Netflix continúa explorando el territorio donde se cruzan los videojuegos y la animación. Después del éxito de Castlevania, Devil May Cry y Arcane, la plataforma se alía con Ubisoft para revivir una de las franquicias más influyentes del género de espionaje táctico: Splinter Cell. Deathwatch, escrita y producida por Derek Kolstad –el creador de John Wick–, busca darle una nueva vida al mito de Sam Fisher. Pero la serie se mueve entre dos tensiones: la fidelidad al material de origen y la necesidad de contar una historia que funcione más allá de los códigos del videojuego.
Kolstad parte de una idea atractiva: un Sam Fisher envejecido, retirado en la campiña polaca, que vuelve a la acción cuando una joven agente aparece herida en su puerta. Lo que sigue es un relato sobre la transmisión de la experiencia: un espía veterano que observa en su aprendiz una versión todavía no deformada de sí mismo. Kolstad plantea así un diálogo generacional dentro del género, entre el héroe del control absoluto y la agente formada en un mundo donde el control ya no existe.

Splinter Cell: Deathwatch | Sam Fisher, el héroe del silencio
Liev Schreiber presta su voz a un Sam Fisher envejecido, cansado, con la autoridad y el desgaste que el papel exige. Su registro grave –cercano al de Michael Ironside, voz original del personaje en los juegos– da a la serie una textura reconocible. Schreiber no imita, sino que prolonga el eco de una voz que vuelve del pasado. Frente a él, la Zinnia de Kirby Howell-Baptiste aporta energía y desorden, un contrapunto que evita que el relato se hunda en la nostalgia. Entre ambos se construye un vínculo que no depende del sentimentalismo, sino del trabajo: la relación entre quien enseña a moverse en la oscuridad y quien todavía no sabe cómo hacerlo.
El mérito de Splinter Cell: Deathwatch está en su comprensión de lo que implica adaptar un videojuego que hizo del silencio su signo distintivo. Kolstad evita el impulso de convertir la serie en un catálogo de explosiones. Prefiere una tensión más baja, sostenida, que privilegia la observación. Las secuencias iniciales –una infiltración sin palabras, una huida que alterna luces y sombras– funcionan como declaración estética: aquí la acción no se grita, se escucha. En esos momentos, el espíritu del juego aparece con nitidez.
La animación de Sun Creature Studio refuerza esa decisión. El trazo es sobrio, sin el brillo hiperviolento de Arcane ni el barroquismo de otras producciones del género. Los movimientos de los cuerpos, especialmente en los combates cercanos, son precisos y creíbles; las sombras, una parte activa del relato. Cuando Splinter Cell: Deathwatch se concentra en esa fisicidad –en el cuerpo que se desliza, en la mano que corta la electricidad, en el verde de las gafas nocturnas que atraviesa el negro–, logra momentos de verdadera animación. Es en la quietud donde la serie se vuelve más expresiva.

Splinter Cell: Deathwatch | Netflix y Derek Kolstad reviven un clásico del videojuego
Derek Kolstad no busca reinventar el espionaje, sino repensarlo desde la intimidad. A diferencia de John Wick, donde la acción es coreografía y exceso, Splinter Cell: Deathwatch propone economía: cada movimiento tiene un costo. El espionaje ya no se trata de salvar el mundo, sino de sobrevivir a la memoria. Sam Fisher no vuelve a la acción porque lo necesite el guion, sino porque el silencio, después de tanto tiempo, se vuelve insoportable. La serie trabaja esa idea con sobriedad: el regreso no es heroico, es inevitable.
La trama internacional –la conspiración, los traidores, las agencias en disputa– funciona más como marco que como motor. Lo que interesa no es la resolución del conflicto sino la forma en que Fisher vuelve a habitar un espacio que creía perdido. En ese sentido, Splinter Cell: Deathwatch se parece menos a una adaptación de videojuego que a una reflexión sobre lo que significa adaptarse a otro tiempo. Kolstad utiliza el formato episódico como entrenamiento: cada capítulo parece una misión, pero también una forma de reeducar al espectador en el ritmo del sigilo, en el valor del detalle.
Hay secuencias que condensan ese programa. Una de ellas –la relectura del enfrentamiento con Doug Shetland, del juego Chaos Theory– combina el respeto al material original con una sensibilidad distinta. Allí la violencia no es espectáculo sino consecuencia, y la animación encuentra una gravedad que trasciende el homenaje. Son momentos que justifican la serie y que demuestran lo que Splinter Cell: Deathwatch puede hacer cuando se atreve a mirar hacia atrás sin nostalgia.
No todos los episodios mantienen ese nivel. A veces la historia cede ante las convenciones del género, y los personajes secundarios se diluyen en estereotipos. Pero incluso entonces, la serie conserva un pulso que la distancia del producto estándar. El espionaje de Splinter Cell: Deathwatch no depende del ritmo vertiginoso, sino de la textura: de cómo suena una puerta al abrirse, de cuánto tarda un personaje en respirar antes de disparar.
Más que un regreso triunfal, Splinter Cell: Deathwatch –que ya renovó para su temporada 2– es una exploración del desgaste. Sam Fisher no es el héroe del control total, sino un hombre que aprende a moverse en un mundo que ya no responde a su lógica. En esa tensión –entre el pasado táctico y el presente imprevisible– la serie encuentra su sentido. No busca la nostalgia ni la reinvención espectacular, sino una forma intermedia: la del héroe que se mueve otra vez entre sombras, sabiendo que el mundo ya no es suyo, pero que todavía lo necesita.
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