Crítica Maldita Suerte: El arte de perder con elegancia

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En Maldita Suerte, Edward Berger filma el derrumbe de un hombre que apuesta para seguir existiendo, atrapado entre la fantasía del lujo y la certeza del fracaso.

Todo empieza con un hombre que se viste mejor de lo que puede pagar. Colin Farrell, en el papel de Lord Doyle, es ese tipo de jugador que parece invencible hasta que alguien revisa las cuentas. Vive en un hotel de lujo en Macao, rodeado de copas vacías, promesas incumplidas y facturas que crecen. Finge un título nobiliario, un pasado ilustre, una fortuna que nunca tuvo. En Maldita Suerte (Ballad of a Small Player), Edward Berger filma su historia: el arte de perder con estilo.

Maldita Suerte: Colin Farrell y la ruina como destino

La película adapta la novela de Lawrence Osborne, un escritor que entendió que el vicio es un sistema filosófico. Su protagonista no juega por dinero: juega para perder. Maldita Suerte transita la idea de la decadencia no como ruina sino como continuidad. Lo que sobrevive a la fiesta es el cuerpo que todavía insiste en apostar, el que no sabe cuándo retirarse.

Doyle cree en el azar, en la suerte, en la posibilidad de que el mundo le deba algo. Berger, que en Cónclave había hecho la autopsia del poder religioso, cambia la iglesia por el casino. Las reglas son parecidas: hay ritos, hay penitencias, hay dioses invisibles que deciden el destino de los hombres. El juego, como la fe, no se sostiene en la certeza sino en la esperanza. Pero a diferencia de la religión, en el azar no hay absolución. Solo repetición, la necesidad de seguir apostando aunque el desastre sea inminente, como si cada fracaso lo acercara a una verdad que no todavía no sabe nombrar.

Colin Farrell es un actor que ya se cansó de parecer encantador. Hay en su mirada un cansancio que no viene del cuerpo sino del alma. Tiene la sonrisa de los que saben que todo salió mal pero igual insisten. Su Doyle logra hacer que la derrota tenga peso. Porque no se trata de perder o ganar. Se trata de seguir jugando, incluso cuando ya no queda nada. La ruina, en ese sentido, es una forma de fidelidad con uno mismo. Maldita Suerte no es la historia de un hombre que pierde, sino de uno que se da cuenta de que ya perdió hace tiempo y sigue apostando porque es lo único que todavía le pertenece: la posibilidad de perder por decisión propia.

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Colin Farrell en Maldita Suerte de Netflix

Dao Ming y la seducción de lo inalcanzable

Y entonces, Dao Ming (Fala Chen), la mujer que aparece no para redimir a Doyle, sino para recordarle su condición de fantasma. Ella pertenece al mundo del dinero real, de las deudas concretas. Él, en cambio, vive en la ficción del juego, donde el valor de las cosas no se mide en lo que se gana sino en lo que se apuesta. Dao Ming representa todo lo que él no puede comprar, y por eso la desea.

En su relación hay una tensión hermosa y triste: no tiene la sensualidad de un romance ni la tensión de un duelo, sino que es un pacto entre dos soledades. Ella lo observa con la distancia de quien sabe que todos los hombres mienten. Él la mira como se mira un talismán que no funciona.

Tilda Swinton, por su parte, aparece como una sombra disfrazada de detective. Su Cynthia Blithe es una presencia con labios pintados que parece haberse escapado de otra película. El personaje existe para entender que la búsqueda de Doyle no es financiera ni romántica: es metafísica.

Maldita Suerte funciona mejor cuando se detiene, cuando deja que la historia respire y muestra a sus personajes suspendidos entre la decadencia y la esperanza. Pero Berger no confía en las sutilezas. Filma como quien apuesta todo a una sola mano sabiendo que el mazo está marcado. Su estilo barroco, con sus encuadres sobrecargados y su gusto por el exceso, parece una declaración inconsciente de derrota. Y sin embargo, por momentos, logra lo que busca: una sensación de delirio sostenido, de realidad que se disuelve bajo la presión de la fantasía.

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Colin Farrell como Lord Doyle en Maldita Suerte de Netflix

Maldita Suerte: Edward Berger y la estética del exceso

Macao está filmada con una opulencia casi obscena. Los casinos, los hoteles, los rascacielos de cristal: todo parece construido para convertir el deseo en deuda. La luz es artificial, el lujo es prestado, la fortuna es un rumor. Berger entiende que la modernidad es una ruleta y que, como toda ruleta, está diseñada para que la casa gane.

Maldita Suerte es una película saturada de luces, de música, de gestos, de significados que se superponen. En sus planos no hay silencio: todo suena, brilla, compite por llamar la atención. Cada color busca imponerse sobre el anterior, cada movimiento intenta tapar la quietud que late debajo. El resultado es un caos controlado donde la sobrecarga visual no es una decisión estética sino un comentario sobre el propio exceso del personaje: Doyle se rodea de ruido porque no soporta escucharse pensar. En esa huida hacia adelante, la cámara lo sigue como si fuera su conciencia borracha.

En la segunda parte, Maldita Suerte se vuelve más ambigua, más febril, casi fantasmal. El relato introduce un elemento sobrenatural –una especie de maldición, de deuda cósmica, de karma que persigue a Doyle como un acreedor–. Pero no es el realismo mágico lo que importa, sino la sensación de fatalidad. El jugador se convierte en espectro, la ciudad en purgatorio, el dinero en metáfora de la culpa.

La película fracasa en su intento de ser una gran tragedia moderna, pero acierta en su mirada sobre la adicción como un destino: el momento en que el jugador entiende que no hay redención posible, que toda ganancia es una ilusión contable. Doyle no quiere salvarse. Quiere confirmar que la derrota tiene sentido.

Porque Maldita Suerte es, en el fondo, una película sobre la elegancia de la derrota. Sobre cómo un hombre puede seguir fingiendo éxito hasta el último trago. Berger filma la caída con la seriedad de quien está convencido de estar narrando un triunfo. Y tal vez, en cierto modo, lo hace: porque en el universo del juego, perder es la única forma de volver a empezar.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

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