Crítica John Wick 4: Chad Stahelski y la coreografía del fin del mundo

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John Wick 4 es un tratado sobre la violencia como experiencia estética total. Con una puesta en escena barroca, Chad Stahelski construye una ópera que dialoga con el cine, la filosofía y el colapso de la modernidad.

En John Wick 4, la cuarta entrega de una saga que comenzó como la venganza de hombre al que le mataron el perro y terminó siendo un documental sobre el fin de los tiempos, Chad Stahelski presenta una película que trasciende el cine de acción para convertirse en un tratado sobre la violencia como lenguaje universal, el idioma oficial del fin del mundo.

Keanu Reeves tiene cincuenta y ocho años y su John Wick ya no es el viudo de la primera entrega. Es otra cosa: un algoritmo de muerte, una inteligencia artificial analógica programada para eliminar todo lo que se mueva. En John Wick 4 ya no hay venganza, no hay justicia, no hay ni siquiera rabia. Queda solo la ironía de un hombre que mata para poder dejar de matar: la mecánica perfecta de la violencia reducida a su esencia más pura.

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Keanu Reeves en John Wick 4

John Wick 4: La estética del exceso

John Wick 4 arranca con Reeves corriendo por Nueva York perseguido por medio centenar de sicarios. Lo persiguen porque es John Wick, y John Wick es el hombre más peligroso del mundo, y el hombre más peligroso del mundo no puede jubilarse tranquilo. No en este negocio. No en este mundo. El mundo no perdona a sus mejores asesinos: los necesita demasiado.

Ahí está la clave de todo: John Wick no puede parar de matar porque nosotros no podemos parar de mirarlo matar. Es nuestro empleado del mes, nuestro mejor producto, nuestra droga sin adulterar.

John Wick 4 se estructura como una sinfonía en tres movimientos, cada uno más demente que el anterior. El primer movimiento transcurre en Berlín: un club nocturno donde la música techno marca el compás de las ejecuciones. Los cuerpos caen sincronizados con el bajo, las balas vuelan al ritmo de los sintetizadores. Es una rave donde el éxtasis es matar. Todo tiene esa mezcla de hedonismo y apocalipsis que circulaba en las fiestas de la República de Weimar antes del desastre. Ya lo dijo Marx: la Historia se repite dos veces, primero como tragedia, después como película de John Wick.

El segundo movimiento es una persecución en auto por las calles de París que dura media hora y en la que mueren más parisinos que en la Comuna de 1871. Reeves maneja un Mustang negro como si fuera una bala tamaño natural, choca contra todo lo que se mueve y contra varias cosas que no se mueven. Los autos vuelan, explotan, se incendian, rebotan. Es Mad Max dirigida por Jean-Luc Godard después de una sobredosis de anfetaminas y nihilismo.

La tercera es la secuencia de las escaleras del Sacré-Cœur en París, donde Reeves sube doscientos escalones solo para que un español de mierda lo haga rodar hasta abajo de una patada. Y vuelve a subir. Y vuelve a caer. Y vuelve a subir. Es Sísifo armado con una Glock, es el mito del eterno retorno convertido en videoclip, es la metáfora perfecta de nuestras vidas: subir, caer, subir, caer, hasta que se acaba la película o se acaba el mundo.

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Donnie Yen como Caine en John Wick 4

John Wick 4: Keanu Reeves y la mecánica de la violencia

En John Wick 4, Reeves hace lo único que sabe hacer y lo hace mejor que nadie: ser Keanu Reeves. No actúa, no interpreta, no finge. Simplemente es. Su John Wick es la culminación de cuarenta años de cine de acción estadounidense: la síntesis perfecta entre Eastwood y Stallone, entre el cowboy silencioso y la máquina de guerra. Es el último samurái del neoliberalismo, el último cowboy del mundo globalizado, el último héroe del capitalismo tardío. La muerte es su vocación, y las vocaciones no se discuten: se abrazan hasta las últimas consecuencias.

Pero Reeves no está solo en este apocalipsis. Donnie Yen aparece como Caine, un asesino ciego que pelea con bastones y una sonrisa budista. Yen, veterano de mil películas de artes marciales, trae a John Wick algo que la saga había perdido: la filosofía oriental de la violencia, la idea de que matar puede ser una forma de meditación. Su Caine es un monje guerrero que ha perdido la vista pero no la fe, un hombre que mata con la elegancia de quien practica tai chi en un parque. Cuando pelea contra Reeves, no es una batalla: es una conversación entre dos maestros que hablan el mismo idioma.

Bill Skarsgård interpreta al Marqués de Gramont, un aristócrata francés que maneja la High Table con la arrogancia de quien cree que el mundo le pertenece por derecho divino. Skarsgård –hermano de Alexander, hijo de Stellan, miembro de esa dinastía sueca que ha colonizado Hollywood– convierte al villano en algo más peligroso que un psicópata: un esteta. Su Marqués no mata por placer sino por principio, no destruye por odio sino por método. Es la aristocracia europea aplicando sus protocolos de etiqueta a la industria del asesinato.

Laurence Fishburne regresa como el Rey de los Mendigos, ese personaje imposible que maneja un ejército de homeless neoyorquinos como si fuera un señor de la guerra medieval. Fishburne, que alguna vez fue Morfeo y nos enseñó que la realidad era una ilusión, ahora es un monarca subterráneo que gobierna desde las alcantarillas. Su performance es puro teatro shakespeariano: cada frase es un verso, cada gesto una declaración de principios. Cuando aparece en pantalla, la película se detiene un segundo para recordar que también puede ser literatura.

Ian McShane continúa siendo Winston, el gerente del Hotel Continental, esa institución imposible donde los asesinos descansan entre crimen y crimen. McShane, con su voz de whisky escocés y su elegancia de lord inglés, representa la vieja escuela del crimen organizado: cuando los mafiosos tenían códigos de honor y los asesinos se vestían de traje. Su Winston es un gentleman killer, un caballero de la muerte que maneja su hotel como si fuera el Ritz y sus huéspedes fueran turistas armados. Es el último custodio de un mundo que ya no existe pero que se niega a morir del todo.

Y luego está Hiroyuki Sanada como Shimazu, el gerente del Hotel Continental de Osaka, un samurái que maneja su establecimiento como si fuera un dojo del siglo XVII. Sanada –veterano de Kurosawa, sobreviviente de Hollywood, último representante de una generación de actores japoneses que sabían que el honor era más importante que la vida– convierte cada escena en una lección de bushido aplicado a la hotelería de lujo. Cuando Sanada está en pantalla, uno entiende que John Wick no es solo una saga de acción: es un tratado sobre los códigos de honor en un mundo que ya no los respeta.

En John Wick 4 todo es exceso, todo es demasiado, todo es más. Más tiros, más muertes, más sangre, más ruido. Stahelski nos está enseñando que la violencia contemporánea no es silenciosa, no es elegante, no es quirúrgica. Es ruidosa, es sucia, es interminable. Como nuestras guerras, como nuestras noticias, como nuestros días.

La película es hermosa y perfecta como una pesadilla. Stahelski no está haciendo cine de acción: está haciendo arte contemporáneo con balas. Es la película que merecemos. Es el espejo donde vemos lo que somos: consumidores compulsivos de la muerte en diferido, turistas de la violencia controlada. Vamos al cine a ver morir gente para sentirnos vivos por dos horas y cuarenta y ocho minutos. Es la mejor película de acción de los últimos años y la más deprimente. Es, también, perfectamente innecesaria. Como todo lo importante.

Tráiler de la película:

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