Silbidos que cortan el aire. Silbidos que no son melodía sino código, advertencia, sistema nervioso de una comunidad que ha reinventado el lenguaje primario. Así se comunican los Serafitas —Scarred, los llaman sus enemigos—, mientras avanzan en caravana por un camino que no lleva a ninguna o a todas partes: en el mundo fragmentado de The Last of Us, los caminos ya no tienen el mismo significado que antes. Son apenas conexiones entre islas de humanidad que sobreviven como pueden a la infección.
Los Serafitas visten túnicas sencillas. Tienen los rostros marcados por cicatrices rituales. Entre ellos hay niños –hay futuro, hay continuidad–. No son salvajes, sino algo más inquietante: seres humanos que han encontrado una respuesta diferente al apocalipsis. Una respuesta que rechaza las certezas y abraza la superstición. La guerra en Seattle no es solo por territorio. Es por el alma misma de lo que queda de la humanidad.
Y entonces: la masacre. Los cuerpos de los Serafitas que encuentran Ellie (Bella Ramsey) y Dina (Isabela Merced) al costado del camino. La sangre fresca indica que son muertos recién estrenados. “Lobos”, dice Dina: los miembros del Frente de Liberación de Washington. El WLF. Los nuevos amos de Seattle.
La guerra entre los serafitas y el WFL es más antigua que la venganza personal que persigue Ellie. Una guerra que, como todas, comenzó por algo concreto –territorio, recursos, seguridad– pero que, con el tiempo, se ha transformado en algo más: un choque entre visiones irreconciliables del mundo.
Los Serafitas: Siente el Amor de Ella
Seattle era una ciudad verde. Lluvia constante. Cafeterías en cada esquina. Tecnología de punta. Microsoft, Amazon, Boeing. Una ciudad que miraba al futuro. Y luego vino el hongo. Y luego, cuando el polvo se asentó, de aquella ciudad sólo quedaban ruinas, recuerdos, personas intentando encontrar un sentido nuevo en un mundo que había perdido todos sus significados.
FEDRA –la Agencia Federal de Respuesta a Desastres– fue quien tomó inicialmente el control inicial. El último vestigio del gobierno de los Estados Unidos. Uniformes militares. Toques de queda. Racionamiento. Ejecuciones públicas de infectados o sospechosos de infección. La mano dura como única política ante el caos. La democracia era un lujo que no podían permitirse. Eso decían.
En los suburbios de Queen Anne surgía algo distinto. Una mujer –nunca sabremos su nombre– comenzó a predicar una interpretación religiosa del apocalipsis. El Cordyceps no era una catástrofe biológica: era una señal divina. Un castigo. Una advertencia para que la humanidad cambiara sus costumbres. Para que abandonara la tecnología que los había llevado al borde del abismo. Para que regresara a una forma más simple y pura de existencia.
Así nacieron los Serafitas. Un culto apocalíptico entre tantos otros que suelen aparecer cuando el mundo parece terminar. Pero los Serafitas eran diferentes. Tenían a su Profeta. Tenían una visión clara. Tenían la convicción absoluta de que estaban construyendo un nuevo mundo sobre las cenizas del antiguo.
FEDRA, ocupada en mantener el control dentro de sus propias murallas, apenas les prestó atención. ¿Qué daño podría hacer un grupo de fanáticos religiosos viviendo en las afueras? Tenían problemas más urgentes: disidencia interna, escasez de alimentos, brotes recurrentes de infección.
Fue ese descontento interno el que dio origen al WLF. El Frente de Liberación de Washington comenzó como un movimiento de resistencia contra las políticas autoritarias de FEDRA. Panfletos. Robos de suministros. Sabotajes menores. Y luego, a medida que ganaban apoyo popular, acciones más directas y violentas.
Emma y James Patterson, fundadores del WLF, creían en una Seattle libre del control militar. Creían en la posibilidad de reconstruir algo parecido a una democracia incluso en medio del apocalipsis. Pero FEDRA los cazó. Los ejecutó. Y eso fue el catalizador que transformó una rebelión incipiente en una guerra total.
La Masacre del Jueves en el Mercado
El punto de inflexión fue la Masacre del Jueves en el Mercado. Manifestantes pacíficos protestaban por la escasez de alimentos en la Zona de Cuarentena cuando los soldados de FEDRA abrieron fuego. Decenas de muertos. La población civil, horrorizada, volcó su apoyo hacia el WLF. Isaac Dixon, que había tomado el control del movimiento tras la muerte de los Patterson, vio su oportunidad.
La primera guerra por Seattle fue brutal pero breve. FEDRA, sin apoyo popular y con recursos cada vez más limitados, finalmente abandonó la ciudad. El WLF había triunfado. La liberación había llegado. O eso parecía.
El problema con las revoluciones es el día después. Cuando la euforia de la victoria se disipa y queda la cruda realidad: alguien tiene que gobernar, que distribuir los escasos recursos, que decidir quién come y quién no, quién vive y quién muere.
Isaac Dixon, ex marine estadounidense –o según The Last of Us de HBO, antiguo oficial de FEDRA–, no era un idealista como los Patterson. Era un pragmático. Un sobreviviente. Alguien dispuesto a hacer lo necesario para mantener el control. Y lo necesario no era muy diferente de lo que hacía FEDRA.
Bajo el régimen del WLF, la población de Seattle fue concentrada en un solo complejo. Cualquiera que se negara a unirse a las filas de los Lobos era expulsado de la ciudad. Los refugiados ya no eran bienvenidos. Los recursos se controlaban con puño de hierro. La dictadura militar de FEDRA había sido reemplazada por una dictadura diferente.
Y mientras tanto, en las afueras, los Serafitas crecían en número e influencia.
