The Last of Us: Joel Miller, la muerte sin épica del héroe trágico

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Con la muerte de Joel Miller en el episodio 2 de la segunda temporada, The Last of Us deconstruye los tropos del sacrificio heroico para explorar las consecuencias morales de la supervivencia.

La muerte tiene su matemática. La de Joel Miller en el segundo episodio de la temporada 2 de The Last of Us es una ecuación resuelta cinco años atrás, cuando él decidió que una niña valía más que toda la humanidad.

El cine y la televisión tienen sus reglas no escritas –protagonistas que mueren dignamente, villanos merecidamente castigados, salvaciones imposibles–, pero con la muerte de Joel, The Last of Us se inscribe en una tradición que comenzó Marion Crane bajo la ducha, siguió con Anna desaparecida en una isla desierta, continuó con la cabeza de Ned Stark y la masacre de la Boda Roja. Hasta Star Wars se animó: mató a Carrie Anne-Moss en el estreno de The Acolyte. Ahora, The Last of Us también rompe el contrato narrativo. Y esa transgresión es un recurso más efectivo que la obviedad.

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Kaitlyn Dever como Abby Anderson en el episodio 2 de la temporada 2 de The Last of Us

Anatomía de una ejecución: La muerte antiheroica de Joel Miller en The Last of Us

Joel Miller muere sin grandeza. Es un hombre arrodillado, a merced de una mujer con un palo de golf en la mano. Es un final anticlimático y terrenal para un héroe trágico. Joel no pide clemencia. Ni siquiera se resiste demasiado. Quizás siempre supo que merecía esto. Quizás, en el fondo más oscuro de su consciencia, entendía que había contraído una deuda que no podía pagar de otra forma. No hay arrogancia: hay resignación. La carga de salvar a Ellie condenando al mundo era demasiado pesada. Quizás Abby solo le hizo el favor.

Lo insoportable de la muerte de Joel es que dure. Debía morir de un solo golpe –o no morir–, pero en The Last of Us la violencia se estira pegajosa, asfixiante. Primero un disparo en la rodilla. Después un golpe que no mata pero rompe huesos. El segundo, el tercero, el cuarto le deforman la cara. Los siguientes, incontables, difusos, son más un teatro de la crueldad que un homicidio. No estamos ante una muerte sino ante una ceremonia.

Rara vez la muerte funciona como ritual en televisión. Que exija sangre y tiempo. Pero Abby Anderson sabe que los ritos no se improvisan. Preparó este momento durante cinco años: fue esculpiendo un rencor perfecto, un odio sin grietas, un proyecto de venganza artesanal. Cuando al fin tiene a Joel indefenso ante ella no hay prisa: hay memoria.

Abby Anderson: El ritual de la venganza

The Last of Us, primero como juego, ahora como serie, rompe la moralidad binaria de buenos y malos. Joel Miller salva a Ellie por amor, pero ese amor es egoísta: él, que ya había perdido una hija, no soportaría ese dolor otra vez. Que el mundo siga desintegrándose. ¿Cuántas madres y padres no harían lo mismo por sus hijos?

Abby mata a Joel también por amor: amor filial. Ella perdió a su padre por la decisión de Joel. Su venganza es cruel pero comprensible. Si viéramos la historia desde sus ojos –como hace la segunda parte del juego– entenderíamos su rabia. En The Last of Us, como en las buenas series, los villanos son protagonistas de sus propios relatos.

Mientras Joel muere a palos, los infectados atacan Jackson. ¿Quiénes son los verdaderos monstruos? ¿Los zombies que matan por instinto o los humanos que torturan por principios? La serie no contesta. Nos deja esa incomodidad.

La temporada 2 de The Last of Us transcurre en 2028. En lo que alguna vez fue Estados Unidos. En lo que alguna vez fue una civilización. En Jackson tienen electricidad, casas, patrullas, amores, fiestas de Año Nuevo. Pero también tienen miedo. También tienen un plan para cuando todo falle. Pero Jackson no puede proteger a Joel de Abby porque el enemigo no viene de afuera: el enemigo es el pasado que vuelve. El peligro no sólo son los muertos vivientes sino los vivos que recuerdan la muerte.

Pedro Pascal ya había muerto en televisión. Primero como Oberyn Martell, ahora como Joel Miller. El actor chileno tiene una cara que invita a la destrucción, a la ruina. Algo en su presencia sugiere un tipo de masculinidad condenada, destinada al sacrificio. Pero Pascal apenas actúa en este episodio. Le dan una muerte indigna para un personaje que no creía ya en la dignidad. Lo notable es cómo el actor aprovecha ese breve momento: mientras Ellie le pide que se levante, su rostro desfigurado todavía transmite algo parecido a una disculpa. Como si Joel estuviera diciendo “lo volvería a hacer”.

La que brilla es Bella Ramsey como Ellie. Su llegada tardía a la escena, su impotencia, su rabia. Cuando grita “¡Los voy a matar a todos!” ya no es la niña que Joel rescató. Es una mujer transformada por el trauma. Una mujer que acaba de entender que este mundo ya no tiene monumentos para sus héroes: la mayoría fueron saqueados para hacer barricadas.

Y luego está Kaitlyn Dever como Abby, que debe hacer lo imposible: convertirse en protagonista después de matar al protagonista. Dever tiene 28 años pero parece a veces una adolescente y a veces una mujer endurecida. Su cuerpo es musculoso pero su cara guarda algo infantil. Dever es la nueva estrella de The Last of Us, aunque todavía no lo sepamos. Su actuación es brutal: su Abby no disfruta matando a Joel. Su Abby cumple una misión y queda vacía. Abby, que perdió a su padre hace un lustro, acaba de perder también el único motor de su existencia: la venganza consumada deja un vacío que ninguna satisfacción puede llenar.

