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Sirenas: La serie de Netflix que deconstruye la ansiedad de clase contemporánea

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Julianne Moore, Milly Alcock y Meghann Fahy protagonizan Sirenas, la serie de Netflix que funciona como síntoma de la fascinación contemporánea con el melodrama de clase.

Devon DeWitt (Meghann Fahy) sale de la comisaría y manda un mensaje: “sirenas”. Su hermana no contesta. Algo que pasa todo el tiempo: alguien necesita ayuda, alguien no la da. La diferencia es que acá todo sucede en Martha’s Vineyard, esa isla donde los ricos van a fingir que son como nosotros pero con mejores jardines.

Sirenas, la serie de cinco episodios de Netflix, cuenta la historia de dos hermanas rotas por la pobreza crónica, la ausencia materna y el alcoholismo paterno. Devon es la que se quedó en Buffalo cuidando al padre, ahora con demencia (Bill Camp); Simone (Milly Alcock) es la que se escapó a Martha’s Vineyard para ser la asistente personal de Michaela Kell (Julianne Moore), una millonaria obsesionada con los pájaros. Las dos opciones son formas de supervivencia: quedarse y hundirse, o irse y perderse.

La creadora de Sirenas, Molly Smith Metzler –que ya había explorado estos temas en Maid–, adapta su obra Elemeno Pea a la pantalla para volver a poner el foco en cómo la carencia destroza a las personas. Pero acá hay algo más: la fascinación por el dinero ajeno como vía de escape. Simone vive en la mansión de Michaela, usa vestidos de mal gusto pero caros, duerme en una cama king size. Es casi una hija adoptiva, si las hijas adoptivas tuvieran que organizar cenas de gala, preparar el cronograma diario y fingir que les importan los halcones.

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Julianne Moore como Michaela Kell en Sirenas de Netflix

Sirenas: Los ricos y los heridos

Meghann Fahy –que ya había sufrido vacaciones terribles en The White Lotus y The Perfect Couple–, vuelve a interpretar a una mujer al borde del colapso. Pero Devon no es solo una víctima: es también una provocadora, alguien que llega a Martha’s Vineyard y rompe el equilibrio perfecto de su hermana. Milly Alcock, la princesa de House of the Dragon, se convierte en una joven que cambió el caos familiar por otro tipo de prisión, más cómoda pero igual de asfixiante.

Fahy y Alcock construyen una química que se siente real, dolorosa. Son dos mujeres marcadas por el trauma, que eligieron caminos opuestos para sobrevivir. Una se quedó y se amargó, la otra se fue y se perdió. Las dos tienen razón, las dos están equivocadas.

Pero el verdadero show lo da Julianne Moore como Michaela, una mujer que controla todo con sonrisas y frases motivacionales, que rescata pájaros pero devora personas, que habla de conservación mientras destruye todo a su alrededor. Es el tipo de personaje que Netflix sabe hacer bien: lo suficientemente siniestra como para mantenerte atento, lo suficientemente maternal como para que no la odies del todo.

Su marido Peter (Kevin Bacon, relajado y convincente) es el corredor de Wall Street que se esconde en una torre a fumar marihuana y contemplar el océano, como si la distancia física con el mundo pudiera absolverlo de sus perversiones financieras. Juntos forman una pareja que colecciona seres vulnerables –pájaros heridos, empleadas jóvenes, huérfanos emocionales–, una actividad que ellos llaman filantropía.

Sirenas está filmada con esa perfección visual que caracteriza a las producciones de Netflix: colores pastel saturados, luz dorada, paisajes que dan ganas de tomar vacaciones. Es una belleza que contrasta con la suciedad emocional de los personajes. El problema de la serie es que nunca termina de decidir qué quiere ser. ¿Una sátira sobre la obscenidad de la riqueza? ¿Un drama familiar sobre el trauma intergeneracional? ¿Una comedia negra sobre las neurosis de los ricos?

La serie tiene momentos en los que alcanza una acidez deliciosa –Devon llegando como una aparición punk a Martha’s Vineyard, arrastrando un arreglo floral gigantesco que le mandó su hermana como respuesta a su pedido de auxilio– pero después no termina de decidir si quiere reírse de sus personajes o compadecerlos.

Sirenas funciona mejor cuando se permite ser cruel. Devon observando a la aristocracia con esa mezcla de fascinación y asco que le provoca “síndrome de Tourette de ricos”, una necesidad compulsiva de insultar en un ambiente donde la violencia se camufla de cortesía.

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Milly Alcock como Simone DeWitt en Sirenas de Netflix

Sirenas: Voyeurismo, clase y la mercantilización del trauma

Sirenas se suma a la lista de lo que ya puede considerarse un subgénero televisivo: series sobre millonarios en casas de verano. Programas que nos permiten odiar a los ricos mientras secretamente fantaseamos con ser ellos. La diferencia con Sirenas es que las protagonistas son pobres, o al menos una de ellas. Devon carga con años de cuidar a todo el mundo sin que nadie la cuide a ella. Simone se deja adoptar por una mujer rica que la trata como a la hija que nunca pudo tener. El precio es desaparecer, borrarse, convertirse en “mini Michaela” hasta que ya no quede nada de quien era antes.

Hay algo muy norteamericano en esta historia: la idea de que la pobreza es una falla moral que se puede superar con suficiente determinación. Pero aquí no hay salida: la riqueza no ofrece salvación sino comodidad a cambio del alma.

En definitiva, Sirenas es una serie sobre las canciones que nos cantamos para sobrevivir. Devon se canta la canción del sacrificio heroico, la hermana mayor que salva a todos menos a sí misma. Simone se canta la canción del ascenso social. Michaela se canta la canción de la salvadora, la mujer que rescata criaturas heridas para llenar el vacío de su propia maternidad frustrada.

En un contexto de saturación de contenido, Sirenas hace lo que puede: entretiene, incomoda un poco, y te deja pensando si vos también estarías dispuesto a venderte por un poco de comodidad económica. Después de todo, las sirenas de la mitología griega no cantaban para salvarse: cantaban para destruir a quienes entraban en sus dominios. Y pocos pudieron resistirse.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

Tráiler:

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