El Juego del Calamar 3: La serie de Netflix cierra con sangre y resignación

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Con El Juego del Calamar 3, Hwang Dong-hyuk clausura el fenómeno coreano con una idea: no hay salida del sistema, solo la ilusión de que jugar es elegir.

No es fácil matar a alguien. Tampoco es fácil hacer una tercera temporada. Mucho menos si la segunda ya era un reciclado sospechoso de la primera. Pero El Juego del Calamar 3 lo intenta. Y lo hace con manía de quien sabe que el tiempo se le acaba.

Hwang Dong-hyuk, el creador de la serie, no propone novedad: propone intensidades. Si en la primera temporada descubríamos la mecánica y temporada 2 nos ofrecía la rebelión, en la tercera nos enfrentamos al agotamiento: moral, narrativo, estructural. La pregunta ya no es quién morirá, sino cuántos episodios tardaremos en confirmar que todos lo harán.

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Park Gyu-young como No-eul en El Juego del Calamar 3

El Juego del Calamar 3: Gi-hun o el fracaso de la esperanza

El Juego del Calamar 3 es menos una continuación que un eco. Un remolino que gira sobre los mismos temas, las mismas preguntas, los mismos cuerpos en caída libre. Seong Gi-hun (Lee Jung-jae) –ese protagonista cada vez más roto, más afásico, más simbólico que humano– vuelve al centro del tablero, obligado a jugar sin ganas, a matar para sobrevivir, a sobrevivir para perder. Ya no se trata de ganar el juego, sino de encontrar un motivo para no dejarse morir.

Su colapso no es por la muerte de su amigo, por la traición o la derrota, sino por el reconocimiento de que nada cambia. La revolución fracasó. La estructura sigue en pie. Él sigue en pie. Y eso, en este universo, es la forma más cruel de la derrota. Pide que lo maten. Lo atan a una cama. Lo obligan a seguir. En uno de los pocos momentos donde articula algo parecido a un pensamiento, duda. Apunta con un cuchillo a otro jugador, pero no puede apuñalarlo. No porque tenga principios, sino porque está harto. Porque entiende que matar no lo acerca a la salida, sino al centro del laberinto.

Y acá está la genialidad perversa de Dong-hyuk: entiende que el horror no está en la muerte, sino en la imposibilidad de escapar.

El Juego del Calamar 3 se divide en tres líneas narrativas. Está Gi-hun en el centro, rodeado de muerte. Está No-eul, la guardia 011 que intenta salvar al padre de una niña enferma, navegando entre la supervivencia y la compasión. Y está Jun-ho, el policía que sigue perdido en el mar, buscando una isla que representa todo lo que no podemos encontrar: la justicia, la verdad, el hermano que se convirtió en monstruo.

Los juegos siguen siendo el núcleo emocional y visual de la serie. Cada nueva instancia es una coreografía entre la vida y la muerte. La puesta en escena sigue brillando: colores primarios, formas geométricas, escaleras imposibles. Un paraíso infantil convertido en campo de exterminio. Dong-hyuk filma planos simétricos, cortes secos, sonidos que perforan. Y detrás de esa estética pop se esconde la pregunta que la serie ya no sabe cómo responder: ¿la gente es buena o mala? ¿Mata porque tiene que matar o porque quiere hacerlo? ¿El capitalismo pervierte al ser humano o lo muestra tal como es?

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Lee Byung-hun como The Front Man en El Juego del Calamar 3

El Juego del Calamar 3: Tragedia en loop

Hay algo trágico en El Juego del Calamar 3: su previsibilidad. Todos los caminos están trazados. Todos los personajes actúan como piezas que conocen su destino. El juego no sorprende: confirma. Los giros son decorativos. Los VIPs, caricaturas. Las traiciones, esperables. Incluso el cameo final funciona más como estrategia de marketing que como clímax narrativo.

Pero El Juego del Calamar 3 tiene momentos. Breves, potentes, crueles. Gi-hun en silencio, mirando a cámara con todo el odio que cabe en una mirada. Un jugador que llora porque sigue sin acostumbrarse a la muerte. Una anciana que pide un poco de humanidad y todos la miran con una mezcla de curiosidad y lástima, como si fuera una rareza arqueológica. Esos instantes fugaces donde la serie deja de ser espectáculo y se convierte en espejo de un mundo donde la miseria se volvió sistema, donde el mercado legisla el sentido común y los grandes medios militan en la ignorancia hasta volverla virtud, en el miedo hasta volverlo fascista.

No hay redención. Ni siquiera hay cierre. El Juego del Calamar 3 termina, pero no concluye. Deja la puerta entreabierta. Hay esperanza, dice. Hay posibilidad de cambio. Pero lo que hay, en realidad, es agotamiento. Creativo, emocional, ideológico. Hwang Dong-hyuk lleva tres temporadas tratando de responder una pregunta sin respuesta. ¿Vale la pena vivir en este mundo? Su respuesta es ambigua: sí, pero apenas.

El mérito de El Juego del Calamar 3 es no traicionar el espíritu de la serie. El problema es que ese espíritu ya está gastado. Ya no duele. Ya no interpela. Ya no asusta. Solo entretiene. Y si algo nos enseñó la serie, es que entretener puede ser la forma más perversa de resignarse.

Porque en definitiva, El Juego del Calamar nunca fue una serie sobre los juegos. Es sobre los que la miran. Los que celebran cuando gana el bueno y se indigna cuando muere, pero votan a los políticos del poder económico y aplauden cuando reprimen a los pobres.

El Juego del Calamar muestra lo que somos, no lo que creemos ser. Y si eso resulta incómodo, si parece demasiado brutal, quizás deberíamos preguntarnos por qué. Quizás el problema no esté en la pantalla. Quizás esté en nosotros.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

Tráiler:

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