Crítica La Silla (HBO): La serie de Tim Robinson sobre la paranoia contemporánea

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Tim Robinson transforma el colapso cotidiano en comedia: La Silla es una serie sobre el ruido digital, la fragilidad mental y el deseo de encontrar sentido en un mundo saturado de explicaciones.

Hay un tipo de neurosis que Tim Robinson conoce bien: la del hombre que intenta mantener el control mientras todo se derrumba a su alrededor. En La Silla (The Chair Company), su nueva serie para HBO, Robinson abandona el formato sketch de I Think You Should Leave y lleva el absurdo al territorio de lo cotidiano para mostrar cómo una cadena de pequeños errores, acumulados, pueden provocar una especie de catástrofe existencial.

Ron Trosper (Robinson) trabaja en una empresa de desarrollo inmobiliario. Su vida se parece a la de cualquiera: un empleo, una familia, un orden sostenido por rutinas. Pero su realidad empieza a colapsar en cámara lenta. Durante la presentación de un proyecto en la oficina, una silla se rompe y él termina en el piso. Y Ron vive en una época en la que cada vergüenza pública tiene el potencial de convertirse en trauma fundacional.

Ese incidente lo empuja hacia un territorio donde el absurdo y la paranoia se vuelven indistinguibles. Lo que empieza como una pequeña humillación social se transforma en una crisis emocional, y lo que era una comedia se convierte en un viaje al corazón del desconcierto contemporáneo. Porque Ron comenzará a buscar explicaciones en Tecca, la empresa que fabrica esas sillas tan defectuosas. Lo que encuentra, como cualquiera que se interna demasiado en la red, son reflejos deformados de su propia ansiedad. Su investigación, que pretende ser racional, se hunde en foros, teorías y pantanos digitales donde el sentido común muere lentamente de sobredosis.

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Tim Robinson como Ron Trosper en La Silla de HBO

La Silla: Tim Robinson y la tristeza del hombre funcional

Tim Robinson interpreta ese colapso con una mezcla de exasperación y ternura. Su personaje es alguien que se está rompiendo de la forma más contemporánea posible: mirando el celular. Empieza con un correo mal leído, sigue con un dato sospechoso, termina con una conspiración a gran escala.

En La Silla, internet no es una herramienta sino un agujero negro donde buscar respuestas que no existen. Ron no se hunde porque el mundo lo ataque, sino porque intenta entenderlo demasiado. Ron no es un idiota ni un héroe trágico, sino algo peor: un tipo común desesperado por entender por qué su mundo se está volviendo incomprensible, convencido de que puede resolver el caos con método. Su descenso a la locura no es súbito: es administrativo.

La Silla trabaja esa progresión: cada episodio empuja a Ron un poco más allá de su zona de confort, hasta que su vida familiar y su obsesión se confunden. Lo que debería ser una comedia de sketches se transforma en un relato sobre la desesperación. Robinson logra que su grito no sea solo un recurso cómico, sino una forma de pensar. En su voz se concentra la furia contenida de todos los que no entienden por qué nada funciona como debería.

Y cuando grita, algo se libera: no en el mundo, sino en nosotros.

Porque en el fondo, La Silla es la historia de un hombre que grita para no desaparecer. En cada exabrupto, en cada gesto de furia de Ron hay una súplica: que alguien escuche, que algo tenga sentido. La serie no es una sátira del trabajo: es una radiografía del ruido que se mete en la cabeza cuando el silencio se vuelve imposible. Cada notificación es una distracción; cada distracción, una amenaza. El humor de Robinson encarna la energía residual de una sociedad que perdió la capacidad de concentrarse y que ya no sabe distinguir entre la vida y su representación en una pantalla.

La Silla: Las propiedades surrealistas de la vida cotidiana

La serie tiene un tono que roza lo surreal. A veces, La Silla parece un eco de Twin Peaks; otras, una versión deformada de The Office. Pero en lugar de elegir un registro, se desarrolla en dos planos. Uno visible –el de la rutina, el trabajo, la familia– y otro subterráneo –el de las sospechas, los algoritmos, las teorías que explican lo que nadie puede probar–.

