Tall Pines parece un pueblo perfecto. El aire puro de Vermont, las ferias, los bosques, las casas, una comunidad que recibe con demasiada amabilidad a un policía trans y a su esposa embarazada. Nadie juzga, nadie grita, nadie señala. Y, sin embargo, esa perfección esconde otra forma de cárcel: la que obliga a sonreír todo el tiempo, la que debajo de la tolerancia encierra un sistema de control más peligrosa que el rechazo. Es en ese espacio donde se desarrolla Incontrolables (Wayward), la serie de 8 episodios de Netflix creada por Mae Martin, que convierte la fábula del pueblo progresista en un relato de manipulación, sectarismo y violencia psicológica.
El escenario central de Incontrolables es la Academia Tall Pines, un internado terapéutico para adolescentes problemáticos. Evelyn Wade (Toni Collette) dirige la institución con una mezcla de carisma maternal y autoridad implacable. Su estilo remite al new age de los años 70: túnicas, gafas tintadas, bicicleta reclinada. Evelyn no es una farsante, sino alguien que cree en sus métodos de demolición psicológica y curación forzada. No castiga por crueldad, sino por amor. Cada sesión terapéutica que organiza es un exorcismo público porque para ella, destruir una identidad es el primer paso para reconstruirla.
El matrimonio formado por Alex (Mae Martin) y Laura (Sarah Gadon) llegan al pueblo buscando un nuevo comienzo. Alex, un policía que carga con un hecho violento en Detroit y con la fragilidad de saberse distinto en todos lados. Laura regresa con el brillo nostálgico de quien fue alumna de Tall Pines y está convencida de que ese lugar asegura un futuro estable. Lo que para ella es promesa, para él se convierte en sospecha: niños desaparecidos, un adolescente fugitivo, un internado que acumula silencios. Esa tensión entre fe y desconfianza organiza la serie: una pareja que se instala en el paraíso y descubre que es un laboratorio social.
Las protagonistas adolescentes de Incontrolables son Leila (Alyvia Alyn Lind) y Abbie (Sydney Topliffe), dos amigas enviadas al internado por sus familias después de ausencias escolares, consumo de drogas y pequeñas rebeldías elevadas a crímenes de lesa humanidad. Su vínculo, mezcla de amistad absorbente y amor juvenil, es demasiado intenso para el molde que los adultos quieren imponerles.

Incontrolables: El terror psicológico según Mae Martin
El pueblo entero funciona como dispositivo narrativo. Calles limpias, vecinos sonrientes, bosques verdes: cada plano es una postal publicitaria que esconde una amenaza. La cámara de Lauren Wolkstein sabe transformar un picnic en ritual, una fogata en linchamiento, un abrazo en gesto de absorción. La música rompe la calma con notas disonantes, los paisajes se tuercen en algo malsano. En Incontrolables, lo idílico nunca lo es: siempre está a un paso de convertirse en pesadilla.
La Academia Tall Pines convierte la vida adolescente en diagnóstico donde todo se lee como síntoma. Sus pasillos no están hechos para enseñar, sino para vigilar. Cada aula es un escenario de disciplina colectiva; cada reunión, un examen público donde lo íntimo se vuelve tortura: adolescentes presionados a delatar a sus compañeros, a confesar humillaciones, a aceptar que su rebeldía es una enfermedad, que su personalidad es un error.
Leila y Abbie encarnan lo que el sistema quiere suprimir. No se trata de corregirlas, sino de sacarles la intensidad. Incontrolables encuentra en ellas su núcleo emocional: dos jóvenes a quienes se intenta “normalizar” a golpes de terapia, cuando lo que tienen es la primera forma –brusca, desbordada– de libertad.
Evelyn Wade nunca grita, nunca pierde la compostura. Su poder no necesita de la violencia física, porque se sostiene en la convicción de creer que nadie puede salvarse solo. El lenguaje de la autoayuda, de la comunidad, de la corrección emocional se convierte en un sistema de sometimiento. Lo inquietante no es la brutalidad explícita, sino la dulzura con que se aplica: la sonrisa constante, la retórica de la sanación, la insistencia en que conozcas a “tu nuevo yo”.
Incontrolables apuesta por cruzar géneros, por dar centralidad a personajes que suelen quedar al margen, por usar el horror psicológico para hablar de pertenencia, familia e identidad. La serie termina por revelar que Tall Pines no es una escuela, ni siquiera una secta: es un espejo de la tentación más persistente de cualquier sociedad, la de moldear al individuo hasta borrar sus aristas en nombre de un bien común.
Lo perturbador no son los castigos, sino lenta anulación del yo; no los gritos, sino los abrazos; no la violencia declarada, sino la pedagogía del amor que esconde un cuchillo. Lo que Mae Martin filma es que la peor forma de control no solo necesita celdas: necesita convencerte de que ser distinto es estar equivocado.
DISPONIBLE EN NETFLIX.



