Hedda retoma uno de los textos más enigmáticos del teatro moderno y lo traslada a un tiempo intermedio entre el viejo orden y la modernidad. Dirigida por Nia DaCosta y protagonizada por Tessa Thompson, la película adapta Hedda Gabler de Henrik Ibsen, un drama sobre una mujer que busca afirmarse en una estructura que no le ofrece salida. Estrenada en Prime Video, la versión actualiza la tensión entre libertad y represión en un contexto nuevo, sin perder el pulso psicológico que definió la obra original.
La historia sigue a Hedda, una mujer brillante y frustrada, atrapada en un matrimonio sin pasión con el académico George Tesman (Tom Bateman). La película mantiene esa base, pero desplaza la acción de la Noruega del siglo XIX a la Inglaterra de los años cincuenta, una época en la que los códigos sociales empiezan a resquebrajarse pero siguen siendo férreos. Esa elección permite a DaCosta explorar el conflicto interior de su protagonista desde otro punto de inflexión histórico.
El nombre de Ibsen aparece asociado a la idea de modernidad: personajes que luchan contra estructuras morales o sociales en apariencia inamovibles. En Hedda, esa modernidad se actualiza a través del lenguaje visual y de la configuración de los vínculos. Lo que antes era una tragedia doméstica ahora se convierte en un estudio sobre la frustración femenina dentro de los límites de la respetabilidad.
La película no intenta suavizar la ambigüedad de su protagonista. Hedda es manipuladora, inteligente, cruel, pero también consciente de su encierro. DaCosta elige mostrarla como un cuerpo que se mueve entre los códigos del poder y el deseo, alguien que intenta resistir desde adentro del sistema que la asfixia.
La puesta en escena, los diálogos y las relaciones entre los personajes funcionan como un espejo de esa contradicción. Hedda no es solo una actualización estética: es una exploración sobre cómo una figura femenina del siglo XIX puede seguir expresando las tensiones del presente.

Hedda y la herencia de Ibsen: Las diferencias entre la película y el original
La adaptación mantiene los ejes de Hedda Gabler: una mujer que busca dominar su entorno en un mundo regido por los hombres. Pero DaCosta introduce variaciones que amplían su sentido. El cambio de escenario a la Inglaterra de posguerra permite que los personajes femeninos tengan cierta movilidad social y un margen de libertad más visible. Aun así, esa libertad está condicionada por las normas de clase, la mirada masculina y las expectativas sobre el rol de la mujer.
El film conserva el matrimonio entre Hedda y George Tesman como una unión de conveniencia. Él sigue siendo un académico sin brillo, y ella, una mujer que ha elegido la comodidad y el estatus antes que el deseo. Pero la película introduce un elemento nuevo: la raza. Hedda es negra, su esposo es blanco, y esa diferencia imprime otra capa de lectura sobre el control, la pertenencia y la aceptación. En ese sentido, la versión de DaCosta no se limita a trasladar el texto, sino que examina cómo la identidad y el poder se cruzan en un contexto histórico cargado de tensiones sociales.
La otra gran modificación es la transformación de Eilert Lovborg en Eileen Lovborg, interpretada por Nina Hoss. El cambio de género reconfigura el triángulo entre Hedda, Eileen y Thea Clifton (Imogen Poots), su antigua compañera. La relación entre las tres introduce un matiz queer que desarma el equilibrio del relato original: el deseo reprimido ya no es solo una cuestión de estatus, sino también de identidad. Hedda, que eligió el matrimonio como refugio, se enfrenta a la posibilidad de un amor que no encaja en las reglas del mundo que intenta dominar.
La dirección de DaCosta se apoya en los gestos mínimos: la forma en que Hedda observa, cómo mide las palabras o cómo manipula a los demás para mantener una posición que siente amenazada. Esa atención al detalle conecta con la dramaturgia de Ibsen, pero también con una sensibilidad contemporánea que reconoce en la ambigüedad un modo de resistencia.