La dirección de Andrew DeYoung refuerza esa sensación con un tono visual deliberadamente neutro. Oficinas beige, casas ordenadas, calles sin rasgos distintivos: todo parece diseñado para borrar las diferencias. Es en la monotonía donde la aparece la paranoia. Porque en la calma late una histeria acumulada, en la que cualquier detalle se vuelve sospechoso.

La Silla pertenece a esa tradición de ficciones donde la cordura se mide por contraste. A su alrededor, los demás personajes –su esposa, sus hijos, sus compañeros de oficina– actúan con una normalidad que se vuelve sospechosa. Todos parecen saber algo que Ron ignora. O peor: todos lo miran como si fuera el único que no entiende las reglas. La paranoia no surge de un descubrimiento, sino del aislamiento.

Porque La Silla es, también, una parábola sobre la soledad digital. Ron pasa más tiempo frente al teléfono que frente a su familia, más conectado a lo invisible que a lo tangible. En su búsqueda de sentido, se encuentra con comunidades, foros, hilos interminables donde las teorías reemplazan a la realidad.

La serie no condena esa deriva. El Internet que Ron habita no es una red de datos sino una versión degradada del inconsciente colectivo. Allí todo tiene una explicación, menos el vacío. Robinson entiende que la verdadera comedia está en la necesidad humana de encontrar razones incluso donde no las hay.

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Ron Trosper en La Silla de HBO

La Silla, serie explicada: Internet como forma de delirio contemporáneo

Uno de los méritos de La Silla es mostrar que la locura no siempre viene del exceso, sino del esfuerzo por adaptarse. Ron quiere ser un buen padre, un buen empleado, un hombre razonable. Pero el sistema que lo rodea convierte esa voluntad en un acto suicida. Cada intento de normalidad lo empuja un poco más hacia el abismo.

Pero Robinson no interpreta a un loco: interpreta a alguien que quiere dejar de fingir cordura. Su humor es el lenguaje del cansancio, una manera de soportar la evidencia de que nada tiene sentido. Por eso La Silla no es solo una comedia sobre la locura: es una comedia sobre el esfuerzo por ser razonable en un mundo donde la cordura se mide por la capacidad de soportar lo absurdo.

¿Ron tiene razón o es un demente? La serie no da una respuesta clara porque no le importa la respuesta. Le importa el costo. Le importa mostrar cómo alguien puede destruir todo lo que ama persiguiendo algo que tal vez no existe. La Silla es tratado sobre la obsesión como enfermedad contemporánea. En otra época, Ron hubiera sido simplemente tipo raro. Hoy, con internet como herramienta de validación infinita, puede construir una teoría completa, encontrar “evidencia”, conectar con otros que piensan igual, convencerse de que está del lado correcto de la historia. La serie sugiere el acceso ilimitado a información no te hace más sabio sino más susceptible a perderte en laberintos que vos mismo construiste.

En definitiva, La Silla es una serie sobre un hombre que eligió la versión más oscura de sí mismo y ahora no puede volver. Sobre la diferencia entre investigar y obsesionarse, entre buscar respuestas y inventar preguntas para justificar la búsqueda.

Ron Trosper va a seguir buscando algo que probablemente no existe. Va a seguir cavando hasta que no quede nada. Y la serie va a seguir mirándolo con mezcla de compasión y horror, como se mira a alguien que decidió tirarse por un precipicio para ver qué hay en el fondo. Tal vez haya algo ahí abajo. Tal vez no. Pero Ron necesita saberlo. Aunque le cueste todo.

Porque la distancia entre escéptico sano y paranoico terminal es más corta de lo que nos gustaría admitir. Y La Silla nos recuerda que todos estamos a un mal día, a una humillación pública, a una búsqueda en Google, de convertirnos en Ron Trosper.

DISPONIBLE EN HBO MAX.

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