Durante décadas, Martin Scorsese fue el ojo. El ojo que todo lo ve. El ojo que se mete en los callejones con prostitutas y mafiosos, en yates con yuppies, en departamentos de policía con traidores. El ojo que no parpadea. Pero ahora, a los 83 años, ha hecho algo que parecía improbable: dejarse mirar. Mr. Scorsese, la serie de cinco partes dirigido por Rebecca Miller –hija de Arthur, esposa de Daniel Day-Lewis, directora por derecho y obsesión–, desarma la figura del director para intentar encontrar al hombre. El resultado no es un documental sobre el ícono, sino una conversación con el tiempo. Con su fragilidad, su memoria y su cine.
Mr. Scorsese avanza con ritmo de biografía clásica –infancia, juventud, éxito, caída, resurrección–, pero lo que lo sostiene no es la cronología, sino la tensión entre los dos polos que definen a Scorsese: el artista religioso y el delincuente estético. “En mi barrio solo podías ser sacerdote o gánster. Y terminé siendo ambos”, dice en un momento, y esa frase podría funcionar como lema de toda su filmografía. Miller la usa como hipótesis: la idea de que el cine de Scorsese es una confesión filmada con la furia de un pecador que no busca perdón, solo darle sentido a sus contradicciones.

Mr. Scorsese: El retrato íntimo del director de Taxi Driver
La estructura de Mr. Scorsese es casi doméstica. Cinco episodios que avanzan desde la infancia en el Lower East Side hasta Los Asesinos de la Luna. Pero bajo esa línea recta se esconde una tensión que Miller sabe sostener: ¿cómo filmar al hombre sin que se imponga el monumento? Scorsese recuerda su niñez con la exactitud de un cronista y la inocencia de un creyente: las calles llenas de violencia, la elegancia de los dueños del barrio, el asma que lo mantenía aislado en su cuarto y el descubrimiento de que mirar desde la ventana fue su primera puesta en escena.
El comienzo de Mr. Scorsese tiene la textura de un álbum familiar. Los amigos de la infancia recuerdan el barrio como si hablasen de una fábula moral donde todos eran culpables de algo. Entre los testimonios, el propio Scorsese completa la imagen: el chico católico, el miedo al pecado, la fascinación por el crimen. Su cine empieza ahí: en la tensión entre la cruz y el revólver.
A medida que Mr. Scorsese avanza, el tono cambia. Llega Malas Calles, llega Taxi Driver, llega la fiebre. El documental encuentra su pulso cuando la historia se vuelve colectiva. Jodie Foster revive el rodaje del film que la marcó para siempre. Spielberg y De Palma recuerdan la noche en que Scorsese quiso recuperar a los tiros la copia de Taxi Driver secuestrada por el estudio. Schoonmaker muestra los outtakes de Toro Salvaje como si hiciera una autopsia. En cada anécdota hay una chispa de locura y una devoción absoluta por el cine.
Martin Scorsese: El último creyente
Rebecca Miller no hace un museo. Por eso no esquiva los derrumbes. Las drogas, los divorcios, la depresión. Aquí no son anécdotas sensacionalistas, sino materia narrativa: el precio de su obsesión por hacer cine. Isabella Rossellini aparece sin rencor, con la serenidad de quien sobrevivió al huracán. Lo describe como un hombre muy pequeño pero que podía destruir una habitación. Que había demasiada furia contenida y creatividad desbordada. Scorsese confirma. Dice que la terapia le salvó la vida, no su carrera.
Scorsese habla de los estudios, de las presiones, de las mutilaciones. Del modo en que Hollywood convierte la pasión en mercancía. El director despliega la rabia de alguien que nunca se resignó a que la industria definiera el arte. Y ahí, en ese gesto, se revela el verdadero tema de Mr. Scorsese: la resistencia. Scorsese no es el cineasta que mejor filmó la culpa; es el que nunca aceptó la obediencia.
El director también habla del tiempo, de la muerte. Dice que filmar es una manera de estar vivo. Pero no repite anécdotas; las redescubre mientras habla. Habla de la culpa como un idioma, de los actores como espejos, del montaje como respiración. Habla de Dios, pero también del cine como una forma de fe que exige sacrificio.
Mr. Scorsese introduce además un elemento que casi ningún otro retrato de Scorsese había intentado: la relación entre su biografía y la historia reciente de Estados Unidos. El ascenso de la derecha religiosa tras La Última Tentación de Cristo, la violencia urbana de los 70s, la industria del espectáculo como extensión del capitalismo financiero. El cine de Scorsese, parece decir, es menos autobiográfico que sociológico: cada personaje suyo es una forma de examinar el país que lo creó.
Rebecca Miller organiza ese caos con inteligencia. No hay solemnidad. Hay ritmo. Humor. Una especie de respiración común entre quien pregunta y quien responde. La directora entiende que filmar a Scorsese es filmar el acto mismo de pensar. Su mente funciona como una moviola: repasa, corta, retrocede, corrige. Y ahí reside la emoción: en verlo enfrentarse al pasado como si todavía pudiera editarlo mejor.
Los últimos años pasan demasiado rápido: El Silencio, El Irlandés, Los Asesinos de la Luna merecían más aire. Pero esa brevedad quizás tenga sentido. Miller no quiere clausurar una obra que todavía se está escribiendo. Prefiere dejarla abierta, como un plano que continúa fuera de campo.

Mr. Scorsese: El cine según Rebecca Miller
Mr. Scorsese podría haber sido un homenaje previsible. Es, en cambio, un retrato en movimiento. Cada testimonio, cada archivo, cada pausa en la voz del director sirve para entender una obsesión: filmar como acto de fe. Scorsese no cree en la posteridad, cree en la intensidad del presente. Por eso sigue trabajando. Por eso filma a los 83 con la misma urgencia de un debutante.
Miller cierra con una escena mínima: él mirando imágenes de sí mismo joven. Dice que aquel hombre “no sabía nada”. Y, sin embargo, ese desconocimiento fue su motor. Porque el secreto de Scorsese –y de Mr. Scorsese– es ese: nunca saber del todo. Mirar una vez más, como si el mundo pudiera entenderse en el próximo plano.
Mr. Scorsese es el retrato de un cineasta que todavía cree que cada película puede ser la primera o la última. El documental recuerda por qué su cine todavía importa: porque no busca respuestas, busca ritmo. Porque cada corte, cada respiración, cada silencio es un intento del ojo por seguir viendo. Porque, en el fondo, lo único que Scorsese aprendió es que filmar no salva, pero da sentido. Y eso, es una forma de santidad.
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