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Crítica Una Casa de Dinamita (Netflix): El apocalipsis según Kathryn Bigelow

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Un misil nuclear, tres perspectivas y un tiempo que se repite. En Una Casa de Dinamita, Bigelow desarma el mito de la eficacia norteamericana y muestra cómo se administra el fin del mundo.

Kathryn Bigelow siempre filmó la tensión entre el control y la catástrofe. Desde The Hurt Locker, donde la guerra se reducía al instante anterior a la explosión, hasta Zero Dark Thirty, donde la obsesión por el enemigo borraba cualquier noción de victoria, su cine se mueve entre la precisión del procedimiento y el vértigo de perderlo todo. Una Casa de Dinamita, su primera película en casi una década, parece volver sobre esos temas, pero desde otro lugar: ya no es la guerra exterior lo que la ocupa, sino la implosión del propio sistema que pretende evitarla.

Es una película sobre Estados Unidos, sí, pero sobre todo sobre el agotamiento de su lógica. En un mundo que todavía cree tener el control nuclear, Bigelow muestra que en realidad nadie lo tiene.

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Rebecca Ferguson como Olivia Walker en Una Casa de Dinamita

Una Casa de Dinamita: La guerra dentro de una sala de control

Un misil nuclear de origen desconocido se dirige hacia una gran ciudad estadounidense. El tiempo que tarda en llegar –dieciocho minutos– es el tiempo que dura Una Casa de Dinamita, repetido tres veces desde distintos niveles del poder: una analista en la sala de crisis (Rebecca Ferguson), un general en el Pentágono (Tracy Letts) y el presidente (Idris Elba). Cada segmento vuelve al punto de partida, y cada repetición vuelve más opaco lo que ocurre porque Bigelow no busca resolver un misterio sino medir la distancia entre las decisiones humanas y las consecuencias que generan. Es un procedimiento sin resultado, una máquina que se repite hasta el colapso.

La estructura de la película, dividida en tres bucles que narran la misma secuencia de eventos, es el gesto más radical de la directora. Donde otro thriller construiría suspenso con el avance, Una Casa de Dinamita lo hace con la reiteración. Cada vuelta al inicio no es un recurso narrativo sino un comentario sobre el tiempo: la historia no progresa, se desgasta. Lo que cambia no es lo que ocurre sino la percepción de quienes lo viven.

Bigelow filma ese desgaste con pulso documental –planos cortos, montaje vertiginoso, pantallas que parpadean con acrónimos y coordenadas– hasta que el espectador comparte la tensión de los personajes. La película no pide que se entienda lo que pasa, solo que se sienta la velocidad con la que todo se desintegra.

La amenaza del misil es apenas una excusa. Lo que le interesa a Bigelow no es el enemigo, ni siquiera el ataque, sino la cadena de mando que intenta interpretarlo. Una Casa de Dinamita se mueve entre la Casa Blanca, el Pentágono y una base militar del Pacífico. Nadie sabe con certeza qué ocurre, pero todos actúan como si lo supieran. El resultado es un caos organizado: voces que se superponen, pantallas que muestran datos contradictorios, hombres que repiten protocolos que ya no sirven. No hay épica ni patriotismo; hay burocracia, silencio, confusión. El apocalipsis, para Bigelow, no es un estallido sino una reunión mal gestionada.

El título –Una Casa de Dinamita– es literal y metafórico a la vez. El mundo entero es esa casa, un edificio sostenido sobre explosivos cuya detonación depende de una orden mal interpretada. Pero también es la película: una estructura cerrada, tensa, que amenaza con estallar en cualquier momento. Bigelow transforma el dispositivo narrativo en un sistema de presión. La directora ya no busca el impacto físico del estallido –lo que filmaba en The Hurt Locker–, sino su equivalente emocional: la espera insoportable del fin.

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Jared Harris en Una Casa de Dinamita de Netflix

Una Casa De Dinamita: La repetición como forma de colapso

En la primera parte, la protagonista es Olivia Walker (Ferguson), una estratega que coordina la respuesta militar desde la sala de crisis. Es el personaje más humano del film, y por eso mismo, el más perdido. En la segunda parte, el foco pasa al general Baker (Letts), que concentra su energía en la respuesta militar inmediata, decidido a demostrar la capacidad de ataque del país más que a contener la amenaza. En la tercera, finalmente, el presidente (Elba) se convierte en el rostro del fracaso colectivo. Cuando por fin aparece en escena, lo hace como una sombra: un líder que ya no puede decidir, solo reaccionar.

La repetición de la historia desde distintos puntos de vista recuerda a Rashōmon, pero Bigelow usa el dispositivo de otro modo. No se trata de versiones contradictorias de un mismo hecho, sino de la constatación de que el hecho es incomprensible desde cualquier ángulo. Nadie tiene la visión completa. El poder se fragmenta, la información se dispersa, la razón se disuelve. Una Casa de Dinamita muestra cómo el aparato militar y político estadounidense, diseñado para sostener su propia idea de poder, termina acelerando la catástrofe que dice querer evitar. No hay enemigo visible, ni conspiración global: hay solo la incapacidad de pensar a tiempo.

Visualmente, Una Casa de Dinamita es un torbellino. La directora combina la textura documental de Detroit con la estilización de K-19 y la tensión física de The Hurt Locker. Cada plano parece tomado en movimiento, como si el mundo estuviera siendo filmado por su propio temblor. La saturación de pantallas, datos y voces crea una sensación de vértigo constante. Lo que antes era un gesto de realismo –el deseo de mostrar cómo funciona el poder desde dentro– se transforma aquí en abstracción: un paisaje sonoro y visual que pierde sentido a medida que se multiplica. Bigelow filma la tecnología como un lenguaje que ya no comunica, una masa de signos que colapsa bajo su propio peso.

Bigelow, acusada tantas veces de ambigüedad política, parece aquí más consciente que nunca de esa ambigüedad y la convierte en método. No toma partido: registra el miedo, el cansancio, la rutina del desastre. Sus personajes son profesionales que intentan aplicar un manual en medio del abismo. La moralidad del film no está en lo que muestra sino en lo que omite: no hay redención, no hay consuelo, no hay cierre. Lo que queda es un silencio aturdido, una pregunta que se repite: ¿qué hacemos cuando el sistema que debía protegernos se convierte en la amenaza?

La película podría considerarse el cierre natural de la trilogía que comenzó con The Hurt Locker y siguió con Zero Dark Thirty. Aquellas exploraban la obsesión estadounidense por el control a través de la guerra exterior; esta lo hace a través de su amenaza interna. Donde antes había soldados en el desierto, ahora hay analistas en oficinas sin ventanas. Pero la lógica es la misma: la de un país que se mueve entre la paranoia y la impotencia. Porque lo que muestra Una Casa de Dinamita es el colapso de una idea: la del imperio que todavía cree tener la última palabra.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

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