The Shrouds (Los Sudarios): David Cronenberg y la tecnología del duelo

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Con The Shrouds, David Cronenberg convierte el duelo personal en paranoia tecnológica en una exploración de la imposibilidad de procesar el duelo en la era digital.

David Cronenberg decidió hacer una película sobre la muerte de su esposa, fallecida en 2017. Pero como es Cronenberg, no hace una película lacrimógena sobre la pérdida, sino una rareza tecnológica, en la que Vincent Cassel vende la muerte en alta definición: administra un cementerio con cámaras para mirar los cadáveres en descomposición. The Shrouds (Los Sudarios) es pornografía del duelo, que es quizás la forma más honesta de hablar del tema: sin sentimentalismos, con la brutalidad de quien sabe que los muertos se pudren y los vivos no sabemos qué hacer con eso.

The Shrouds cuenta la historia de Karsh (Cassel), un magnate tecnológico que ha revolucionado la industria funeraria con la ShroudCam: sudarios equipados con cámaras que permiten observar el proceso de descomposición en tiempo real, en 360 grados y 8K. Su esposa Becca (Diane Kruger) murió de cáncer y ahora él puede verla pudrirse desde la pantalla de su teléfono. La idea es perturbadora y genial: Cronenberg entiende que el duelo moderno es inseparable de la tecnología, que el amor contemporáneo se vive a través de pantallas, que el capitalismo convierte todo en una app.

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Diane Kruger como Becca en The Shrouds de David Cronenberg

The Shrouds: Vincent Cassel, el viudo conectado

Vincent Cassel evita todas las poses del magnate tecnológico megalómano y construye un personaje encogido, calculador, que se mueve por el mundo como si fuera un lugar que ya no le pertenece. Tiene el pelo como Cronenberg, se ve como él, imita su acento. El director canadiense usa a Cassel como prótesis emocional para contar su propia historia sin tener que enfrentar la cámara. Es una operación de honestidad brutal: convertir el arte en terapia y la terapia en arte, sin esconder las costuras.

En el cine de Cronenberg, el cuerpo habla cuando las palabras fallan. En The Shrouds, el cuerpo que habla es el de Becca muerta, visitando a Karsh en sueños con las cicatrices de la mastectomía, toda frágil, toda amputada, recordándole que el amor no se acaba con la muerte pero sí se transforma en algo irreconocible.

The Shrouds podría ser una película de terror psicológico, pero Cronenberg le agrega una trama de espionaje internacional, hackers rusos, hackers chinos, inteligencia artificial y teorías conspirativas que convierten el duelo personal en un thriller geopolítico. Como si la pena fuera tan grande que necesitara expandirse hasta convertirse en paranoia mundial.

Guy Pearce es Maury, el ex marido de Terry, la hermana gemela de Becca (también interpretada por Kruger), un especialista en ciberseguridad que desarrolla teorías sobre cómo los chinos están usando la tecnología funeraria para espiar a Occidente. Es el tipo de idea que solo funciona en una película de Cronenberg: lo absurdo como única forma de procesar lo incomprensible. Porque el duelo es, en el fondo, una teoría conspirativa personal: la sensación de que algo o alguien se llevó a la persona que amabas y ahora el mundo entero está en tu contra.

Terry también vive obsesionada con teorías conspirativas y tiene una frase que define toda la película: las conspiraciones se han vuelto eróticas. The Shrouds es Crash sin autos, Crímenes del Futuro sin órganos. Un diagnóstico del presente, donde la paranoia produce placer, donde desconfiar se ha convertido en una forma de excitación intelectual, donde sentirse perseguido dibuja las coordenadas de un simulacro de victimización, una sensación de importancia que la vida ordinaria no puede ofrecer.

Honey, la asistente IA de Karsh, es una versión digitalizada de su esposa muerta. Es la fantasía tecnológica del viudo llevada a su extremo más freak: no solo poder ver el cadáver de la esposa, sino también hablar con una versión artificial de ella.

Diane Kruger es simultáneamente la mujer muerta, la mujer digital y la mujer viva que se parece a la muerta. Cronenberg convierte el triángulo amoroso clásico en un cuadrilátero necrofílico donde el protagonista está enamorado de una mujer, de su cadáver, de su hermana y de su simulacro. Que es, probablemente, la representación más precisa del deseo masculino contemporáneo: querer todo al mismo tiempo y en distintos formatos multimedia.

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Vincent Cassel como Karsh en The Shrouds

The Shrouds: Cronenberg después del cuerpo

The Shrouds marca una diferencia estética respecto a la obra anterior de Cronenberg. Menos metamorfosis corporales, más conversaciones en interiores minimalistas. Douglas Koch, su director de fotografía, reemplaza la carnalidad visual de Peter Suschitzky por una asepsia digital que convierte cada plano en una radiografía emocional. Es economía visual en el mejor sentido: Cronenberg ha llegado a una edad donde ya no necesita efectos especiales para generar horror, porque el horror está en la superficie: en la soledad, en la paranoia, en la incapacidad de seguir adelante.

La banda sonora de Howard Shore acompaña con sintetizadores funerales que suenan como lamentos digitales. Carol Spier diseña espacios que parecen preparados para la muerte: la casa de Karsh es un mausoleo de lujo, el cementerio una sala de computación, el restaurante una morgue gourmet. Todo está demasiado limpio, demasiado ordenado, como si la vida hubiera sido esterilizada para evitar el contagio de la muerte. Pero la muerte ya está adentro: está en cada plano, en cada conversación, en cada momento donde Karsh trata de actuar como si fuera normal llevar una cita a su restaurante, ubicado en el cementerio, y comer al lado de la tumba de su esposa.

Pero Cronenberg usa toda esta parafernalia tecnológica para contar, en el fondo, una historia de amor. Porque The Shrouds no es una película sobre la muerte sino sobre la imposibilidad de dejar ir a los muertos. Karsh no inventó las cámaras funerarias para superar el duelo sino para prolongarlo indefinidamente, para convertir el cementerio en una pantalla donde poder seguir viendo a Becca para siempre.

La película se sostiene en esta tensión entre lo íntimo y lo espectacular, entre el duelo personal y la paranoia global, entre la necesidad de seguir adelante y la imposibilidad de soltar el pasado. Cronenberg usa el lenguaje del thriller de espionaje para hablar de cosas que no se pueden decir directamente: que amar a alguien es una forma de locura, que perder a esa persona es una forma de muerte, que seguir viviendo después es una forma de traición.

The Shrouds confirma que Cronenberg nunca fue realmente un artista del horror corporal, sino un explorador de los horrores de la desconexión corporal: el horror de que el cuerpo ya no esté ahí. En definitiva, ha creado una historia de amor sobre la persistencia de los vínculos emocionales más allá de la muerte física porque entiende que las historias de duelo no tienen final feliz ni final triste: simplemente no tienen final. Los muertos siguen muertos, los vivos siguen vivos, y entre los dos queda esta zona gris donde la tecnología promete soluciones que no puede cumplir.

La muerte está disponible en alta definición, pero seguimos mirando con los ojos cerrados.

Tráiler:

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