–, su evangelista. La película narra la historia de Factory Records, Joy Division, Happy Mondays, The Hacienda y todos los excesos que hubo en el medio. No busca la verdad, sino el contagio.

Coogan rompe la cuarta pared, el montaje rompe la lógica, la historia rompe la cronología. Porque Winterbottom entiende que si el rock cambió el mundo fue porque se animó a ser exageración. “Cuando tengas que elegir entre la verdad y la leyenda, publica siempre la leyenda”, dice Wilson citando a John Ford. Y eso hace la película: hace de cada contradicción una consigna. La música no es banda sonora: es ideología, es atmósfera, es personaje.

24 Hour Party People es más fiel a la experiencia del rock que cualquier otra película: se equivoca, se ríe de sí misma y después te saca bailar. Es una una celebración de la imaginación como motor social. El rock, sugiere Winterbottom, nunca fue solo un sonido: fue una forma de contar que todo podía ser distinto. Aunque sea por unas horas.

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Christine Ebersole como Katerina Cavalieri y Tom Hulce como Mozart en Amadeus

4. Amadeus (1984): Mozart, el primer rockstar

Mozart fue, antes que músico, un escándalo. Un niño que escribía sin errores, un adulto que no sabía hablar sin ellos. Amadeus, de Miloš Forman, lo retrata no como un compositor sino como una fuerza de la naturaleza: ruidosa, impúdica, imparable. Todo en la película conspira para hacerlo explotar: su talento, su vanidad, su cuerpo que no aguanta tanta música. Salieri –el narrador, el enemigo, el espejo– no lo odia: lo admira hasta el delirio. Y ahí empieza todo: la biopic como confesión, como psicoanálisis invertido, donde el genio no es el que cuenta su vida, sino el que la arruina desde afuera.

El cine de Forman es elegante y obsceno. Muestra a la corte vienesa como un videoclip barroco: pelucas, celos, burocracia. Y en medio de ese teatro decorado con reglas, aparece Mozart como una anomalía feliz. Toca, se ríe, desafina el protocolo. Es el rock antes del rock: un artista que no necesita morirse joven para ser eterno, pero igual se muere. Lo que hace Amadeus no es explicar su música: es dejar que se escuche. Y en esas secuencias en que las notas se multiplican sobre los pentagramas como si fuesen alucinaciones divinas, uno entiende por qué la envidia de Salieri no es un capricho: es el único sentimiento humano posible frente a lo inhumano del genio.

Amadeus es una película que no se detiene en detalles históricos ni en fidelidades narrativas, sino que elige el vértigo. Como las mejores biopics de rock, no busca la verdad literal sino una verdad emocional. Y encuentra en la figura de Mozart algo que luego repetirán tantos ídolos con guitarra: el talento como maldición, el público como Dios insaciable, el arte como enfermedad. Si el rock fue alguna vez una forma de desobediencia estética, Amadeus demuestra que en el siglo XVIII ya había quien lo practicaba como si no hubiera mañana.

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Timothée Chalamet como Bob Dylan en Un Completo Desconocido

5. Un Completo Desconocido (2024): Bob Dylan, el impostor perfecto

Un Completo Desconocido es una biopic que funciona como debe funcionar una biopic sobre Bob Dylan. Una película que mira con respeto al músico, que reproduce con cuidado obsesivo la escena folk de Greenwich Village de principios de los 60’s, que cuenta la historia que todos quieren que se cuente sobre el joven que llegó de Minnesota con una guitarra y una mentira –porque siempre hay una mentira en el origen de toda leyenda–.

Pero ahí está el problema. Que funciona demasiado bien. Que es demasiado perfecta en su imperfección calculada. Que Timothée Chalamet no imita a Dylan sino que es Dylan de la manera en que Hollywood necesita que alguien sea Dylan: con una mezcla de vulnerabilidad y arrogancia, con esa belleza andrógina que permite proyectar sobre ella tanto la rebeldía como la genialidad.

El Dylan de la biopic de James Mangold es el Dylan que el mundo quiere recordar: el joven genio incomprendido que llega a Nueva York con veinte años y una obsesión por Woody Guthrie, que miente sobre su pasado porque la verdad es demasiado pequeña para su ambición, que seduce a las mujeres y traiciona a los amigos porque el arte lo justifica todo. Es el Dylan romántico, el Dylan que todavía cree en la pureza del folk antes de enchufar la guitarra eléctrica y convertirse en traidor.

El problema –si es que hay un problema– es que Dylan siempre fue demasiado grande para cualquier película sobre Dylan. Siempre fue demasiado contradictorio, demasiado esquivo, demasiado múltiple. El Dylan real nunca fue el joven romántico que se enamora de Joan Baez ni el genio incomprendido que revoluciona la música folk. Fue eso y fue todo lo contrario, fue sincero y fue impostor, fue generoso y fue mezquino, fue todo al mismo tiempo.

