¿Qué es lo que nos queda cuando el mundo se acaba? ¿Qué nos define cuando ya no hay sociedad, cuando no hay otra regla que no sea sobrevivir? El final de la temporada 2 de The Last of Us –esa serie que nos obliga a mirar el abismo de la condición humana–, responde con brutalidad: nos queda la venganza. Y la venganza, como sabían los griegos, es esa forma de justicia que siempre llega tarde.
La temporada 2 de The Last of Us es un espejo donde se refleja toda la miseria y grandeza del animal humano. Craig Mazin y Neil Druckmann han construido una máquina narrativa perfecta para destruir nuestras certezas morales, y el episodio final, titulado Convergencia, funciona como el punto donde todas las líneas se encuentran para formar una figura geométrica perfecta: el círculo vicioso.
Joel mata a Las Luciérnagas en Salt Lake City, Abby mata a Joel, Ellie busca matar a Abby. Y en el camino, todos van perdiendo pedazos de su humanidad. Aquí no hay héroes, solo sobrevivientes que han pagado precios distintos por seguir respirando.
La Ellie (Bella Ramsey) que conocimos en la temporada 1 ha desaparecido. En su lugar queda una mujer joven endurecida por la pérdida, una cazadora que ha aprendido que la tortura puede ser “fácil”. “Solo seguí lastimándola”, le dice a Dina (Isabela Merced) cuando le narra su encuentro con Nora (Tati Gabrielle). Y ahí está todo: la banalidad del mal, la facilidad con que cruzamos líneas que hasta ayer creíamos infranqueables.

El final de The Last of Us 2: El punto de no retorno de Ellie
El golpe emocional del final de la temporada 2 de The Last of Us llega cuando Ellie encuentra a Owen (Spencer Lord) y Mel (Ariela Barer) en el acuario. La escena funciona en múltiples niveles: es un thriller de tensión, un drama moral y una tragedia griega condensada en cinco minutos. Ellie, convencida de su superioridad ética (“no soy como ustedes”), termina matando no solo a Owen –casi por instinto– sino también a Mel –cosas que pasan–. Mel queda desangrándose en el piso, perfectamente embarazada.
Y entonces llega el momento en que Mel le pide a Ellie algo que no pediría si hubiera visto House of the Dragon: una cesárea para salvar al bebé. Ellie queda paralizada, contemplando las consecuencias de sus decisiones mientras una madre y su hijo mueren frente a ella. Es el momento preciso en que comprende que ya no hay vuelta atrás, que ha cruzado la frontera de lo irreversible.
¿Y qué podemos decir de Jesse? Jesse (Young Mazino), el personaje que representa todo lo que podríamos haber sido en un mundo mejor. El que sacrificó su felicidad romántica por quedarse en Jackson y servir a su comunidad, el que entiende que “hay que poner a los otros primero”. Jesse es la consciencia moral de un mundo roto. Pero las consciencias morales no suelen durar mucho en The Last of Us. Abby lo mata con la misma precisión indiferente que tuvo Joel cuando asesinó a su padre.
Y entonces, el coitos interruptus del final de la temporada 2 de The Last of Us: Ellie frente al cañón del arma de Abby Anderson (Kaitlyn Dever). “Te dejé viva. Desperdiciaste tu oportunidad”, dice Abby antes de disparar. Y la pantalla se vuelve negra. Porque así funciona la vida real: sin música dramática, sin últimas palabras heroicas. Solo el sonido seco de un disparo y la oscuridad.
Pero el verdadero tour de force narrativo viene después: cuando la pantalla vuelve a encenderse, estamos tres días atrás, viendo los mismos eventos desde la perspectiva de Abby. Es el movimiento más arriesgado de la serie: obligarnos a empatizar con quien consideramos el enemigo. Porque Abby no es solo la asesina de Joel. Es también una hija que vio el cadáver de su padre junto al de diecisiete compañeros, una soldado leal a la causa de la WLF, una mujer que tiene amigos, amores, traumas y pérdidas.
Esta decisión narrativa –hacer de Abby la protagonista de la próxima temporada– es incómoda, y esa incomodidad es precisamente el punto: nos obliga a confrontar nuestros propios prejuicios, nuestras lealtades automáticas. ¿Por qué debería importarnos más la vida de Ellie que la de Abby? ¿Qué diferencia hay realmente entre ellas, atrapadas entre el odio y la venganza?

The Last of Us: Ellie, Abby y el círculo de la venganza
The Last of Us dice algo fundamental sobre la naturaleza humana: que todos somos héroes de nuestra propia historia y villanos de la historia de otro. Que la moral es, muchas veces, una cuestión de perspectiva. Que en un mundo sin ley, la justicia se convierte en venganza personal y la venganza personal se convierte en una cadena infinita de violencia.
Mazin y Druckmann estructuraron la temporada 2 de The Last of Us como un espejo invertido de la primera. Si la primera entrega era sobre el amor paternal y la redención, la segunda es sobre el odio filial y la condena. La serie no nos ofrece una moraleja clara, una lección edificante. Lo que queda son preguntas incómodas: ¿Merece Ellie salvarse? ¿Merece Abby nuestra comprensión? ¿Es posible la redención en un mundo sin perdón?
The Last of Us no solo cuenta una historia sino que examina los fundamentos mismos de la narrativa moral. Es un universo donde cada personaje es víctima y victimario, donde cada decisión tiene consecuencias irreversibles, donde el amor y el odio son solo dos caras de la misma moneda al aire.
Y mientras esperamos la temporada 3, nos quedamos con esa imagen final: Abby despertando en el estadio de Seattle, tres días atrás, cuando todavía nada estaba decidido. Es una imagen llena de ironía trágica, porque sabemos que esos tres días llevarán inevitablemente al momento del disparo, al momento en que todas las líneas convergen en un punto de no retorno.
Porque esa es, al final, la única verdad que nos ofrece The Last of Us: que el pasado es inevitable, que el futuro está escrito con sangre, y que todos estamos atrapados en círculos de violencia que comenzaron mucho antes de que naciéramos y continuarán mucho después de que desaparezcamos. La pregunta no es si escaparemos del círculo, sino cuánto de nuestra humanidad conservaremos mientras seguimos dando vueltas en él.
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