La mirada de Nia DaCosta y la figura contemporánea de Hedda
La película llega después de que Nia DaCosta dirigiera proyectos de escala y tono muy distintos, como Candyman y The Marvels. Entre esas producciones, Hedda funciona como un regreso a un territorio más íntimo, pero también más radical. Su lectura del texto de Ibsen no es reverencial: desmonta la estructura clásica para examinar cómo el deseo de control, la vergüenza y la autodestrucción siguen operando en los vínculos actuales.
DaCosta ubica la acción en los años cincuenta para explorar un punto de inflexión entre dos siglos. Es el momento en que las mujeres comienzan a ocupar espacios académicos y públicos, pero todavía deben hacerlo bajo una mirada vigilante. Hedda se mueve entre esas fisuras. Quiere dominar, ser admirada, pero sus estrategias reproducen las mismas formas de poder que la oprimen. La película observa esa paradoja sin ofrecer salida: la independencia puede confundirse con el sometimiento, y la rebeldía, con una forma distinta de obediencia.
El contexto racial acentúa esa lectura. Una mujer negra en un entorno blanco y burgués enfrenta una doble limitación: la de género y la de clase. DaCosta no subraya ese elemento de modo discursivo, sino que lo deja operar en los silencios, en los gestos de incomodidad y en la forma en que Hedda debe medir cada movimiento. Es una presencia que incomoda no solo por su inteligencia, sino por el modo en que desestabiliza la jerarquía social de quienes la rodean.
Tessa Thompson construye a una Hedda contenida, que se resiste a la caricatura de la mujer histérica o victimizada. Su interpretación mantiene una distancia fría que amplifica el malestar. No busca empatía, sino precisión. En esa frialdad se concentra la tragedia del personaje: su necesidad de poder es también su condena. Cada decisión que toma para controlar a los demás la acerca más a la pérdida de sí misma.
El final condensa esa lógica. En lugar del disparo que cierra la obra de Ibsen, DaCosta elige el agua. La imagen de Hedda hundiéndose en el estanque, con los bolsillos llenos de piedras, traduce la misma pulsión destructiva, pero la vuelve visible como un acto físico, inevitable. Es el gesto de alguien que no puede soportar el peso de su propia libertad.

El final de Hedda, explicado
El final de Hedda mantiene la esencia trágica del texto de Ibsen, pero la transforma en un gesto visual de gran poder simbólico. En la obra original, Hedda se encierra en una habitación y se dispara con una de las pistolas heredadas de su padre. El acto es abrupto, silencioso, y deja al resto de los personajes enfrentados a una muerte que no comprenden. Nia DaCosta reinterpreta esa misma pulsión con otra imagen: Hedda, después de escapar del control de Brack (Nicholas Pinnock), se dirige al estanque de la casa, llena los bolsillos con piedras y se hunde en el agua.
El cambio no altera el sentido del desenlace, sino que lo amplifica. El agua funciona como un espejo del primer plano de la película, cuando Hedda emerge del mismo estanque al comienzo del relato. Lo que era deseo de desaparecer se convierte, al final, en el espacio definitivo de la disolución. Es una metáfora que encierra el ciclo del personaje: el intento de afirmarse a través del control desemboca en la pérdida absoluta de sí misma.
El gesto de DaCosta también modifica la relación entre Hedda y el mundo que la rodea. En Ibsen, la muerte es un acto íntimo; en la película, es un movimiento físico, desesperado, que tiene lugar al aire libre. La cámara sigue a Hedda mientras se aparta del poder masculino representado por Brack, pero su huida no es liberación: es el último intento de ejercer una voluntad que ya no le pertenece.
El agua la envuelve, como si devolviera a su cuerpo el peso de todas las imposiciones que trató de manipular. En ese instante, Hedda no es víctima ni heroína: es una figura suspendida entre la acción y la rendición. DaCosta evita cualquier lectura moral. El suicidio no aparece como castigo ni como emancipación, sino como la única salida posible dentro de un sistema que convierte la libertad en una forma de encierro.
El final de Hedda conserva, entonces, la amargura del original y su pregunta persistente: ¿qué sucede cuando el deseo de poder se enfrenta a los límites impuestos por una sociedad que no admite mujeres que decidan por sí mismas? DaCosta no responde; solo deja la imagen de un cuerpo hundiéndose, y en esa imagen la misma pregunta que Ibsen formuló hace más de un siglo.
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