El verano es una trampa: parece todo y no es nada. En la nueva adaptación de Bonjour Tristesse, Durga Chew-Bose captura ese espejismo hermoso de cuerpos bajo el sol, de villas frente al mar, de copas y vestidos que flotan en un mundo donde nada importa demasiado. La directora canadiense toma la novela de Françoise Sagan –esa joya de la literatura adolescente que en 1954 escandalizó a la burguesía francesa– y la reescribe con delicadeza, pero también con la timidez de quien teme romperla.
Adaptar por segunda vez una historia llevada al cine por Otto Preminger en 1958 requiere audacia. Chew-Bose opta por la seducción visual: cada encuadre es una invitación al hedonismo, cada plano una promesa de que el mundo puede ser un lugar en el que vale la pena estar. Le falta suciedad, esa violencia callada que hizo de Bonjour Tristesse un escándalo en su época. El resultado es una película hermosa que se resiste al relato. Una tragedia sin tensión, un drama sin aristas.
Cécile (Lily McInerny) es una adolescente en suspenso, atrapada entre el tedio y el deseo. A los dieciocho años, vive ese verano perpetuo que solo es posible cuando el dinero y el tiempo son abstracciones. Cécile besa, nada, duerme bajo el sol. De vez en cuando, mira. Su mundo es tan estático que cualquier gesto parece una revolución.
Su padre Raymond (Claes Bang) encarna el tipo de seductor europeo que Hollywood siempre ha fetichizado: refinado, irresponsable, con esa capacidad de convertir la superficialidad en encanto. Junto a ellos, Elsa (Naïlia Harzoune), la amante de turno, completa el trío de una felicidad que por debajo de su superficie esconde cierta fragilidad.
El conflicto llega con Anne (Chloë Sevigny) –la intrusa, la adulta, la amenaza–, diseñadora de moda parisina y antigua amiga de la madre muerta de Cécile. Su presencia debería prender fuego esta ecología del placer, introducir la tensión que toda buena tragedia doméstica requiere. Pero el minimalismo de Chew-Bose es su mayor virtud y su mayor limitación. Porque el corazón del texto de Sagan es brutal: una adolescente que juega con la vida de los adultos. Una hija que no soporta perder el centro del mundo. Una insensibilidad que se disfraza de lógica.

Bonjour Tristesse 2024: La pasividad expresiva de la adolescencia
Sagan escribió sobre la crueldad adolescente, sobre esa capacidad única de los jóvenes para la manipulación inconsciente. Cécile no es una víctima inocente sino una estratega emocional, alguien que entiende intuitivamente el poder del victimismo. En la novela, esta dimensión está narrada desde adentro, con la frialdad de quien no comprende completamente el daño que está causando.
El guion humaniza demasiado a Cécile. McInerny aporta vulnerabilidad donde debería haber cálculo, nerviosismo donde debería haber crueldad. El resultado es un personaje menos fascinante, alguien con quien es fácil empatizar pero difícil de temer. La Cécile de Chew-Bose es una adolescente normal atravesando una crisis familiar; la de Sagan, una sádica inminente.
La comparación con Bonjour Tristesse de Preminger resulta inevitable. El director austriaco entendió que la historia funcionaba mejor como melodrama operático, con personajes que actuaban sus emociones con la intensidad de quien sabe que está representando una tragedia. Su Cécile (Jean Seberg antes de Sin Aliento), tenía algo de felino: hermosa, aparentemente frágil, pero con una capacidad de destrucción que se revelaba gradualmente.
Chew-Bose, en cambio, busca la empatía contemporánea, actualiza la historia pero también la domestica. Bonjour Tristesse transcurre en un presente reconocible pero emocionalmente se sitúa en una zona de confort que la novela original nunca tuvo. La directora tiene talento para crear mundos visualmente convincentes, pero parece menos segura cuando debe recorrer los tics neuróticos de sus personajes.
Chloë Sevigny actúa como si supiera que está en otra película. Su Anne tiene capas: la sofisticación profesional, la soledad de la mujer madura, la vulnerabilidad de quien se arriesga al amor después de una pérdida. Es la única que no teme al abismo. Se nota en cómo se sienta, en cómo escucha. Tiene esa clase de tristeza que no se llora, pero que ocupa la habitación entera. Su presencia es incómoda porque arruina el pacto de superficialidad. Viene de otro mundo: uno en el que las cosas tienen consecuencias.
El problema de la película no es el ritmo: es la falta de deseo. Bonjour Tristesse no se atreve a desear. Todo está demasiado controlado, demasiado limpio. Incluso el desastre se siente como una nota al pie. No hay vértigo. No hay dolor. Para la directora, la juventud de hoy es menos cruel que la de los años cincuenta, pero también menos interesante. Su Cécile no es una sociópata en potencia sino una chica confundida.
En el cine, la elegancia no reemplaza al conflicto; la belleza, sin una grieta, es solo postal. Y quizás esa sea la trampa: la imposibilidad de sentir intensamente en un mundo construido para el placer. Bonjour Tristesse prometía una tormenta. Chew-Bose ofrece una brisa de verano. La tristeza, como siempre, entra por una ventana abierta.