Crítica Steve (Netflix): Cillian Murphy y el fracaso de los buenos

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En Steve, Cillian Murphy es un hombre que intenta sostener un mundo que se desmorona. Un drama sobre la fragilidad de la compasión, el dolor adolescente y los límites del idealismo.

Tim Mielants, que ya había trabajado con Cillian Murphy en Peaky Blinders y en Small Things Like These, vuelve a encerrarlo en un lugar donde la bondad se desgasta como si fuera un cosa vieja y frágil. Un reformatorio inglés en los 90s, una cámara de televisión que registra la ruina con ánimo de espectáculo, un grupo de chicos que no saben si son alumnos o delincuentes. Y en el medio Steve, un hombre que todavía cree que puede salvar algo, aunque ni él sepa bien qué.

La película sigue al director de Stantonwood Manor, una escuela para adolescentes expulsados del sistema educativo tradicional, mientras intenta mantener a flote una institución que el mundo preferiría que no existiera. Hay un equipo de documentalistas, hay profesores al límite del agotamiento, hay chicos violentos que son también víctimas, y hay pastillas de oxicodona en el bolsillo del protagonista.

Steve se instala en ese punto donde el humanismo se confunde con obstinación. Steve no es un mártir del sistema educativo: es un profesor con sus propios demonios químicos, pero sobre todo es un tipo cansado. La fatiga es su identidad. Murphy construye a Steve desde la contradicción: un hombre que se desmorona mientras sostiene a otros. El actor sostiene la extenuación con todo su cuerpo, como quien carga una piedra en el alma. La adicción a los analgésicos es la forma en que el personaje sigue funcionando cuando la mente piden descanso. Su mirada duda, y en esas dudas se define la película.

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Jay Lycurgo como Shy en Steve de Netflix

Steve: Cillian Murphy y la fatiga del humanismo

El colegio Stantonwood es el último refugio para chicos descartados, donde la violencia, el resentimiento y la vulnerabilidad se mezclan en cada pasillo. Un equipo de documentalistas entra para registrar el caos, para convertir la miseria en contenido. La cámara dentro de la cámara no observa: vampiriza. Lo que debería ser testimonio se vuelve amarillismo. Si la televisión muestra a los chicos como monstruos, Mielants los muestra como personas complejas. Y en ese doble juego, Steve encuentra su mejor material –la tensión entre el registro y la manipulación, entre mirar y usar lo que se mira.

Mielants usa el formato documental –grano sucio, encuadres descuidados, sonido de cinta– como forma de denuncia. Los 90s aparecen menos como una época que como un estado mental: el comienzo del cinismo televisivo, de la moral que necesita rating. Cuando dos estudiantes se pelean, el equipo captura violencia gratuita; la cámara de Mielant muestra lo que viene después, cuando Steve los separa y los obliga a mirarse, a hablarse, a recordar que son algo más que histeria adolescente.

El guion de Max Porter, adaptado de su novela Shy, conserva la estructura de un día que se desborda. Pero al trasladar el eje del chico al director, la película convierte el drama íntimo en una fábula sobre la imposibilidad del control. Cada escena parece empezar en orden y terminar en caos. La escuela arde, los alumnos se rebelan, los maestros se desmoronan, y la cámara televisiva insiste en registrar todo con la frialdad de quien ya escribió el final. En ese colapso, Steve encuentra un pulso que roza la desesperación.

Murphy está en el centro de esa tormenta. Su actuación no tiene los matices grandilocuentes de Oppenheimer, pero sí una intensidad más humana. Hay algo físico en su agotamiento, una torpeza controlada, un temblor que se vuelve ritmo. Cada movimiento parece el intento de mantener la compostura en un entorno que conspira para destruirla. La cámara lo acosa, y él responde con gestos mínimos: un parpadeo, una respiración contenida, una leve sonrisa que se desarma antes de completarse. Mielants lo filma con cercanía, casi con ternura, como si también supiera que la caída es inevitable.

El contrapunto lo ofrece Shy, el estudiante interpretado por Jay Lycurgo. Es la figura que más se aproxima a un espejo del protagonista: impulsivo, frágil, inteligente, tan consciente de su dolor que ya no puede hacer nada con él. Mielants lo retrata con una empatía que rara vez concede al resto. En esas escenas, Steve respira. El vínculo entre ambos –un adulto que intenta sostener a un chico que no quiere ser salvado– revela la paradoja del film: que la esperanza puede ser un síntoma de la negación.

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Cillian Murphy en Steve de Netflix

Steve o la imposibilidad de salvar a nadie

Cuando se libera de cierta ansiedad didáctica, Steve alcanza una potencia que no depende del drama, sino del tono. Su fuerza está en el desgaste, en el modo en que muestra cómo la compasión también tiene límites. No hay redención, ni siquiera fracaso épico: sólo una jornada interminable en la que todos hacen lo que pueden para que nada se desintegre del todo. Mielants filma esa resistencia con una mezcla de respeto y fatalismo. No busca épica, busca temperatura.

El uso del falso documental funciona como el núcleo de la película: lo que se ve y lo que se omite. La cámara externa manipula; la interna intenta comprender. Es el mismo conflicto que atraviesa a Steve: quiere creer en la posibilidad de salvar a los chicos, pero cada intento suyo produce el efecto contrario. Los alumnos lo insultan, los colegas dudan, los políticos huyen. Su autoridad se deshace. Y aun así, sigue.

Steve asume la imposibilidad del milagro. No hay grandes discursos ni finales reparadores, solo una sucesión de errores humanos filmados con detalle. La escuela, los chicos, el propio Steve: todos son piezas de un sistema que promete ayuda y produce desgaste. No se trata de aprender ni de mejorar, sino de aguantar. Cada personaje sobrevive a su manera, aunque eso implique seguir cometiendo los mismos errores.

Porque al final, siempre quedará un maestro, empeñado en enseñar algo que ya nadie quiere escuchar.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

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