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Paul Dano y John Cusack como Brian Wilson en Love & Mercy

6. Love & Mercy (2014): Brian Wilson, genialidad y locura

“A veces me asusta pensar de dónde viene la música. Como si hubiera alguien más dentro de mi cabeza. Y no soy yo”. Es la primera escena de Love & Mercy (Amor y Piedad): Brian Wilson está sentado al piano en un estudio de grabación; parece que habla con alguien, pero el plano deja fuera de campo a su interlocutor… si es que lo hay. La película es un viaje a lo profundo de la noche de la mente perturbada del líder de los Beach Boys, y explora la relación entre genialidad y locura a través de la única persona que pudo disputarle a los Beatles el título de la vanguardia pop a mediados de los 60’s.

Esta biopic de 2014 va y viene por dos momentos clave de la vida de Wilson. Un Paul Dano enorme combina inteligencia emocional e inestabilidad psíquica para interpretar al músico en su cumbre de creatividad a mediados de los 60’s, mientras lucha por grabar los sonidos y melodías que escucha en su cabeza y trata de mantener la cordura ante la presión de seguir en la línea surfer con la que se identificaba la banda. John Cusack encarna al Wilson de los 80´s, después de una larga depresión esquizoide, que vive en la pasividad flotante de los sueños farmacológicos mientras es manipulado por su terapeuta Eugene Landy (un aterrador Paul Giamatti).

Con una puesta en escena precisa y de detalle documentalista, Bill Pohlad hace del estudio donde se grabó Pet Sounds y Good Vibrations  una celebración de la tecnología analógica, con un Wilson tranquilo, confiado y alegre, explicando exactamente lo que quería que hicieran los músicos sesionistas mientras la banda estaba de gira en Japón: “Sí. Hay dos bajos que tocan en claves diferentes. Pero en mi cabeza suena bien”. Una mezcla de genialidad y neurosis obsesiva que Dano transmite con una potencia contenida imborrable. 

Love & Mercy de 2014 es honesta donde otras biopics son sentimentales e incómodas. Es un tour de force hacia los abismos de una mente en estado de combustión permanente –el cine solo había hecho de la locura una experiencia tan palpable en la extraordinaria Ruido Blanco (Hans Weingartner, Tobias Amann, 2001) y en El Faro (Robert Eggers, 2019)–. Un retrato lleno de empatía y admiración por un Wilson que tuvo que pagar muy caro su talento.

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Éric Elmosnino como Serge Gainsbourg en Gainsbourg: Vie Héroïque

7. Gainsbourg: Vie Héroïque (2010) | El antihéroe lúbrico

Lucien Gainsbourg fuma un cigarrillo, sale con su modelo viva –”no es conveniente que te vistas… verás… es que no sé pintar corpiños”– canta en un bar dame un poco de cocó para nublar mi mente. Tiene 12 años. Es un niño judío inteligente, mentiroso y manipulador en la Francia ocupada por los nazis. Todavía nadie lo conoce como Serge, pero ya lo es. Luego se convertirá en uno de los compositores, pianistas y cantantes más geniales de la chanson française, en un seductor improbable, en el que hizo de La Marsellesa un reggae que sonaba como el himno de los Frentes anticolonialistas.

Desde los créditos iniciales, Gainsbourg: Vie Héroïque (Gainsbourg: La Vida Heroica) de 2010 nos advierte que no es una biopic: es un cuento de Joann Sfar.

Una fantasía en la que un gato negro de ojos verdes es el mayordomo de Juliette Greco y se puede esperar un taxi tirado en la calle con Boris Vian; en la que se canta a dúo con Brigitte Bardot y se olvida de ella con Jane Birkin –con la que grabó Je t’aime… moi non plus (Te amo… yo tampoco)–. Y en la que un doppelgänger dandy y exquisito -“diablo significa doble”- acompaña a Gainsbourg como la personificación de la mala conciencia, un superyó maldito que lo invita a ser lo que muchos quieren ser pero pocos se animan.

Éric Elmosnino, más allá del inquietante parecido físico, da vida al extraño carisma de Gainsbourg con una precisión temible. Un personaje fascinante y decadente, decidido a probar su dominio sobre los demás, antes de que  todo tipo de sustancias lo domine. Vie Héroïque es una epopeya heroica hecha de diálogos sublimes, cómics, invención y realidad, en el que no hay un momento que no esté completamente centrada en esta extraña y absorbente relación entre el artista y su imaginación. 