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Final del episodio 2 de la temporada 2 de The Last of Us

The Last of Us: el ciclo de la violencia

Los creadores de la serie, Craig Mazin y Neil Druckmann, saben que la muerte no es un final sino un comienzo. La muerte de Joel en The Last of Us no cierra la historia: la abre. La primera temporada empezó con la muerte de Sarah, la hija de Joel, y terminó con Joel salvando a su nueva hija a costa de condenar al mundo. Esta segunda temporada comienza con Joel muriendo para que Ellie pueda nacer a su siguiente etapa: la venganza.

Hay algo bíblico en esta estructura. El padre debe morir para que la hija pueda vivir plenamente. El ciclo debe completarse para que otro comience. Porque The Last of Us habla de ciclos: ciclos de violencia, ciclos de duelo, ciclos de supervivencia. Los griegos entendían estas historias. Clitemnestra mata a Agamenón por sacrificar a su hija. Orestes luego mata a Clitemnestra por matar a su padre. La sangre pide sangre. ¿Quién tiene razón? ¿Quién es el héroe? ¿Quién el villano? Los dioses mismos no lo sabían.

Un hombre yace muerto con la cabeza destrozada. Una joven llora sobre su cuerpo. Otra joven se aleja manchada de sangre. Miles de zombies son exterminados por una comunidad bien organizada. El apocalipsis no es el fin del mundo: es solo una reorganización de sus prioridades. La civilización no es más que un conjunto de rituales que nos mantienen unidos. El ritual de Abby fue matar a Joel. El ritual de Ellie será vengar a Joel.

La muerte de Joel Miller no es una sorpresa para quien jugó The Last of Us Part II. Es una promesa cumplida, un destino anunciado, un contrato sellado. Lo que sorprende es cuánto duele a pesar de saberlo. Lo que sorprende es cómo la ficción nos estremece aunque conozcamos el final. Lo que sorprende es cómo un hombre es un monstruo para algunos y en un héroe para otros.

Porque Joel Miller es las dos cosas. Es un monstruo que abrazaríamos. Es un asesino con el que nos identificamos. Es un padre terrible y maravilloso. Es todo lo que somos en nuestras contradicciones más profundas: egoístas y altruistas, violentos y tiernos, destructores y protectores. Joel es el humano que condena a la humanidad por amor a una sola persona. ¿Quién no haría lo mismo?

¿Y Abby? Abby es nuestro lado B: es la justicia ciega, es la venganza implacable, es el rencor que crece como el Cordyceps, hasta que ya no queda nada del huésped original. Abby es la consecuencia personificada. Abby es el recordatorio de que no hay acto sin respuesta en este universo amoral. Abby es la nota que llega por debajo de la puerta: “Sabemos lo que hiciste”.

Y quizás allí resida la grandeza de The Last of Us: que nos confronta con nuestras propias líneas rojas. ¿Hasta dónde llegaríamos por amor? ¿Cuánto dolor causaríamos por proteger a los nuestros? ¿Cuántas vidas extrañas equivalen a una vida querida?

Y luego está la otra pregunta: ¿cuánto tiempo puede durar el rencor? ¿Cuánto puede crecer el odio? ¿Cuánto dolor ajeno se necesita para calmar el propio? Joel, arrodillado frente a su verdugo, parece entender estas preguntas mejor que nadie. Su asentimiento cuando Abby explica sus motivos no es cobardía: es reconocimiento. Él habría hecho lo mismo en su lugar. De hecho, él hizo algo peor para salvar lo que amaba.

Cómo The Last of Us redefine la función del protagonista en la era del antihéroe

Hay un momento en el episodio que revela todo: Abby tiene una pesadilla donde ve a otra versión de sí misma llorando frente a la habitación donde murió su padre. ¿Por qué llora ese otro yo? ¿Llora por el padre que perdió o por la persona en que se convertirá? Esa escena contiene toda la filosofía de The Last of Us: la venganza es un viaje que cambia al viajero hasta hacerlo irreconocible. Al final, Abby Anderson ya no es la hija del cirujano asesinado: es la asesina del palo de golf. Al final, Ellie ya no será la niña inmune: será la cazadora de la mujer que mató a Joel.

¿Existe una salida de este laberinto moral? ¿O estamos todos condenados a repetir el ciclo, una y otra vez, matando y muriendo por las decisiones imposibles que tomamos?

Así muere Joel Miller: como vivió. Sin gloria pero con sentido. Sin redención pero con propósito. Muere para que la historia continúe. Muere para que Ellie crezca. Muere para que nosotros entendamos que en este mundo no hay héroes: hay solo sobrevivientes tratando de sacarle sentido a un universo que ya no tiene reglas.

Así comienza la nueva historia: Ellie arrodillada junto a un cadáver. Ellie gritando venganza. Ellie convertida en lo que Joel más temía: alguien como él. Alguien capaz de hacer cualquier cosa por las personas que ama. Incluso matar. Incluso condenar. Incluso perdonar, tal vez, aunque eso parezca ahora imposible. “Los voy a matar a todos”, grita Ellie. Es una promesa que si cumple la destruirá. Porque la verdadera tragedia no es la muerte de Joel. La verdadera tragedia es que Ellie ahora camina hacia su propio apocalipsis.

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