Crítica Dept. Q (Netflix): Anatomía de un detective roto

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En la serie de Netflix Dept. Q, Scott Frank construye un thriller que funciona como estudio de personajes dañados, encontrando humanidad en el cinismo policial.

Scott Frank sabe cómo hacer que los muertos hablen. En Gambito de Dama lo hizo con las obsesiones de una huérfana genial; en Monsieur Spade con el eco de Hammett resonando en cada diálogo. Ahora, en Dept. Q –su nueva serie para Netflix que adapta las novelas del danés Jussi Adler-Olsen–, Frank escoge el camino más difícil: hacer que un policía roto nos importe, que su dolor nos duela, que su rabia nos parezca justa incluso cuando sabemos que no lo es.

Carl Morck es un detective que regresa al trabajo después de ser baleado durante una investigación. Matthew Goode (Watchmen, La Última Sesión de Freud) lo interpreta como si fuera un animal herido que aún puede morder, con esa elegancia venenosa que caracteriza a los buenos actores británicos cuando interpretan a hombres que odian el mundo pero no pueden dejarlo ir. Su compañero está en el hospital, un policía está muerto, y Carl carga con la certeza de que todo es su culpa. ¿La solución de sus superiores? Mandarlo al sótano, a un antiguo vestuario reconvertido en oficina, para que dirija una unidad de antiguos casos que nadie pudo o quiso resolver.

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Matthew Goode como Carl Morck en Dept. Q

Dept. Q: La reinvención del detective antisocial

El Departamento Q no es un premio: es un destierro elegante. Carl debe escoltar cadáveres burocráticos, casos archivados que solo interesan cuando pueden convertirse en contenido para podcasts de crímenes reales. En una época donde el true crime se ha vuelto entretenimiento masivo, Frank nos recuerda que detrás de cada caso hay personas reales, dolor real, consecuencias reales.

El equipo que Carl arma es un catálogo de heridos: Rose (Leah Byrne), una detective joven cuya confianza se hizo pedazos en un accidente de auto; Akram (Alexej Manvelov), un refugiado sirio que fue policía en su país y ahora acepta cualquier trabajo con tal de mantenerse cerca de la justicia. Son los descartados del sistema, los que ya no sirven para el trabajo “importante” pero que aún tienen algo que demostrar.

Frank, que escribió todos los episodios y dirigió seis, toma una decisión narrativa arriesgada: el caso que marcó a Carl, el tiroteo que lo dejó así, queda en segundo plano. En su lugar, la temporada 1 de Dept. Q se concentra en la desaparición de una mujer en un ferry, cuatro años atrás. Es un misterio clásico con un giro moderno: conocemos a la víctima, Merrit Lingard (Chloe Pirrie) –una fiscal tan obsesiva y hostil como Carl, tan dañada por el sistema como él– vemos fragmentos de su historia a través de sus ojos.

Aquí está la trampa de Dept. Q: parece familiar hasta que no lo es. Carl tiene ecos de House, de Sherlock Holmes, de todos esos genios antisociales que la televisión nos ha enseñado a amar. Pero Frank no está interesado en el genio: está interesado en el daño. ¿Qué le hace a una persona pasar la vida viendo lo peor de la humanidad? ¿Cómo se las arregla para volver a casa cada noche y fingir que el mundo es un lugar decente?

“Soy dos personas”, le dice Carl a su terapeuta (Kelly Macdonald, perfecta como siempre): una que está sumergida en los impulsos más aterradores de la humanidad y otra que lucha por proyectar normalidad. Es la confesión más honesta de Dept. Q, y también la más perturbadora. Porque todos somos dos personas: la que conoce la cloaca que es el mundo y la que necesita creer que vale la pena levantarse cada mañana.

Matthew Goode se mueve por esta dualidad con precisión. Su Carl no es un antihéroe romántico: es un hombre que se odia a sí mismo y proyecta ese odio hacia afuera, que confunde su trauma con superioridad intelectual, que usa su inteligencia como un arma contra todo el que se le acerca. No es simpático, no es encantador, y esa es precisamente su fuerza como personaje.

Dept. Q funciona mejor cuando abraza esa incomodidad, cuando no trata de suavizar los bordes ásperos de Carl o de justificar su comportamiento. Frank entiende algo que muchos showrunners olvidan: que podemos sentir empatía por alguien sin necesariamente querer pasar tiempo con él, que podemos entender el dolor de un personaje sin excusar el daño que causa.

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Chloe Pirrie como Merrit Lingard en Dept. Q de Netflix

Dept. Q: El sótano como metáfora del descarte social

¿Es Dept. Q tan buena como Gambito de Dama? Quizás no. Le falta la profundidad emocional y la originalidad visual de aquella obra maestra de la televisión moderna. ¿Es mejor que el 90% de las series policiales que Netflix estrena cada mes? Absolutamente. Porque Frank no está interesado en resolver crímenes: está interesado en explorar qué nos hace humanos cuando la humanidad parece un chiste malo.

Dept. Q promete varias temporadas, y esa es tanto su fortaleza como su debilidad. Tiene el potencial de convertirse en algo extraordinario si Frank logra mantener el equilibrio entre la familiaridad del género y la originalidad de su visión. Pero también corre el riesgo de diluirse, de convertirse en otra serie policial más donde los traumas se vuelven tics narrativos y los personajes complejos se transforman en arquetipos cómodos.

Por ahora, Dept. Q es una promesa cumplida a medias: lo suficientemente buena para mantenernos enganchados, lo suficientemente inteligente para respetarnos como espectadores, lo suficientemente oscura para recordarnos que la justicia es un lujo que no todos pueden permitirse. En el sótano de la comisaría de Edimburgo, entre archivos polvorientos y casos olvidados, Scott Frank ha construido una metáfora perfecta de lo que somos: una sociedad que entierra a sus heridos pero no puede evitar que sus fantasmas regresen a buscar respuestas.

Tal vez eso sea lo único que podemos hacer con nuestros muertos: darles una oficina en el sótano y esperar que encuentren la paz.

DISPONIBLE EN NETFLIX.

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