Los Lobos vs los Scarred: Pragmatismo contra superstición
No se sabe exactamente cómo comenzó el conflicto entre el WLF y los Serafitas. El juego The Last of Us Part II no lo explica en detalle, y la serie apenas está empezando a desenvolver esa historia. Pero no es difícil imaginar el choque ideológico que subyace en el núcleo de esta guerra.
Los Lobos representan una visión pragmática, militarista, tecnológica. Usan las herramientas del viejo mundo –armas, vehículos, medicina moderna– para sobrevivir. Su objetivo es la seguridad, el control, el orden. Incluso si eso significa sacrificar libertades.
Los Serafitas, en cambio, rechazan la tecnología. Viven de la tierra. Han desarrollado sus propias tradiciones, su propio lenguaje, sus propios rituales. Las cicatrices que marcan sus caras –autoinfligidas como un reconocimiento de la imperfección humana– son solo la manifestación exterior de una transformación más profunda. Para ellos, los infectados son “Demonios”. Los intrusos son “Vagabundos”. Cualquiera que pise su territorio sin permiso enfrenta una muerte segura.
Pero la guerra entre los Serafitas y el WLF no es solo ideológica. También es práctica. Seattle tiene recursos, espacios habitables, alimentos limitados. Los dos grupos compiten por lo mismo: la supervivencia. Y en un mundo donde la escasez es la norma, esa competencia solo puede terminar en conflicto. Un conflicto que, a medida que pasan los años, se vuelve más desesperado. Más personal.
The Last of Us: La muerte de la Profeta
La muerte de la Profeta fue un punto de inflexión. No sabemos exactamente cómo ocurrió –el juego solo lo menciona de pasada, y la serie aún no lo ha revelado–, pero el impacto fue devastador para los Serafitas. Su líder espiritual, la mujer que les había dado sentido en medio del caos, ya no estaba.
Pero en lugar de debilitarlos, su muerte los galvanizó. La Profeta se convirtió en mártir. Sus enseñanzas, antes seguidas con devoción, ahora eran sagradas. Cualquiera que cuestionara la más mínima parte de su doctrina era considerado apóstata. Y ser marcado como apóstata entre los Serafitas equivalía a la muerte.
El fanatismo creció. La tolerancia disminuyó. Y la guerra contra el WLF, que antes podría haber sido principalmente territorial, adquirió un carácter religioso. Una Yihad en medio del apocalipsis.
Del lado del WLF, Isaac Dixon observaba con creciente preocupación cómo cada vez más ciudadanos desertaban para unirse a los Serafitas. ¿Qué ofrecía ese culto que no podía ofrecer su régimen militarista? ¿Esperanza? ¿Sentido? ¿Comunidad?
La respuesta de Isaac fue lo que cabía esperar de un líder que había pasado demasiado tiempo en guerra: más control. Más dureza. Más represión. El círculo vicioso que se alimenta a sí mismo.
The Last of Us: Ellie y Dina llegan a Seattle
A esta Seattle llegan Ellie y Dina. Dos jóvenes de Jackson, una comunidad que representa un tercer camino, diferente al autoritarismo del WLF y al fanatismo de los Serafitas.
Jackson es una anomalía en el mundo devastado de The Last of Us. Es un lugar que ha conseguido mantener algo parecido a la normalidad pre-apocalíptica. Tienen electricidad, patrullas, amores, terapeutas. Tienen una estructura democrática. Aceptan a los forasteros. Comparten sus recursos. No exigen lealtades absolutas ni imponen doctrinas religiosas.
Ellie y Dina vienen de un mundo que les ha demostrado que existe otra forma de sobrevivir, que la humanidad puede preservarse incluso en las peores circunstancias. Pero llegan a Seattle impulsadas por un impulso primitivo: la venganza. Buscan a Abby Anderson (Kaitlyn Dever) –la mujer que asesinó a Joel– y esa búsqueda las arrastrará a una guerra que no comprenden del todo. Una guerra donde ambos bandos las verán como enemigas por el simple hecho de ser extrañas.
Los Serafitas son inquietantes precisamente porque no son simples salvajes. Son una comunidad organizada con reglas, estructura y una visión del mundo. Sus silbidos, su lenguaje secreto, sus cicatrices rituales: todo ello forma parte de una cultura que ha evolucionado como respuesta al apocalipsis.
La escena de la caravana serafita en el episodio 3 de la temporada 2 de The Last of Us (El Camino) no está en el juego original. Es una adición de la serie que humaniza a este grupo antes de mostrarnos su brutal masacre a manos del WLF. Vemos a un padre y su hija conversando sobre la voluntad de la Profeta. Vemos familias enteras. Vemos un orden social que, aunque resulte extraño, funciona para ellos.
Y luego los vemos masacrados. Y algo en nosotros se retuerce porque, a pesar de su fanatismo, a pesar de sus prácticas brutales –que conoceremos mejor en episodios posteriores–, eran personas. Estaban intentando sobrevivir de la única forma que conocían.
El WLF no es mejor. Bajo el liderazgo de Isaac Dixon han convertido Seattle en una fortaleza militarizada donde la libertad individual se sacrifica en nombre de la seguridad colectiva. Donde la lealtad al grupo es obligatoria. Donde los desertores son castigados con la muerte.
Son los dos extremos de un espectro: el militarismo autoritario frente al fanatismo religioso. El orden impuesto por la fuerza frente a la cohesión lograda a través de la fe. Y ninguno de los dos ofrece una respuesta satisfactoria a la pregunta fundamental que plantea el apocalipsis de The Last of Us: ¿cómo seguir siendo humanos cuando todo lo que definía nuestra humanidad se ha derrumbado?
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