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Taron Egerton como Elton John en Rocketman

8. Rocketman (2017): Elton John y el musical del yo

Un demonio con alas de plumas, cuernos de lentejuelas, traje elastizado, plataformas y anteojos de Lolita: con ustedes, sir Elton John. Rocketman de 2019 pone en escena todo el imaginario pop y glitter de los 70’s para reproducir la fantasía rock que vivió el cantante durante esa década. Dexter Fletcher hizo una película libre y delirante, pero que capta la emoción del ascenso a la fama de un chico que sólo quería que lo quieran. Una mirada humanista, melancólica y abiertamente onírica, que escapa de los clichés de la biopic tradicional para hacer el retrato kitsch y salvaje de un músico siempre al borde de un ataque de nervios.

Fletcher traza la vida de Elton John, de un pianista prodigio poco querido por su familia a estrella del pop mundial, mientras descubre en el camino su homosexualidad y su cerebro se convierte en una refinería química de sustancias prohibidas. Rocketman es esencialmente un musical de Broadway, un caleidoscopio de suntuosas coreografías, que viaja con plataformas rodantes aéreas y cámaras fluidas para luego permitirse virtuosas adaptaciones de edición del que emergen episodios que oscilan entre el humor negro y el drama intimista.

El centro de gravedad de esta biopic es Taron Egerton, que se revela como un intérprete de vodevil capaz de alternar drama y comedia, danza y canto en una actuación antológica. Estrenada meses después que Bohemian Rapsody (Bryan Singer, 2018), Fletcher hace una propuesta mucho más arriesgada, divertida y que captura mejor la esencia de su personaje. Allí donde Singer copia, Rocketman recrea. Antes de deprimirse como su desafortunado colega de Queen, este Elton John la pasa bien siendo una neurótica y vulnerable máquina de entretenimiento. 

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Sam Riley como Ian Curtis en Control

9. Control (2007): Ian Curtis, la angustia como banda sonora

Control es una antibiopic, un homenaje sincero que no se inspira en el mito sino en su significado: no celebra el ascenso a la fama ni la autodestrucción romántica, sino que las muestra como una banalidad intrascendente para Ian Curtis, líder de Joy Division, un joven sensible y perdido que no se hunde el sexo y las drogas sino en un dilema existencial sin salida. Para el holandés Anton Corbijn, célebre fotógrafo del rock, se trata de buscar comprender en lugar de hacer de la nostalgia el hábitat natural para contar una vida que se apagó demasiado pronto.

En un hermoso y contrastado blanco y negro –que evocan tanto la época gris de la era Thatcher como el alma atormentada de Curtis– asoma la verdad del cantante, suicidado a los 23 años. Se siente la vulnerabilidad llevada a nivel sanguíneo en la actuación memorable de Sam Riley. El guion hace evolucionar a Curtis lejos de todo glamour: un joven extraño e introvertido, fanático del glam y de David Bowie, empleado municipal de día y músico de noche, luego padre abrumado que comienza a encontrar fama por sus canciones desesperadas, para terminar hundido en sentimientos de confusión.

Control tiene los hitos de una de la bandas de culto más importantes de Inglaterra y sus mejores canciones –She’s Lost Control, Love Will Tear Us Apart–, pero no se deja llevar por las supuestas expectativas del público. Con un realismo poético casi documental encuentra el alma sangrante de la música de Joy Division, la esencia de una mente atrapada por sus propios demonios.

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Gary Busey en The Buddy Holly Story

10. The Buddy Holly Story (1978): La invención del nerd eléctrico

Antes de que las biopics de rock se llenaran de travellings, de traumas sobreactuados y redenciones en do mayor, The Buddy Holly Story ya estaba ahí. No parece mucho: un film lineal, casi tímido, sin grandezas estéticas ni psicologías enrevesadas. Pero inventó algo: el músico como artesano, el artista como alguien que no espera el milagro sino que lo fabrica. Gary Busey hace de Holly sin grandilocuencia, sin martirio: como un tipo que entendió que con tres acordes se podía cambiar el mundo.

Hay una claridad narrativa que biopics modernas envidiarían: The Buddy Holly Story no necesita explicar por qué Holly fue importante. Ahí está el estudio de grabación, el conflicto con los productores, el momento exacto en que un joven de Texas decide que no quiere sonar como todos. Fue uno de los primeros en componer, grabar y arreglar su música; la película lo dice sin levantar la voz. No hay drogas, ni padres abusivos, ni tragedias inventadas: apenas la insistencia de un talento que no pide permiso.

Y quizá por eso importa. Porque en su simpleza, en su fe casi documental en el poder de una canción bien hecha, The Buddy Holly Story define un canon: el del músico que trabaja. El que no necesita ser mártir ni genio ni víctima, porque ya es todo eso cuando sube al escenario y canta.

La película es un un raro objeto arqueológico: una biopic antes de que las biopics fueran un género. Un testimonio de una época en que ser nerd no era cool, y en que el rock no se escribía con poses ni con escándalo, sino con acordes menores y frases sencillas. The Buddy Holly Story fue la primera biopic en tomar al rock en serio. Y a veces, eso también es una forma de revolución.

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